13 junio 2007

caminar se ha vuelto peligroso

Camino y a mi rededor todo camina en sentido contrario. Aparece a lo lejos pero cada vez más cerca el perfil de un viejo edificio, la silueta de gente hermosa y lista para ser olvidada, parvadas de aves que mendigan migajas en los corredores de los muchos parques que me caminan los pies y comienzan en ese mismo momento a perderse en un pasado nemogeográfico. No me importa conjugar los muchos tiempos verbales de este avanzar por el puro placer de irme perdiendo por las calles que reconozco como nuevas, como llenas de aromas y colores y personas y cosas que por primera vez bañan mi vista, queman sus contornos en mi mente y van quedándose grabados, a veces con fidelidad y a veces con licencia poética.
Me causa placer este caminar sin ir pensando, o pensando si acaso en la forma como irían apareciendo estas letras delgadas en el monitor si estuviera escribiéndolas ahora en lugar de tan sólo estarlas pensando. Recordar mi vieja manía de caminar con el grabador de reportero y hablar a voces, como un demente, grabando las ideas que se me cruzaban por la calle, que chocaban conmigo, me pasaban al lado o se detenían a mirar las vitrinas, recordar me hace sonreír con sutileza. Era curioso ese hábito ya empolvado de ir cazando las ideas como insectos de lluvia en cajitas de cerillos y pretender después arrancarles las alas frente a páginas o pantallas en blanco, por lo general descubriendo que eran insectos sin alas desde el principio.
Camino, respiro, las manos a los bolsillos para ocultarlas de esa brisa muy fría que dobla la esquina de enfrente y viene a saludar. Un ligero levantar las cejas para saludar al músico eterno de la tercera banca de la izquierda en la plaza de armas, quien sin dejar de soplar su armónica levanta las cejas un poquito menos para regresar el saludo. Catorce monedas en el viejo sombrero me hablan de su talento. Huele al agua siempre móvil de la fuente a unos metros, al dulce de las frutas rabiosamente coloridas de la carreta de todos los martes y los viernes, a banquetas apenas calientes y a una vida distinta con cada paso.
Camino por muchos minutos, paladeando el sabor entre amargo y fresco de no tener un rumbo cierto, ni un destino. Los pasos se dan solos, sin pensar. La proyección es siempre cambiante en el domo de mi visión, el mundo cambia a cada metro que me alejo de un centro inexistente. A lo lejos se aprecia el mercado gigantesco con sus cuatro niveles de vendimia, con una multitud mucho más tumultuosa de golpes a los sentidos, con su mar de gente, una colmena en plena ebullición. No lo esquivo, me hundo de lleno en ese organismo colosal y soy también parte de la conciencia masiva, soy otro de los marchantes, un paseante con algo de dinero para gastar y mucho de curiosidad para invertir. Miro un poco aquí y allá, hablo con la gente que no está interesada en venderme algo. Disfruto de sus entonaciones tan distintas, entrando de pronto en un pequeño Babel de muchos y muy distintos castellanos. Encuentro el desaliento tomado de la mano con el buen humor, la esperanza y el desánimo bebiendo juntos de una horchata en un cántaro de barro. Un mundo que funciona contra todas las leyes de la física y la naturaleza en general.
Despierto y ya no estoy ahí. El entorno cambia y no deseo que mis pasos se sucedan en el contexto. Las aceras hierven, las construcciones se vuelven esa monotonía impersonal, una modernidad sin historia. Bajo un camellón arbolado encuentro el único resquicio donde hallar un referente al otro entorno. Mediodía.

01 junio 2007

Vuelta a la perla.

Estoy en la terraza de un café, cuya vista da directo a la rotonda de los ilustres jalisciences, el costado de la catedral metropolitana, la avenida Alcalde y un cachito de la plaza de armas, pensando en esta ciudad y en lo distinta que es la vida en cada lugar donde uno la pasa. Guadalajara tiene la extraña cualidad de ser una ciudad llena de construcciones antiguas, comercio en ebullición, mucha gente en todas partes y sin embargo siempre parece estática. He vivido aquí más de un año, la he visitado con frecuencia desde que tenía catorce y la ciudad me sigue pareciendo la misma desde entonces. Cada rincón, cada aroma, cada sabor, cada rostro, parece ser igual y estar donde mismo aunque pasen meses, años, vidas.

Viviendo aquí he sentido la soledad en su máxima expresión, he sabido lo que es realmente no estar cerca de nadie que me conozca un poquito, he conocido la nostalgia de mi tierra de playas vírgenes y de aguas mansas, de calores infernales y gentes de bien. Aquí fue donde descubrí que jamás voy a ser un hombre feliz. Aquí escribí las partes más graves de mi única novela, tuve mi primer dolor de cabeza, me hice adicto a caminar solo y a todas horas distancias kilométricas pensando en nada.

Guadalajara es esa ciudad de la que me supe enamorado desde el principio, pero que, como los matrimonios viejos, termina siendo un cariño reposado, fundado más en los silencios, en la presencia pasiva, incluso en calladas recriminaciones por motivos varios. Ya no vivo aquí, no sé si volveré a vivir alguna vez, mi vida ahora es demasiado parecida a un temblor de tierra para atreverme a apostar por algo, sin embargo estoy seguro de que ya tengo en el alma huellas indelebles de esta ciudad, y que las he de portar y padecer en cualquier otra ciudad del mundo, sin importar si es Guanajuato o Milán, París o Colima, esta ciudad, Guadalajara, será mi referente. Así de adentro se me ha quedado.