10 octubre 2007

Es hora de decirlo

A lo mejor lo que habría que buscar no es esto, esta compulsión de contar una historia antes de saber con exactitud dónde empieza ni mucho menos dónde ha de terminar, vaya, puntualizando, ni siquiera el punto exacto en el que se encuentra ahora, en este momento preciso en el que yo, haciendo alarde de una inteligencia y un criterio que no tengo, intento materializarla sin más herramientas que unos pocos recuerdos sueltos y una muy traicionera memoria a la que le gusta menos el melodrama que el pesimismo.

Aquello era la esperanza. Era caminar sin pensar mucho por jardineras que no parecían tener fin, sintiendo en el rostro y en la piel de todo el cuerpo los agradabilísimos escalofríos que un viento cada vez más invernal –era noviembre- se complacía en inflingirnos. Más bien aquello era la libertad. Era el saberse sin horarios, o mejor aún, con horarios que se sabían fáciles de resquebrajar, irrespetables, sueltos; era saberse sin ninguna obligación distinta de la vida, era el cabello desordenado y un poco polvoriento, eran los escasos e hirsutos pelillos de una barba que pretendía ser rebelde y los destellos acerados de los aretes en cejas y labios y lengua. Era el morral y las pulseras de cuero, el churrito quemándose en las manos de otro y casi mirándote con la coquetería que parecía decirte Ahí te voy, chiquito, no desesperes, y tú no desesperabas, ni siquiera sabías como, no conocías otro estar que ese, tranquilo, esperando nada, recibiendo y dando un poco cuando tenías, casi nunca, no importaba, siempre había alguien que tampoco tenía pero sabía dónde conseguir.

Las mañanas olían a mujer tibia, adormilada y feliz. Una mujer satisfecha es el olor más dulce que uno puede aspirar, con sus ínfimos méritos de pobre diablo irredento, al abrir los ojos en la mañana y encontrarse ese otro cuerpo junto al cuerpo, los muslos suaves triangulándose con las piernas, los pequeños dedos de los pies, los pechos desnudos y enarbolando una firmeza prometedora en los pezones ya despiertos antes que ella, el cabello suelto. No hay sudor en el cuerpo, pero sí está el recuerdo del sudor que hubo, que existió por momentos cada vez más largos anoche, que recorrió los pliegues de su cuello, que mojó sin pudor la conjunción de sus ingles, que nuestra lengua lamió sedienta de ese elíxir salobre y embrujante y es el recuerdo olfativo de ese sudor lo que despertaba entonces al cuerpo animal, segundos antes de que despertara el cuerpo humano, justo a tiempo para condimentar con palabras y besos y caricias el apareamiento sin misericordias que la juventud y el ímpetu y, en fin, el deseo, ya se prodigaba.

Uno podía alimentarse de lo que fuera, gastarse las pocas monedas en un bocado que cumpliera su función energética, no importaba mientras se comiera en buena o compañía, o mejor aún, absolutamente solo y armado de una lectura suficiente para abstraerse del mundo. Podría hablar hasta el cansancio de días que comí sin saber lo que me llevaba a la boca y que bebí sin poder recordar más tarde el sabor del líquido, o su color, inmerso de plano en las palabras de alguien probablemente vivo, probablemente muerto, que muchos o pocos años antes y sin conocer en absoluto mi nombre o la posibilidad de mi existencia, se sentó día tras día, en horas sueltas o de corrido, a escribir una historia para que yo la leyera y entendiera, sin comas ya un espacio, que la historia decía más cuando él se guardaba las palabras.

Uno caminaba sin mucha idea de si los pies llevaban un rumbo verdadero o si el cuerpo tan sólo expresaba su necesidad de oxigenarse, de llevar a los ojos hacia donde hubiera algo que valiera la pena ver y a los ojos casi todo parecía valerles la pena. Encontraban la sonrisa del anciano desdentado, cuyo cuerpo sin piernas se deslizaba en un carrito de madera, impulsado por dos brazos enjutos y curtidos por la intemperie; encontraban las gotas de agua que formaban esferas perfectas en la punta afilada de miles de briznas de pasto a las seis y media de la mañana, minutos antes de que el sol se las comiera; encontraban los largos tapetes de colores donde hombres de cabellos largos y mujeres delgadas y de miradas sutiles ofrecían collares y pulseras, libros y cristales, esencias y artesanías; los ojos ofrecían al alma las posibilidades y ésta se enroscaba sobre sí misma y percibía el placer de estar viviendo. Era fácil que el alma decidiera crear, arrojarse hacia dentro y compactarse en una semillita germinal. Era fácil que el alma pensara en retoñar en lienzos y en cuerdas de guitarra y en grandes bloques de granito y en hojas de papel o en el suave balanceo y la armonía del danzante. Era grato crear, ser un pedacito de lo que se gestaba, no importaba lo que fuese o si tenía un nombre. Uno buscaba la trascendencia mediante la fugacidad y en esa paradoja estaba oculto el pólen de la felicidad verdadera.

Pero en algún momento perdimos el sendero.