27 febrero 2009

Cosas de mí que aunque son ciertas casi nadie sabe.

1.- Aunque estudié tres carreras, solamente terminé una: la de enmedio. Curiosamente, la que menos me gusta de las tres.

2.- Hablo inglés desde los 9 o 10 años y no sé cómo lo aprendí. Lo juro.

3.- Mi sentido de la vista es tan agudo que puedo leer páginas normales de un libro a tres y medio o cuatro metros de distancia, pero mi sentido del oído es una vergüenza.

4.- Mi madre dejó de comprarme ropa como a los diez años. Nunca me gustaba. Mis tenis los escojo desde que tenía cuatro. Una vez compré unos 3 números más grandes porque realmente me gustaron mucho y mi padre me obligó a usarlos desde cuarto hasta sexto de primaria porque costaron una pequeña fortuna.

5.- Aprendí a leer a los tres años y medio, y en la infancia leí todos los Archie del mundo, además de unos doscientos Condorito, Memín Pinguín, La pequeña Lulú, Ricky Ricón, Karmatrón y los transformables, entre muchos otros.

6.- Mi primer amor fue una niña llamada Olivia, cuando yo tenía diez años. Ella tenía nueve y me puso el cuerno. Desde entonces así ha sido más o menos mi suerte con las mujeres.

7.- De niño hice comerciales para la radio de una cadena de mueblerías de mi región.

8.- Una vez hice de César Costa en un festival de los 60's.

9.- Mi primer beso fue ñoñísimo: jugando a la botella. Me enseñó a besar una niña de secundaria cuando yo ya estaba ¡en la prepa!

10.- Tengo manías gastronómicas muy marcadas: No puedo comer camarones empanizados sin mayonesa, no puedo comer tamales sin queso, no puedo comer NINGÚN caldo sin limón, atún sin galletas, café sin azúcar, pero una vez me comí un plato de choco kripsis con coca cola en lugar de leche.

11.- Odio, aborrezco, tener las manos sucias.

12.- En mi temprana juventud solía pasar hasta tres días sin bañarme en invierno, me daba mucha risa que a partir del segundo, se me acercaban mucho las mujeres.

24 febrero 2009

...

Fui, como todos los días, al gimnasio. Desayuné huevos revueltos con tocino, rebanadas frescas de melón y un café muy sabroso. Utilicé un reembolso para comprar La catedral del mar y empecé a leerlo. Dos tres. Coticé las pinturas con las que voy a cambiar el color de mis paredes. Comí empanadas de queso y tartaletas de espinaca y elote.

Son las 5 de la tarde con 5 minutos y contra todo sentido, ya he hecho todo lo que tenía qué hacer este día. Presté mi carro por una semana y no se me ocurre ningún lugar a dónde ir.

Solía gustarme mucho salir a caminar. Me dan miedo los perros. No me gusta caminar de noche por calles desconocidas porque me da miedo que alguno me siga para morderme. No me dan miedo los maleantes. Casi nunca tengo dinero para que me roben. La última vez que me asaltaron terminé liándome a golpes con el ladrón y una patrulla disolvió la bronca. Supongo que empatamos.

Tal vez sin embargo, hoy camine. Tal vez simbólicamente haberme condenado a caminar toda esta semana sea mi forma inconsciente de ponerme en marcha. Aunque no sepa hacia dónde. O por qué. O para qué. En marcha. Las cosas, de todos modos, no se detienen para esperar. Tal vez camine.

23 febrero 2009

Abril rota.

Hace muchos, muchos, en realidad ni tantos años, una casi conocida letrosa tituló uno de sus cuentos "Gabriela rota". El cuento era regular tirándole a bueno, pero recuerdo que el título me gustó mucho. Muchísimo.

Era una época en que nombrarlo todo era relevante. Nombrar al dolor hacía que doliera, nombrar la soledad la invocaba, nombrar la ausencia condenaba a la extinción.

Yo ensayaba mis primeros cuentos y nombrarlos me hacía a veces doler la cabeza, retorcer las meninges, sudar. Mi proceso perfecto era empezar un cuento por el título y escribirle luego una historia a modo, tratando de que al final pareciera haber inventado primero el cuento y luego su nombre y no al revés, como en efecto sucedía.

Años han pasado y cada vez que veo a la cuentista a lo lejos, en un bar atestado, en medio del slam en un concierto, en una lejana mesa del café, pienso irrevocablemente en que ella en mi cabeza se llama Gabriela rota y no Alba, como en realidad se llama.

Alguna vez les conté de la mujer que le puso nombre a mi computadora. La recuerdo en la sala de su casa, en idas y vueltas a la cocina con esa sonrisa que sabía tan bien componer para parecer atenta aunque no lo estuviera, y respondiendo a mi pregunta con el sencillo nombre Abril. Abril. Desde aquel día de octubre del 2007 mi computadora se llama así y todos o casi todos los que se refieren a ella no le dicen "tu laptop" o "tu compu", sino Abril. Como si fuera una mascota, o una entidad impersonal pero sustantiva.

Ella nunca pudo o quiso decirme por qué la llamo Abril y no Lucrecia o Cuquis o Rupertina. Simplemente en un arranque esas fueron las cinco letras que se le vinieron juntas a la mente y el resto fue anécdota simple.

Abril murió hace un par de días y con ella estuvieron a punto de irse varios de mis mejores cuentos, muchas de mis fotografías más atesoradas y algunos megabytes de información por demás valiosa para mí. Hoy que fui al segundo técnico que la revisa, éste me aconsejó, como amigo, mejor tirarla a la basura y comprar otra. Así de tajante.

Y supongo que como toda muerte, aunque dicha muerte sea la de un objeto inanimado, la de Abril significa también el final de una historia que bien podría llamarse como este Post. Una historia que duró 16 meses y que incluyó una veintena de cuentos, algunos miles de kilómetros, un montón de conversaciones y un encuentro terriblemente significativo en mi vida presente y futura.

No sé qué más pueda decirse. Quizá lo más apropiado sea, como para muchas historias, teclear las tres letras siniestras de la palabra FIN.

16 febrero 2009

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién puede quererte menos que yo amor mío?


Sabines, Diario Semanario y Poemas en Prosa, 1961.