El conocimiento, para seguir a la escuela platónica, y en cierta forma a la escuela innata de ese pequeño algo en nuestra mente primitiva que nos dice las cosas realmente importantes en la temprana infancia y va luego reduciendo sus consejos a medida que aprendemos a ignorarla, no consiste en agregar cosas nuevas a una mente que funcionase para el efecto como una bodega de almacenaje, sino, por el contrario, en ir recordando poco a poco ese mismo material que teníamos ahí, que conocíamos en lo intrínseco de nuestros seres y que, por pérdida de la pureza del alma, contacto con la maldad del mundo o, peor aún, exposición al temor resultante de un daño quizá no comprendido, fuimos sepultando.
Nacemos sabiéndolo todo, y comenzamos a olvidar conforme vivimos. Cada segundo que pasa en nuestras existencias y conforme avanzamos a través del tiempo, exponiendo las percepciones sensoriales al roce interhumano y al mundo natural con sus millones de fenómenos, vamos opacando en nuestras mentes -y en nuestras almas, valga decirlo- conocimientos primigenios, venidos de (aquí viene el debate) Dios mismo.
Así es. No se revuelquen, ateos recalcitrantes, no busco la propaganda religiosa en la afirmación anterior. Llamemosle, si esto reduce sus comezones, "energía primaria", "esencia suprema", "alma colectiva", "topos uranos", "motor inmóvil", "principio creador", "juancho", eso no es lo importante. Lo importante es reconocer que, contestatarismos aparte, eso existe y está en una comunicación constante con nosotros y el mundo que nos sirve de escenario para la diaria puesta en escena.
Es curioso, por no decir, condenable, el cómo la mayoría de los seres humanos en nuestra cultura desdeñan el conocimiento de eso que les da origen. Ignoran, por temor o por simple pereza a una reflexión profunda y sus tal vez indeseables consecuencias, que dentro del cuerpo hay un alma imperecedera proveniente de algo supremo (de nuevo, no hay fin religioso en esto) y en búsqueda continua de algo que por lo general se tarda muchas vidas en encontrar. Curioso resulta también el hecho de que son los momentos trágicos, melancólicos, de soledad y sufrimiento mayúsculos aquellos en los que intentamos el acercamiento hacia esa idea de lo superior, a veces con ira, a veces con abandono, pero generalmente entre peticiones y exigencias de una ayuda que, sin saber muy bien en qué consiste, esperamos recibir sin tardanza.
Nacemos sabiéndolo todo, pero sin la capacidad de enseñarlo. El ser humano, cuando nace, es uno de los animales más indefensos de la naturaleza, sin capacidad de hacerse entender por sus congéneres, valerse contra las inclemencias del tiempo, aprovisionarse de alimentación, guarida o vestido. De todo el extensísimo reino animal, es el ser humano una de las tres especies que tardan más tiempo en poder considerarse lo bastante maduro para valerse por sí mismo. En todo ese tiempo en el que vivimos aislados mentalmente de los demás, nuestra vida gira en torno a comer, dormir, llorar, ensuciarnos y hacer una que otra gracia que justifique el gasto de nuestros padres en pañales y gerber. Son años en los que, todo aquello de lo que nacemos repletos, una sabiduría inocente y un profundo conocimiento de lo verdaderamente importante, van empolvándose en nuestras mentes nuevas, sin posibilidad de ser transmitido.
El tiempo pasa y de pronto somos niños, sabemos hablar, podemos por tanto decir aquellas verdades que, por sencillas, son imposibles de entender por esos que se llaman adultos. Conservamos la capacidad de imaginar, de soñar sin ningún tipo de restricción, nos conmovemos hasta el llanto por cosas que, dentro de muy pocos años, nos causarán sentimientos malsanos de un morbo incalculable. Seguimos olvidando. La tragedia se apersona, alguno es violado, otro golpeado salvajemente por un padre o madre, otro más es vendido para su prostitución, drogado contra su voluntad, condenado a vivir bajo el tormento sicológico de un matrimonio terriblemente disfuncional. La vida dura te tumba las puertas y quiebra las ventanas y tú, con tu tan escasa carga de teoría humana, sabedor apenas de las verdades del amor y la inocencia, entras en un shock del que quizá ya no escapes. Te crees que esa es la vida de verdad. Cambias tus verdades por las que te ofrece el mundo.
No existe el mal. Es muy difícil comprenderlo, pero lo sabes. El mal es una ausencia y las ausencias NO SON algo. Del mismo modo que la oscuridad no es una entidad física, sino sólo la ausencia de una entidad positivamente existente: la luz, así mismo el mal es la ausencia de algo que podemos llamar amor, o energía, o (tápense los ojos, ateos) Dios. Existe el miedo, y esa es la figura que podríamos considerar opuesta al bien o al amor. El miedo es lo que determina la presencia del mal y regir la vida basado en responder a los miedos que se presentan en ella, es elegir una vida en la que será casi imposible que se manifieste un amor genuino.
Por eso, cuando uno sufre dolores que no conoce o cuya intensidad piensa que no puede soportar, el alma lo empuja a buscar algo, sin saber exactamente lo que es. Es lo que aprendemos durante nuestra existencia humana lo que condiciona la respuesta inmediata: buscar ayuda en ese dios o fuerza en la que creemos o queremos pensar que creemos. Sin embargo, acudimos a él suplicándole que elimine la causa de nuestro dolor, que nos regrese al ser amado, que compense nuestra pérdida, que nos dé consuelo, que nos repare el daño. Inconscientemente, sin que lo podamos evitar, nuestra alma hace su propia petición, y su ruego no consiste en pedir, sino en soltar.
Cuando aprendemos a soltar el dolor, a perder, a dejar ir eso que algo más fuerte que nosotros ha decidido que no será nuestro, es que el amor tiene la posibilidad de empezar a sanar verdaderamente nuestro dolor y, como hermosa consecuencia, al irnos llenando, el amor descubre de nuevo en nuestra esencia la capacidad de volver a apreciar las bellísimas verdades del mundo. De pronto es posible volver a apreciar la cuidada armonía con la que una brisa suave mece las hojas de un árbol gigante donde docenas de pájaros pían con frenesí. Ellos saben más que nosotros.
Han sido días muy difíciles para este que escribe. He tenido tiempos muy duros tratando de aprender a escuchar la voz de dios y, más importante aún, la intención de sus palabras. Me ha resultado muy difícil renunciar a la gran soberbia que me impedía ponerme en sus manos y decirle: Está bien, señor, hágase tu voluntad. No ha sido nada sencillo sentarme a buscar la paz y pedirle que me hable mientras el mundo que había a mi alrededor se desmorona y cae para dejar sólo ruinas. Máxime siendo alguien acostumbrado a pelear. Yo soy un guerrero, señor. Lo sé, me dice él, pero esta es tu pelea más importante y no puedo dejar que la pierdas, por eso te ayudo. Y me ayuda enseñándome que no existe la derrota como tal, perder significaría dejar morir el amor ahora que he aprendido a vivirlo. Perder significaría dejar al miedo volver a dominar mi vida ahora que he aprendido que está indefenso contra la fuerza de alguien que ama sin condiciones y sin límites. Perder significaría dejar que el bien se reduzca y permita las zonas de sombra que con el tiempo se volverían maldad en mi alma.
Yo no quiero perder y Dios lo sabe, por eso todos los días me dice una frase pequeña que me alimenta y me da vida nueva para buscar una vez más la paz y el amor en los que lo encuentro a él y puedo volver a ofrecerle algo en lugar de pedírselo. Por eso cuando despierto y le doy las gracias por todo este infinito dolor, no puedo dejar de pedirle que deje que todos lo escuchen como me ha dejado hacerlo a mí, que todos oigan su voz y entiendan: DEBES AMAR SIN NINGÚN TIPO DE MIEDO.
Yo amo así, Dios, y no sabes cuánto te lo agradezco. Te pido por todos mis hermanos, para que puedan hacerlo también, y muy en especial por ella, por quién mi amor se inclina con tanta fuerza. No importa si ella no lo siente por mí, señor, deja que el mío la toque.
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