31 marzo 2009

Críptico.

¿Se acuerdan de aquél diálogo de Pulp fiction donde Jules le dice a Vincent -hablando de Mia Wallace- "Algunos pilotos se vuelven programas de television; otros se vuelven nada. Ella estuvo en uno que se volvió nada"?

Bueno, hoy hice algo que podria equipararse a un programa piloto si yo fuera actor, o a una audición si yo fuera músico. Tal vez se vuelva algo y tal vez se vuelva nada. Lo sabré en poco tiempo. Hasta entonces, y por mera cábala, no diré nada más al respecto.

Día un poco dolorido en el gimnasio. Es la tercera vez en el año que le aumento al peso con el que regularmente ejercito y ahora casi cualquier movimiento de brazos me hace recordarlo. Hoy comí lasaña y espaguetis, sublimes, y un pastel de limón bastante olvidable. Terminé un nuevo cuento (Nadie extrañó nunca a Carmina, título bastante largo comparado con la mayoría de mis títulos), y no tomé café.

Dentro de dos minutos voy a cumplir el tiempo más largo pasado en mi casa en todo el día -quince minutos- lo cual me llena de alegría y regocijo y me hace pensar en que tal vez estoy volviendo a ser ese que me cae tan bien y dejando de ser el otro que me cae tan mal.

Ah, sí. Fui al cine. Vi Changeling, Angelina Jolie, John Malkovich, una trama predeciblona, buena actuación de ella (nunca la había visto en un papel que le exigiera actuar y no sólo bambolear los encantos) y un ritmo disfrutable. No me conmovió como me habían anunciado varias personas que me conmovería, aunque sí me causó un escalofrío terrorífico la idea de que alguien alguna vez osara secuestrar a mi hijo. He decidido que tan pronto sea posible, Ángel aprenda jiujitsu, kung fu, judo, manejo de armas de fuego y punzocortantes, y haga un curso para marine. Sólo por si acaso.

En unas horas, por fin, empieza Abril. Siempre son buenas noticias. Bendito abril.

29 marzo 2009

Ironía.

Miro fijamente a la columna cuyo relieve es como de dos pulgadas con respecto a la pared. Debe medir unos 40 cm. de ancho. El clavo en mi mano debe ser como de 3 pulgadas, cabeza y forma especiales para concreto. Pienso un poco en mi padre, constructor de toda la vida, un tipazo, mi padre. Luego apoyo el clavo en la columna y con seis golpes precisos dejo media pulgada fuera y cuelgo el espejo.

El periódico con el que lo limpio acierta a ser la sección de sociales, por mucho la más cagante de cualquier diario de cualquier parte del mundo -últimamente reñida con la económica acá en mi paisito- y humedezco una parte y luego repaso con la parte seca hasta dejarlo reluciente.

Alejandro mira un rato el espejo, que ahora refleja un sofá, un librero y una pared blanca, antes de preguntarme:

¿Por qué un espejo en la sala?

Entiendo la pregunta, un espejo es más apropiado en el baño, en la recámara, en el techo. Respondo tratando de que la respuesta no sea elaborada.

"Para verme lo menos posible".

Alejandro, bebiendo la segunda Casta de la noche, no se conforma.

"¿No te verías menos si no pones ningún espejo?"

"Por eso dije: para verme menos; y no Para no verme".

Antes de darle el último trago a la cerveza, mueve la cabeza de un lado al otro y se conforma con musitar:

"Si no fueras tan mamón".

Yo vuelvo a ver el espejo. Creo que quedó muy bien.

27 marzo 2009

Un café en Praga.

Platicaba ayer con Ella, sobre lo triste que me resulta (¿es Triste la palabra? No lo sé) estar tan establecido en una rutina como la actual.

Por esas cosas que la vida tiene, yo fui un niño muy solitario. Soy el segundo de tres hijos, mi hermana es cuatro años mayor y mi hermanita cuatro años menor. Cuando era muy pequeño, mi hermana mayor ya estaba en edad escolar, mis padres siempre han trabajado, así que yo fui materia de trabajo de media docena de niñeras. Recuerdo brumosamente a algunas (como la que me hizo jugar a la ouija -¿ya conté esa historia?- y la que afortunadamente se fue antes de que yo llegara a la adolescencia porque estaba genial). Es por ello que crecí muy solo.

Tengo una suerte terrible en cuanto a vecinos. En la infancia ya muy lejana, sólo tenía amigos los fines de semana, cuando los nietos de mi vecina venían a visitarla y jugaban conmigo. Fue hasta la primaria que tuve amigos regulares, de cinco a seis horas al día y un par de horas por la tarde.

Siendo las cosas así, tuve que inventarme muchas cosas para no enloquecer (todas ellas con dudosos resultados), entre las cuales puedo mencionar que fui muy buen dibujante, un estupendo arquitecto amateur, un muy aceptable ingeniero civil del lodo y los arroyos de agua puerca y un numismático de los mejores. Por ahí debo tener almecenado todavía el don de resolver cualquier sopa de letras en tiempo récord y hay muy pocas personas que me ganen en juegos de nintendo o super nintendo.

Mi vida fue caótica porque tuve toda la libertad del mundo. Sólo tenía padres por la tarde y noche, pero desde el amanecer hasta las 4:00 pm yo era Macaulay Culkin en Home Alone. Nunca hice muchas estupideces -salvo aquella ocasión que serruché un librero carísimo- ni me puse en grave peligro -excepto aquella ocasión que me fui de viaje a dos municipios de distancia, a los seis años- pero me divertía mucho. La verdad sea dicha, yo era una estupenda compañía. De algún modo, el embrión de escritor que por entonces anidaba en mi inconsciente, me contaba historias, alternaba grandes rachas de fantasía entre mis cotidianas dosis de realidad y hacían que todo pudiera ser mágico. Si llovía por la noche, el día siguiente estaba hecho: En algún lugar del vecindario habría una obra en construcción que al acoso de la lluvia seguro habría formado piletas, lavado piedras para mi colección (los cuarzos eran mis favoritos) y humedecido hierbas y ladrillos con cuyos olores me embelesaba.

Cuando cerraron la vieja oficina de correos frente a mi casa, llenaron el patio con las ramas de ocho yucatecos grandísimos que guardaban la calle, y el colchón de follaje quedó como a dos y medio metros de altura. Me gustaba aventarme desde la barda que medía unos cuatro y caer en ese suave colchón verde que se hundía hasta casi tocar el suelo, pero no lo suficiente (mis treinta kilos no eran gran cosa) para tocarlo.

A los nueve años, cuando volvimos a mudarnos, me tocaron tres vecinos de mi edad. Con ellos hice los primeros conatos de grupo. Jugábamos futbol, beisbol, escondidas, al dieciocho. Hicimos la clásica y tradicional casita del árbol, matamos algunas lagartijas, tronamos muchos cohetes.

Mi rutina dependía de las suyas, eso sí. Si tenían que viajar, visitar a sus parientes, hacer la tarea, era hora de buscar actividades para mí solo. Me gustaba mucho -eso sí ya lo he mencionado- ir hasta el río en mi bicicleta y mirar al mundo ser. Ver funcionar a doña naturaleza en todo su esplendor, escuchar los ruidos íntimos del mundo que rodaba mucho mejor entonces.

Me gusta el caos. Realmente creo que funciono mejor en él. Del caos es de donde venimos ¿No es, acaso, la primera línea bíblica? Lean el génesis, es un libro divertido que dice a manera de gancho: In principium erat verbum. El verbo es el caos, el desorden, la nada. De esa nada el buen Dios hizo todo este mundo feo y venido a menos.

No me quiero meter a un discurso que se ha repetido muchísimo a lo largo de décadas. Mi enojo contra la rutina no es el "ser parte de un sistema robotizante". No me molesta trabajar, me encanta; tampoco es que me moleste tener horarios, creo que los horarios son útiles y suelo ser un tipo de lo más puntual siempre que no tenga que levantarme muy temprano. Mi problema con la rutina es su inmutabilidad. A veces es jueves y hay un buenísimo concierto de la Filarmónica y yo tengo que trabajar. Y a veces es sábado y mi hijo quiere ir por un blizzard y yo tengo que trabajar. A veces es domingo y el día está fantástico para ir de playa, pero yo despierto después de mediodía, cansado por la noche de trabajo.

Tampoco estoy enojado con mi trabajo (amo mi maldito trabajo), gano bien, vivo bien, me divierto muchísimo haciéndolo. Simplemente no veo la hora de que mi horario se rija por lo que me dictan las pelotas. Quiero terminar mi trabajo en la portátil durante un vuelo de Madrid a Praga y enviarlo vía electrónica a una editorial en Nueva York. Aterrizar sabiéndome libre hasta la hora de las conferencias e ir y beberme un café con jaggermeifter (que de seguro ha de saber de la chingada) con algún amigo Checo con el que discutiré largamente sobre la inutilidad de nuestros ocios.

Muy probablemente cerraríamos nuestra charla con un:
-Ya ni la chingas, deberías ponerte a trabajar.

Yo me reiría hasta escupir el café. De todos modos sabía bien culero.

25 marzo 2009

La sociedad del parche.

La infancia siempre fue más fácil. A cinco cuadras de mi casa había un taller de bicicletas -Zapopan, se llamaba- donde uno podía comprar cualquier cosa que le hiciera falta para armar/reparar/modificar una bicicleta de cualesquier tipo.

Ok. Breve paréntesis. Cabe mencionar que en mi infancia particular, en mi pueblo particular (también el patio de mi casa era particular, por si se lo preguntan), el "armar bicicletas" era EL hobbie. Todos, sin excepción, teníamos por lo menos una bicicleta a la que semanal o quincenalmente le hacíamos alguna modificación. Por supuesto había niveles -jerarquías, siempre las hay- en el custom bike garaging. No era lo mismo poner un poste GYRO que uno DYNO, por ejemplo, ni mucho menos tener un GT Vertigo que un Mach1. Fin del paréntesis.

Por doce mil pesos (ahora serían doce pesos, en aquél entonces aún no nos robaban los tres ceros de la moneda), uno podía comprar un pequeño cilindro de plástico duro que incluía en su interior:

a)Un trozo de 15x15 cm de caucho delgado.
b)Un pomo con 155 ml de cemento adhesivo.
c)Aire.
d)La posibilidad de ponerse bien chemo por menos dinero que en ningún lado.

Por supuesto, a mis diez o doce años, ni siquiera conocía la palabra chemo y la idea de drogarme era terrorífica, así que sólo interesaban las primeras dos inclusiones del paquete. Un niño estaba obligado, de los 10 años en adelante, a saber parchar una cámara común de una llanta común de bicicleta, so pena de ser el hazmerreír del colegio, el barrio y quizá el municipio.

El procedimiento era sencillo. Se desarmaba la llanta afectada, se inflaba la cámara totalmente usando una de éstas, se sumergía en la pileta y se buscaba el orificio siguiendo las burbujitas.

Encontrado el agujero, se cortaba un pedazo del caucho suficiente para cubrirlo, se pegaba cuidadosamente con el cemento, y se dejaba secar al sol por, digamos, diez minutos. Voilá: Una cámara lista para seguir rampeando.

Casi todos los que compartimos esa época tenemos ahora al menos nociones básicas de mecánica. Eran horas de engrasar, lijar, apretar tuercas, destornillar, etc. Algo nos tenía que haber quedado.

Hoy ya no puede comprarse el cilindro del que les hablo si no se acredita la mayoría de edad con una identificación oficial. La medida pretende de manera obvia evitar que un menos lo utilice para inhalar cemento. Por supuesto está bien si lo hace un mayor de edad. Pamplinas, es mil veces más probable que sea éste quien lo quiera para malos fines a que el pequeño lo necesite para algo distinto que seguir arreglando su máquina. Pero en fin.

El punto que quería tocar (por lo visto muy hiperbólicamente), es a que de alguna manera, mi generación y algunas anteriores extrapolamos de forma muy curiosa la idea del parche. Los casos son bastantes. La sociedad geek, por ejemplo, puede platicarles por horas de los "parches" o expansiones, que son programas adheribles a otros programas existentes, con intención de mejorarles, añadirles características, subsanar errores existentes y un largo et caeteris. La sociedad médica puede hablarles de las prótesis, implementos cada vez más avanzados, creados por la tecnología más vanguardista con el fin de darle patita al mocho, manita al cucho y ojito al ceguetas, entre muchas otras opciones. ¿No es esto, de alguna forma, un parche?

Hace rato, sin ir más lejos, se me atravesó en el zapping un comercial de Janssen Celig, sobre el parche anticonceptivo. ¿No es esto prodigioso? Es decir, creo que todos en algún momento de la existencia, consideramos que la mejor forma de anticoncepción sería un parche. Claro, asumimos que el parche debía ponerse en la vagina, sellándola (o en la uretra, en su caso, bleh). Para fortuna de aquellos que disfrutamos de penetrar (y de aquellas que gustan de ser penetradas, nuevo bleh), el parche anticonceptivo suele situarse más bien en áreas aledañas a la región pélvica femenina (existe también un parche masculino, pero -mundo machista- todavía está en etapa de desarrollo -cof-patrañas-cof-.

La verdad no se me ocurrió pensar en eso hace varios años, cuando la popularización del parche para dejar de fumar. El principio básico es el mismo: se libera intermitentemente una sustancia al organismo que en un caso, suministra de nicotina al organismo adicto, y en el otro, estimula la producción de hormonas adversas a la fecundación. Recuerdo que una antigua novia lo utilizaba con excelentes resultados y sin efectos secundarios molestos. Así que el parche parece ser una opción confiable, económica y cómoda para dejar de fumar. Digo, para evitar un embarazo.

Eso sí, el parche no evita ningún tipo de contagio de ETS, así que si no confía usted en esa personita que está a punto de introducirle el miembro por la vía que sea, mejor considere el uso del parche a modo de sello de clausura. Seguro es más seguro.

Saludos a todos y todas, excelente semana.

24 marzo 2009

El encanto de la tragedia.

Pienso que no es un secreto que la tristeza es un ente hechicero. Conozco a pocas personas que no sucumben a su embrujo, que no corren atraídas a la representación de un intenso drama teatral, lloran compungidas las desgracias del actor de la película triste o terminan su comida vespertina mirando el culebrón televisivo de moda.

La tristeza es un ser atractivo, bien mirada es incluso bella. ¿A quién no le parece hermoso ver llorar a la mujer que ama? ¿Qué clase de enfermo no se siente movido en las entrañas cuando su propio hijo derrama un par de lágrimas de pura, genuina, límpida tristeza?

Durante muchos siglos, sin embargo, la hemos condenado. Se le señala como en tiempos decimonónicos se señalaba a un leproso, con un rechazo disgustado y afilando los índices para apuntar hacia su portador y huírle. Algunos, generosos malentendientes, llegan incluso a hacerse los héroes y heroínas, acompañando a sol y a sombra al triste, intentando, por medio de todo tipo de estrategias y recursos, disipar esa tristeza.

Hoy vivimos la reivindicación de la tristeza. Cualquier jovencito que me cruzo en el camino tiene una probabilidad de 85% (bastante alta, muy decente, juzgo) de ser un triste. Díganle Emo, si quieren, díganle depresivo si sus estudios en psicología les dan para tanto, pero el punto de balance seguirá siendo el mismo: he ahí un triste.

Por supuesto, motivos sobran. Seamos objetivos. Históricamente, la juventud es una etapa cada vez más vilipendiada. Remontándonos tan sólo cuatro décadas, situado esto, claro, en el país, uno se podía considerar un joven productivo a los catorce o quince años, terminada la secundaria y quizá ya formando parte del sector laboral. A los veinte ya se podía perfectamente estar casado, tal vez con un hijo o dos, pagando una casa, enfrentando las responsabilidades y los placeres de ser un hombre joven. No había tiempo de ponerse triste. Mariconeces.

Siendo mujer, tan pronto como la menstruación tenía a bien tocar a la puerta de los calzones periquita, ya se le consideraba casamentera y se le podía acomodar un buen partido. Y entonces sí, hombre quítate que ahí te voy con las responsabilidades, todo el día rompiéndose la espalda para limpiar, preparar la comida, atender al o los hijos y todavía ponerle buena cara al marido, conservarse guapa, y un largo, larguísimo etcétera. ¿Triste? ¿A qué hora, coño?

Hoy, a los quince años uno todavía es un mocoso pendejo (en todos los casos, no vengan a joder) o una niña malcriada (o bien criada, pero muy probablemente inútil, a menos que facebook, msn, twitter y demás sean considerados de alta utilidad social). Y a los dieciséis igual y quizá a los veinte todavía misma historia. Si tiene uno la fortuna de tener padres consentidores que le sufraguen los estudios, se puede aventar cómodamente hasta los veintitantos años viviendo de chupar sangre, rascándose la genitalia y de fiesta en fiesta. El tiempo sobra.

Es en ese tiempo que sobra que uno se pone triste. Uno se pone triste no como consecuencia (quiero que esto se entienda con claridad), sino como RECURSO.

Pausa leve. Digiera usted esa invaluable perla de sabiduría directo de mi galleta de la suerte de la comida china del domingo. Fin de la pausa. Si usted no digirió, se la peló.

No quiero decir, por supuesto, que no existan motivos reales y concretos para una tristeza justificada. A todos se nos mueren los abuelos, se nos enferma el perro, nos roban el carro, nos descubren un cáncer de no mames en el páncreas. Por supuesto que es válido ponerse triste por eso y créanme, yo estoy de su lado: Pinches desgracias.

Pero. Peeeero. ¿Qué cuando uno está triste y dice no saber por qué? ¿Qué cuando uno viste bien, come bien, le tratan bien en casa, conserva viva hasta la última rama de su árbol genealógico reciente, tiene salud de chino y en general, la fortuna le sonríe? ¿Qué razón tiene para ponerse triste?

...

Disfrute de una nueva pausa para prepararse a recibir nueva información. Hágale un campito ahí, entre los nombres de los últimos ocho novios de Britney Spears, la noticia del divorcio de Madonna, el final sin pulpo-vagina de Watchmen y su contraseña de metroflog.

...

¿Listo?

Pereza.

Pereza. Así de sencillo. Pura vil y celestial pereza. La tristeza de un jovenzuelo chaqueto de esos que abundan con sus flequitos lamidos sobre un lado de la cara, sus pedazos de titanio esterilizado colgando de la trompa, sus guantecitos rotos, sus fiuchitas y negras calaveritas no consiste en nada distinto de la pereza. Los reto a que consigan uno que resista una jornada consistente de

a) Seis horas diarias de una escuela exigente.
b) Seis horas diarias de un empleo duro.
c) Una hora diaria de desplazamientos casa-escuela-trabajo.
d) Una hora de pareja (entendiéndose esto como les dé la gana).
e) Entre seis y ocho horas de sueño.

Verán que en menos de un mes habrán cerrado su metro, dejarán de escribir poemas mamones con las palabras Solitario-Oscuridad-Noche-Lágrimas, y tal vez, incluso, se vuelvan seres humanos con los que se pueda convivir sin desear abofetearlos.

Y no, este no es un ataque a la cultura Emo, Dios me libre de atacar a un contingente tan numeroso. Es un ataque al victimismo de una juventud que reniega del status quo mientras nada alegremente en la mierda que critica. Es como si yo escribiera superación personal o como si Ana Guevara aceptara un cargo como autoridad deportiva. Oh no, ya lo hizo.¡Ana Guevara es una emo!

Nah.

23 marzo 2009

imaginería

Portada del número 10 de La línea del Cosmonauta.



Vista medio aérea y medio jodida de mi cuento.

22 marzo 2009

De esas cosas que dijo Gelman antes de que yo tuviera tiempo de decir.

no es para quedarnos en casa que hacemos una casa
no es para quedarnos en el amor que amamos
y no morimos para morir

19 marzo 2009

Notita.

Fauno, ya está la parte dos. Digo.

Cuando yo era chiquito

Cuando yo era chiquito pensaba que siempre iba a ser pequeño. Fui el último de mis amigos en dar el estirón, hasta el último año de la preparatoria pensé que estaba condenado a ser por siempre el "enano" "tachuela" "chapis" y todos los ingeniosísimos apodos que me ponían en la bola.
Hoy mido un metro con setenta y siete. No soy nada alto ni sobresalgo en las filas, ni jamás jugaré en la NBA, pero bueno, tampoco arrastro los pantalones ni me tiran carrilla de luchador mini.

Cuando yo era chiquito desarrollé la habilidad de hablar diciendo las palabras de adelante hacia atrás a una velocidad impresionante. No sólo palabras, sino enunciados completos, incluso podía leer en voz alta párrafos enteros empezando por la última letra y terminando por la primera, memorizarlos y repetirlos en forma irreprochable.
Hoy me cuesta trabajo hacer que me entiendan en mi propio idioma y hablando en sentido normal. Ni qué decir de cuando me emociono, que atropello las letras, tartamudeo y varío el volumen tantas veces que parezco bocina de toquín de diez varos.

Cuando yo era chiquito era tremendamente crédulo. Estaba seguro que en el patio de mi casa había un árbol que daba monedas en sus raíces, que los renacuajos eran pequeños seres extraterrestres, que el arbusto de la casa abandonada junto a las oficinas del correo daba huevecitos comestibles y que había un ratón con el que se podía hacer un buen trato monetario a cambio de los dientes caídos.
Hoy me cuesta un trabajo enorme creerle a cualquiera, cualquier cosa.

Cuando yo era chiquito, preparaba junto a mi mejor amigo Andrés algunos sandwiches, unas bolsas de papitas, algunos refrescos, tomábamos las bicicletas y pedaleábamos por muchas horas hasta llegar al río donde acampábamos. Hacíamos muchos planes y prometíamos muchas cosas mientras escuchábamos el caudal correr atropelladamente entre las piedras y veíamos el viento meciendo las copas de las ceibas. Yo pensaba que nunca volvería a tener tan buen amigo como aquel.
Hoy sé que tenía razón.

13 marzo 2009

Líneas.

La palabra línea es una palabra que me gusta muchísimo. Sirve para referirse a muchas cosas, como todas las palabras, con la sutil pero importante diferencia de que las cosas a las que se refiere suelen ser cosas útiles para mi oficio y además cosas que contienen un hondo significado en mi vida -entendida mi vida como un lapso de recuerdos e interiorizaciones y no propiamente como la conjunción de lapsos sueño-vigilia que normalmente se interpreta como tal.

"Escribí algunas líneas antes de perder el momentum", es una cómoda acepción de la palabra línea para referir un par o media docena o un centenar de renglones. Por lo general no mido mi producción en líneas, sino en cuartillas, y tengo algunos estándares que difícilmente rompo (y no es que haya decidido estandarizar, sino que mi poco oficio literario tiende irremediablemente a la simetría y nunca he sabido por qué). Así, la mayoría de mis cuentos cortos suelen ser de cinco cuartillas, los medianitos de ocho a diez y los muy largos de catorce. Irremediablemente. Mi novelita tiene diecisiete capítulos y en el formato original de word son todos todos de cinco cuartillas exactas, renglón más, renglón menos.

Existen líneas tan reales y tangibles como la línea de coca que un personaje traza a golpes de licencia para jalarse con un hondo suspiro posterior, o la línea quebradiza que un mechón de cabello traza sobre una espalda blanca y esbelta, y hay líneas imaginarias y virtuales como la que una frase traza dibujando un antes y un después, o los límites que uno se marca para llegar sólo hasta ahí, no importando las gotitas de lube que se junten en los labios y los calambres que se agolpen ahí en el nudo nervioso del frénulo.

Este mes me publicaron un cuento en La línea del cosmonauta, una revista literaria sonorense (la mejor, la verdad) relativamente nueva, coordinada por un narrador -Josué Barrera, autor de Pasajeros y Conducta amorosa- y un poeta -Manuel Parra, figurín local-. El diseño de este mes quedó fantástico, publican, además de este servidor: Imanol Caneyada -dos veces ganador del ELS y una vez del Nacional de narrativa Gerardo Cornejo-, Sergio Valenzuela -varias veces ganador del ELS y publicado en España-, entre otros varios. El tiraje fue de setecientos ejemplares y anda rolando por ahí, en cafés y librerías. Si la ven, cómprenla -cuesta sólo $35- y vengan corriendo a decirme qué les pareció mi cuento.

Tengan un fantabuloso fin de semana.

08 marzo 2009

Un día después del sábado.

Desde que mis horarios y jornales de trabajo tomaron su forma actual, han comenzado a gustarme mucho los domingos.

Antes, con otras rutinas y otros hábitos, el domingo me resultaba tremendamente largo, extrañamente soso, un tanto gris. Despertar antes de las diez eran malas noticias, porque significaba tener por delante catorce o más horas de un tedio sin fin. Rara vez sucedía algo entretenido en aquellos domingos. De pronto a padre se le ocurría ir a Álamos y hacer parrillada en el arroyo, o a madre se le antojaba ir a comer y de tiendas a Cd. Obregón.

En las postrimerías de la adolescencia, el futbol se volvió un paliativo temporal, uno o dos partidos en el día me restaban cuatro horas de monotonía dominical, y la hora que ocupada en preparar cerros de botanas se le sumaba para dar cinco. Las otras nueve tenía que repartirlas entre bañarme, ver alguna película, visitar a mi abuelita, a veces la obligada asistencia a misa. Nada resultaba, el domingo de todas maneras me reservaba algunas horas de un ocio forzado e insípido que me fue formando una predisposición contra el primer día de la semana.

Luego, cuando empecé a trabajar en el medio restaurantero, los domingos se volvieron un día algo mejor. Tradicionalmente, las familias comen fuera este día, y eso significaba buena clientela y buenas ganancias, además de un día ajetreado que me enviaba rendido a la cama al anochecer. Cuando me quedaba el tiempo libre, ir a festejar una buena semana en un café, el cine, caminatas por catedral.

Ahora el domingo es sin duda un buen día. Despierto siempre tarde, con toneladas de cansancio acumuladas en seis días, desayuno lo más rico posible, me aviento un buen partido de futbol (hoy, por ejemplo, fue un Necaxa-Toluca), leo el periódico, ordeno un poco mi departamento mientras pienso en el plan para la tarde y noche. A veces alguien me evita pensar y me llama para invitarme a beber algo al son de una buena charla, o el cine se pone amable y estrena algo bueno en la semana (cada vez menos usual, esto último) y por la noche me voy al café de siempre y escribo algo.

Hoy planeo pasarlo bien con mis colegas. Estaremos en el Beer Garden, viendo los jugosos cortes de carne asándose con el calor del carbón encendido, paladeando unas cervezas oscuras de Alemania y seguramente que platicando y riendo hasta que duelan los maxilares. El día está nublado y se siente un poco torpe, pero seguro que entre todos le podremos encontrar la cuadratura a un día cada vez más circular.

Un abrazo a todos.

05 marzo 2009

Breve aviso

Amable gente que lee las cotidianas diatribas de esta bitácora: El encargado de sus publicaciones tiene el placer de informarles que a partir del próximo lunes, la frecuencia de publicación volverá a ser a razón aproximada de un post diario.

Diversas razones han mediado para que en el trimestre pasado el flujo haya bajado considerablemente, lo que se ha visto reflejado en una pobre producción que puede notarse en la barra de archivo, aquí a la izquierda de estas líneas, por lo que el staff de Monitor promete ponerse las pilas y volver a chambearle como debe ser.

Sin más por el momento, les dejo un abrazo y un saludo a los queridos lectores.

Por cierto, el domingo es la fiesta de atrasadísima posada de The London Pub, habrá mucho de todo. Están cordialmente invitados.