30 agosto 2008

Dibujar un círculo.

Ella le puso nombre a mi computadora, me horneó las primeras galletas que alguien alguna vez hizo sólo para mí, fue la primera mujer que se atrevió a subirse a un escenario y frente a un centenar de gentes decir que me amaba y cantarme una canción -cantaba horrible, cómo lo recuerdo-; dejó la vida privilegiada que tenía -con sus coches, sus casas y sus vacaciones anuales en Europa- por irse conmigo a recorrer la península sin más lujos que el de poder besarnos en todos lados y a todas horas, me besó por primera vez durante la peor de nuestras peleas, me hizo poner tan celoso como para enojarme con ella y hacerle un tango por hablar con un tipo durante varios minutos en un bar, se desveló conmigo muchas noches hasta las 4 o 5 a.m. en uno de esos cafés de 24 horas sólo porque mi horario era nocturno pero al terminar tenía ganas de verla, me hizo aprender a verme al espejo al vestirme y a no ponerme el talco de los pies como niño chiquito, me hizo subir 7 kilos en 4 meses alimentándome con pura comida sana, me ayudó a comprobar mi fetiche por los fetiches, me puso los primeros apodos originales y cariñosos al mismo tiempo, me hizo recuperar la fe en mi propia capacidad de enamorarme.

Luego me dejó y me sumió en la más profunda de las depresiones que he tenido hasta el día de hoy.

¿Qué vale más?

Que me maten si lo sé. Aún hoy, con el tiempo que ha pasado y las cosas maravillosas y terribles que me dejó el haberla tenido a mi lado, no sé si hubiera preferido que jamás se cruzara en mi vida, que jamás hubiera llegado a enseñarme el sinfín de posibilidades cuya existencia yo simplemente había dejado de concebir.

Siempre he dicho que mi vejez la imagino en una cabaña aislada a la orilla de un lago límpido y azul, sentado en un mecedor de bejuco con una escopeta remington en el regazo y las obras completas de mis autores favoritos en los libreros del interior, unos días pensando argumentos para mis propias obras y otros caminando con mis perros por entre los altos pinos de la propiedad. Ella me hizo considerar una vejez distinta, rodeado de hijos y nietos en fiestas ruidosas y elegantes, todos bien vestidos y con modales envidiables. Me hizo confiar en los estereotipos que toda la vida he deleznado y luego reforzó cada uno de esos estereotipos cuando me di cuenta de que me dejaba por las mismas razones por las que se había fijado en mí. Por ser de mundos distintos. Por que yo no quería que ella fuera para mí lo que ella quería ser. Por esto y aquello.

Y aún ahora, cuando el dolor por fin se ha ido y puedo invocar su recuerdo sin que me duela muchísimo el pecho y puedo considerarla libre de nostalgias y rencores y puedo verla exactamente como fue, me doy cuenta de que la quise tanto que la hubiera dejado partirme la vida en todos los pedazos que ella hubiera querido si eso significaba verla feliz y la odié tanto que pude haberla matado con mis propias manos si eso significaba no volver a verla nunca. Pero no la quise a tiempo, ni la odié a tiempo. Así es como suelen pasarme las cosas. Siempre un poco tarde.

Y de repente llegas tú, y vienes con toda esa presencia demoledora y arrastras todo este lastre, el óxido de mis malas memorias, el dolor que me quedaba vivo y encarnado como una infección y me miras a los ojos y me dices que has empezado a quererme a pesar de todo y decides que está bien si yo te quiero y no huyes ante la vista de mis enormes defectos y me abrazas tan despacio y con tanta ternura que me haces pensar que todo, absolutamente todo lo malo que ha pasado no ha sido sino el preámbulo, el pago por adelantado, de toda la felicidad que encierran esas breves horas que paso contigo.

Y a mi me duele, ¿sabes? me duele mucho que a pesar de que tú me quieras tanto como crees y yo te haya empezado a amar tan pronto, todos los días me levanto y pienso que será el último día de tenerte, que hoy sí tendré el valor de pedirte que te alejes de mí, que hoy sí te haré el favor de salvarte de la persona tan dañina que puedo ser, que hoy sí te diré que este NO es para siempre, que te quiero tanto, que estoy tan emocionado con la mujer que eres que simple y sencillamente dejaré que encuentres a alguien que pueda quererte sin cicatrices.

Pero quién chingados soy yo para decidir por ti. Si ni siquiera tomo bien mis propias decisiones.

29 agosto 2008

Si hoy me preguntaran si prefiero Amor sin Sexo o Sexo sin Amor, respondería:

Pero ya saben, yo leí Pixie en los Suburbios cuando aún era muy joven.

27 agosto 2008

Si hoy me preguntaran cómo me siento a una hora de haber terminado mi cuentario, respondería:


Pero claro, todo el mundo sabe que yo soy mucho mejor para las trompadas.

26 agosto 2008

Si hoy me preguntaran cómo fue mi relación con mi ex, respondería:


Pero ya saben, yo soy fan de los Simpson y muy pocos entienden nuestros chistes.

25 agosto 2008

Si hoy me preguntaran por qué me gustan las mujeres con el cabello corto, respondería:

Pero ya saben, soy un voluble y a lo mejor si me preguntan mañana respondo diferente.

Pot & Pastry

Anoche probé, por primera vez en mi vida, un funny brownie. Estuvo muy rico. Gastronómicamente, quiero decir, porque en cuanto a manifestaciones apreciables de las consecuencias, la única perceptible fue que se me secó gachamente la boca y me dio un hambre enorme toda la madrugada. ¡Ah! y me dormí bien rápido y bien a gusto.

Dicen que me desperté en la madrugada y puse los episodios de Felix the cat y me estuve riendo y diciendo estupideces muy divertidas (lo cual es raro porque mis estupideces aunque son muchas rara vez son divertidas). Menos mal que tenía a un lado de mi cama la canasta de galletas que Diana me regaló la tarde de ayer y con las que me saqué el hambre muy a gusto (sopéandolas en coca-cola, weird).

Y bueno, siempre me había preguntado cómo sería andando pacheco. Y pues es una duda menos para mi vida: Me pongo gracioso y buena vibra. Bien dicen que siempre sacas el lado oculto.

Además es muy buenaonda haberme puesto pacheco sin violar mi política de no drogas (¡hey! los condimentos de repostería dudosamente cuentan como drogas, ¿o sí?) y haber despertado sin ningún tipo de resaca o arrepentimiento.

Mi nombre es Monitor, y soy un adicto a los postres. Clap clap clap.

22 agosto 2008

Melomanía y otros deslices que no padezco.

Ayer, cavilando sobre distintas cuestiones mientras preparaba un arsenal de martinis de chocolate, tomé sin darme cuenta por la difícil ruta de las buenas ideas que no escribí a tiempo y que se volvieron, como la leche que se deja sin refrigerar o los planes económicos neoliberales, en cosas que fueron buenas y ya no sirven para nada.

Entre muchas otras cosas, sobresale el hecho de que nunca, en los cuatro años de existencia de esta bitácora que ahora ustedes leen, me he tomado el tiempo para hablar sobre música. Supongo que podría aducir varias razones, especialmente la mayor y más profunda de que no me interesa imponerle a nadie mis eclécticos gustos musicales, ni me interesa tampoco iniciar la discusión que ya he visto en demasiadas páginas electrónicas sobre si un género es mejor que otro o si uno es basura y otro digno de seres divinos o si blarablá.

Pues bien, resulta que ayer, habiendo terminado los martinis y empezado a fabricar media docena de margaritas -las mejores que han probado sus lenguas- llegó a mi mente aquella somera discusión entre dos buenos amigos sobre lo pusilánime que es el lirismo de los géneros "populares" y el añejo conformismo de aquellos que escriben sus piezas. En concreto: Jamás metería las manos al fuego por una composición musical que basa su fuerza poética en esta estrofa

Caminaba un día por la playa
cuando de pronto
me enamoré.

O qué les parece una maravilla de aliteraciones y fuerte metaforización como:

Uno, dos y tres

¡Tamarindo!

Sin embargo, y para regocijo de mis mejores tiempos, puedo rescatar para ustedes pequeñas cápsulas de idolatría que tampoco pasan de ser viles remiendos linguísticos hechos para acompañar a un beat visceral que, en resumen, le haga a uno experimentar el impulso irrefrenable de entregarse al baile. Verbigracia:

Sacúdelo, nena
Tuércete y grita,
sacude, sacude, sacúdelo, nena

¿Daddy Yankee? ¿Don Omar? ¿Nigga? No, queridos lectores míos, intenten John Lennon, Paul McCartney, Ringo Starr o George Harrison, conocidos juntos como The Beatles. Pero bueno, los cuatro copetudos no están solos en esto, continúo.

Viólame
viólame, amiga
viólame
viólame otra vez

¿Alejandra Guzmán? ¿Lupita D'Alessio? Nope. Kurt Cobain & Co. Los Nirvanos, en sus años mozos, antes de que a Kurt le interesara el sabor de las balas de escopeta.

Es una discusión estéril la de establecer si es naco escuchar banda o si es poser escuchar canciones que ni siquiera sabemos lo que dicen -no se me olvida el hit que fue Tu m'as promis- si al final el punto de la música es que cumpla con un cometido cierto en el momento que se le escucha. Un buen Bach cuando se trata de digerir un libro denso, un sabroso Coldplay cuando se clavan cuadros en una habitación recién pintada, un cachondo Barry White cuando se le hace el amor a esa mujer que realmente hace el amor, y ¿por qué rayos no? un tamborazo de la banda el Recodo en una noche de tequilas con esa bella mujer bien agarrada por la cintura.

Hay tiempo para mucho, que no para todo. Yo no me cansaré de exigir de regreso los 4 minutos de mi tiempo que significó escuchar completo la bazofia de Chacarrón tratando de dilucidar si había palabras en algún idioma, o las catorce veces que escuché forzadamente Aserejé por la imposición maléfica del dj de algún bar, ni las muchas veces que me he tenido que chutar la discografía completa de Valentín Elizalde por vivir a tres casas de un taller mecánico cuyo dueño suele ponerse sentimental las madrugadas de domingo.

Pero mientras Voltaire siga vigente, yo seré un empecinado portador de mi reproductor portátil, los audífonos más potentes que tenga a la mano y una buena dotación de burbujas individuales en donde pueda trasladarme del punto A al punto B sin tener que hacer gárgaras de bilis ante los devaneos musicales del prójimo. Dios bendiga al proceso de individualización del ser humano.

20 agosto 2008

Hoy no hay post.

Oh, no, esperen.

19 agosto 2008

De mendicantes, pedigüeños y otros seres necesitados.

Uno de los eventos definitivos en la biografía del Yo narrador que les cuenta esto es sin duda la primera mudanza en solitario de la que fui autor intelectual y víctima principal al mismo tiempo.

Habiendo nacido y crecido en ciudades muy pequeñas -siempre en el valle del mayo-, el arribo a la capital -también pequeña, pero vaya, enorme en comparación- significó el repentino conocimiento de muchas cosas, deseables e indeseables, para un pueblerino que, si bien traía un bagaje cultural muy aceptable, carecía por completo de un bagaje vivencial que le permitiera descifrar los eventos repentinamente cotidianos.

Una de esas cosas, quizá la que mejor recuerdo, fue el aumento drástico de la población mendicante al alcance de la vista. En la ciudad de mis años idos, el viejo Sauce, tenemos algo así como cinco vagabundos; todos ellos tan identificados con la sociedad a la que pertenecen, tan conocidos por los diarios transeúntes, tan relacionados y bienamados por aquellos que de vez en cuando les invitan un taco o una cerveza, que más que vagos o mendigos son símbolos del lugar en la misma medida que la fuente de la avenida principal, el quiosco de la plaza o la tumba del general. Sus apodos son del dominio público y todo el mundo les saluda cuando se los encuentra al amanecer, todavía alcoholizados y saliendo de las fondas taciturnas del mercado público, donde uno se ha zampado la orden grande de menudo con su cilantrito y su cebollita morada picada bien finita o el caldo de cabeza con tortillas de maíz hechas a mano y calentadas en el fogón.

No tienen más que pasear por las calles y tocar alguna puerta para que se les sirva un plato de comida caliente, se les brinde abrigo y conversación, se les pague la siguiente dosis de licor, se les quiera un poquito, lo poquito que necesitan para no morirse de soledad.

Quizá por eso fue que, llegar a Hermosillo, transitar sus calles y encontrarse en cada crucero con un tragafuegos, tres limpiaparabrisas, una mestiza con al menos dos niños pequeños, todos ellos estirando la mano hacia ti, casi exigiendo unas monedas, fue, por decir lo menos, descorazonador. Lo fue mucho más recorrer las calles del centro, siempre con la mochila al hombro, y encontrarse en puertas y bocacalles a los muchos mutilados a los que la polio, la gangrena, una puñalada trapera o, en el mejor de los casos, la genética, había privado de brazos o piernas o cualesquier otro pedazo de cuerpo, de esos que uno no aprecia al cien por ciento hasta que los necesita de verdad. Y todos estiraban la mano, si la tenían, o los ojos lánguidos y la voz apagada, pidiendo sus propias monedas, su caridad pa'l taco, su cambiecito pa'l alcohol, lo que sea su voluntá.

Lo confieso: pecaba de ingenuo. Por pláticas postreras con mi madre me he enterado que de niño no fueron pocas las ocasiones en las que lloré lo necesario para que ella se desprendiera de unas monedas para la viejecita que pedía dinero para el medicamento de una nieta inexistente. Que regalara la comida que nos hacía falta a nosotros para el borrachín que tocaba a la puerta y me decía con los ojos nublados que tenía cuatro días sin comer. Que, en fin, hiciera ella lo que no podía hacer yo con mis cuatro años y ninguna moneda. Ella tenía qué hacerlo, porque de lo contrario le rompía el corazón a su nene favorito y además contradecía todas las oraciones y plegarias que el sacerdote y mi maestra de catecismo se esforzaban en hacerme tragar como jarabe cada sábado y domingo.

Entonces, mis primeros meses en Hermosillo, salía a la calle con los bolsillos repletos de morralla, y literalmente, caminaba como un príncipe Persa, repartiéndolas en cada esquina, deséandole un buen día a cada mendicante, a cada señora con sus bebés empaquetados en la espalda, a cada mengano con una historia medianamente creíble para necesitar de un poco de dinero para resolver sus problemas. Al final, como muchos, terminé por entender que el 90% de los personajes de la trama eran sólo eso: personajes. Mis monedas se habían estado malgastando en thinner, chemo, aguardiente y vivales proxenetas que se dan la gran vida trasquilando crédulos.

Con eso en mente, mi respuesta se volvió más refinada. Si estaba en un puesto de tacos y se me acercaba un escuinclito a pedir lana, le decía: mejor te sientas y te tragas los que te dé la gana, yo los pago. De cien casos, creo que dos me los aceptaron (y se tragaron como 20 tacos cada uno, pero no importa, valió la pena el triunfo) y los demás me dijeron que no, que mejor el dinero y yo les dije que no, que mejor se fueran mucho a la chingada. Si me pedían para medicamentos me los llevaba a la farmacia más cercana a surtir la receta y en ningún caso fue cierto. Si me pedían para un pasaje de vuelta a cualquier punto geográfico les ofrecía llevarlos a la central y pagarles lo que les faltaba sólo por el gusto de verlos subirse en el camión. Nadie aceptó. Nunca.

Tan desilusionante es esta realidad para alguien que creció con una imagen idealizada del mendigo del pueblo, ese viejecito amable y siempre ebrio que soltaba las groserías más arrabaleras que recuerdo y hacía reír a todos con las ocurrencias de su propia desgracia, o aquel loquito manso que bailaba en las banquetas al sonido del carrito de las nieves, que tuve que reformar mi política nuevamente. Ahora la decisión de dar o no dar unas monedas al pedigüeño no depende de lo trágico de su historia, ni siquiera de su capacidad histriónica, sino única y específicamente de la sinceridad. Verbigracia: Si un tipo llega conmigo y me dice "compita, hágame el paro con unas monedas porque ando bien crudo y la quiero seguir", lo más probable es que le patrocine gustosamente una caguama bien helada en la cantina de su preferencia.

En resumen, creo que el oficio de vagabundo, limosnero, pedigüeño y otros derivados y similares no se toma con la seriedad y el profesionalismo que se requiere. Por lo tanto, el oficio de generoso también ha de perder vigencia, por lo menos de mi parte.

18 agosto 2008

Pata de perro, capítulo Guadalajara.

Amanece. Son las 6:45 de la mañana y de pronto soy consciente de que si estuviese en mi ciudad, serían apenas las 4:45. Muy probablemente me estaría disponiendo apenas a dormir, a posar la cabeza en la almohada y desear que en el episodio onírico subsecuente, el escenario fuera la ciudad en la que efectivamente estoy: Guadalajara, Jalisco.

No me dispongo a dormir. Ya lo he hecho; hace unos minutos sonó el despertador, abrí los ojos y vi las aspas metálicas de un ventilador de techo girando activamente con un monótono clac clac sobre mi cuerpo. Mi mente tarda un par de segundos en ubicar geográfica y temporalmente el punto en que ella y su envoltura se encuentran: La habitación 202 de un hotel barato de Hidalgo y Bárcenas, en el mero corazón de la Perla. La cama es espaciosa y cómoda, dos burós la limitan a los lados, frente a ella un peinador con una luna grande y rectangular en la que aprecio la aluminada superficie del espejo reflejando mi cuerpo casi inerte. Sólo la sutil elevación de mi pecho al ritmo en que respiro da señales de vida. Eso y el ventilador, que sigue girando y retocando su clac clac en una monotonía que invita a continuar el sueño.

No es tiempo de dormir. Guadalajara ya respira ahí fuera, tras la enorme puerta de madera que me resguarda de miradas ajenas la costumbre nada noble de dormir en calzoncillos. Salto de la cama con una energía y una presencia de ánimos que rara vez son míos a esta hora de la mañana. El agua fría que cae sobre mi cuerpo reanima los músculos doloridos, resarce la vitalidad de las células y acelera en varios terabytes la velocidad con la que mi mente procesa los datos más recientes. El olor del champú arranca mi sistema olfatorio, se junta con el del jabón y con mi propio aroma, creando una mescolanza enteramente agradable. Las manos con las que realizo la diaria rutina de limpieza se sienten como ajenas, como si fuera tocado por otras manos y no las mías. No tengo prisa hoy, ni siquiera por la ansiedad que late en mis sienes, impulsándome a arrojarme a las calles y caminar por la ciudad, a contemplar los rostros, oler los humores, saborear los guisos, a vivirla.

Termino mis abluciones y me visto de la manera más cómoda posible -los converse de batalla omnipresentes- preparándome para la larga caminata. Cuando por fin dejo la habitación son las 7:15 a.m. y empieza a amanecer un día color índigo. En Hermosillo a esta hora ya habría un sol naranja, un calor de quizá 38 grados, calles repletas de autos, sobre todo en el centro de la ciudad y supongo, un malhumor radiante en mi entrecejo. Reviso: estoy a 22 grados, el sol aún no domina el firmamento y la luz, entorpecida por las nubes entretejidas, es de un azul terriblemente pálido. Tomo el andador Pedro Moreno y camino sin prisa. Green Day toca en el reproductor, Billy Joe canta I'm one of those melodramathic bulls y yo me pregunto mientras ellos le pegan el porqué es el oído el único de los sentidos que no le estoy dedicando de lleno a Guadalajara. Retiro los audífonos. Los vuelvo a colocar. Fuera de la burbuja no hay más que claxones desenfrenados, rugidos mecánicos, pregones de merolicos, canciones de moda anunciando ofertas que nunca estuvieron de moda. El oído no es para la ciudad. Mejor Billy Joe Armstrong versificando suburbeces.

Me detengo en la Calzada Independencia y recuerdo cuántas veces he cruzado este puente que divide al centro histórico del centro histérico: Del otro lado de estos escalones, como en los arcoiris, está la olla de historias que representa el mercado de San Juan de Dios. Cuando vivía aquí venía por lo menos un día de la semana. A veces por películas que entretuvieran mis muchas horas muertas, a veces por ropas que sustituyeran a las que iban acumulándose en el cesto de la que nunca lavé, a veces por dulces y mangos y helados de tantos sabores que no he vuelto a encontrar en ningún lado y cuyos matices se me quedaron para siempre en la memoria y años después siguen siendo los mismos, siguen regresándome el frío y el calor y las nostalgias de aquellos días en los que los probé por primera vez. Cruzo el puente ignorando con un silencio glacial a los promotores que me ofrecen volantes y mercancías bara-baras, refugiado en la excusa de Minority que amenaza mis tímpanos y me deja abstraerme de las voces zalameras que ofrecen las diez baterías por diez pesos y los cuatro rastrillos gillete por nada más quince varitos y la práctica pluma que además le contiene una linterna con una potencia de 25 vatios y que yo tengo órdenes de ponerla al alcance de su bolsillo por la módica suma por la ridícula cantidad por la irrisoria erogación de nada más cinco pesitos.

Cuando entro a San Juan apenas van a dar las 8 de la mañana y de pronto soy consciente de que nunca he venido tan temprano al enorme bodegón de tres niveles donde se oferta todo lo humanamente imaginable. Lo soy todavía más cuando atravieso el primer pasillo y me impacta la vista de un túnel horizontal de cien metros de cortinas de acero color rojo cerradas y aseguradas con grandes candados dorados. La imagen, por su simetría, es hermosa. Camino a pasos lentos, imaginando una escena casi perfecta para el cortometraje que tenemos seis meses planeando y cuando llego a la primera encrucijada de la trama, llego a la primera encrucijada de pasillos y volteo a izquierda y derecha sólo para encontrarme con otros dos pasillos iguales al que recorro. Un escalofrío me delata: estoy sufriendo la fobia del laberinto. Recuerdo aquella ocasión en la infancia en que estuve perdido por unos minutos en una casa de los espejos y en la que encontré la salida por un golpe de suerte pero juré no volver a entrar mientras me quedaran fuerzas para evitarlo. No sucede lo mismo; he recorrido San Juan tantas veces que podría salir de él o encontrar un puesto en particular con los ojos vendados, guiándome sólo por los olores y los ruidos.

Alrededor del patio central encuentro los únicos puestos abiertos: Dulces típicos, fruta, a lo lejos las grandes lonjas de carne recién fileteada, más allá los aromas de los guisos de las fondas nocturnas. Compro pequeñas cosas aquí y allá para llevarlas de recuerdo a mis amigos de Sonora, converso como siempre con la gente de los puestos, les invento historias y dejo que ellos inventen otras para mí. En cierta forma pago más por las historias de ida y vuelta que por las mercancías que al final ni siquiera he de quedarme.

A las nueve de la mañana, mientras los comerciantes trasnochados empiezan a subir sus cortinas, acomodar las mercancías en los mostradores, poner las canciones con las que se animarán la jornada, inician sus diálogos de todos los días con una frescura y una improvisación que hace pensar que es la primera vez que los sostienen, pero en realidad es el jazz de lo cotidiano, las pequeñas notas de felicidad en la vida que uno adopta y a la que sólo de vez en cuando se le agrega un solo de saxofón que quizá arranque una risa al amigo del puesto de junto, a la señora que vende borrachitos o al talabartero retirado que ahora ofrece sus huaraches labrados al son que le toquen. Yo empiezo la retirada, un poco triste de que todo esto -este mundo que aprendí a hacer mío en los días que lo habité- siga quedándose aquí cada vez que me voy. Vuelvo sobre mis pasos -en Pedro Moreno el comercio apenas empieza a respirar el nuevo sol- un tanto dubitativo, considerando y desechando ideas sueltas para un cuento tristealegre.

Camino hasta el café de Alcalde, cruzo la puerta, elijo una mesa junto al ventanal, para seguir viendo la vida mientras recupero un poco la mía con el olor del americano, los muchos platos de fruta que viajan hacia las mesas, la voz musical de la mesonera que ofrece el menú y más cafecito y los arpegios sutiles del sonido ambiental. Tomo estas notas sueltas en mi libreta de apuntes y luego levanto la vista y la veo entrar a ella al café, su hermoso cabello café dorado suelto a ambos lados del rostro, su saco de marinera, los jeans ajustados. La veo caminar por un tiempo, todo el tiempo posible hasta que ella también me ve a mí y me sonríe.

Podría acostumbrarme. Sin duda, podría acostumbrarme.

17 agosto 2008

Variaciones sobre un tema del maestro.

Hace ya algunos años, en los tiempos idos de la facultad de derecho, se conformó alrededor de una banca de concreto una logia de amantes del arte en todas sus presentaciones a la cual tuve la suerte y el gusto de pertenecer. Como lo he dicho ya hasta la monotonía, yo crecí en una ciudad muy pequeña y en una época muy estática de la misma, en la que ni siquiera el intercambio comercial era una vía de consolación para obtener el acceso a las expresiones artísticas más valiosas, contemporáneas o atrasadas. En ese sentido, la biblioteca pública, un recinto de unos veinticinco metros cuadrados con no más de mil volúmenes de literatura universal, era el único oasis posible para un perro sediento de letras como era este que escribe en la infancia y posterior adolescencia.

La logia, que nunca se llamó así, tuvo siempre una conformación mínima de cinco integrantes y nunca mayor de diez. Puedo decir con certeza que las piedras angulares, vaya, los pilares -me pudre esa conceptualización- del grupo fuimos Otto Gómez Esperón-poeta, cinéfilo, amante de la danza y prosista ocasional-, Alejandro de la Rosa -Poeta de inspiración, promotor cultural, descubridor de cine de arte y gurú de los lugares baratos- y un servidor -chaparrito, moreno y de cejas pobladas-. Por cuestiones y azares de la vida, de esos que nunca son azares y rara vez cuestiones, soy el único que sigue tomándose en serio esto de juntar letras y ofrecérselas a los ojos críticos para su consideración.

El caso es que el grupo -en el que por supuesto había quien no practicaba ninguna expresión artística pero las disfrutaba todas o casi todas- solía reunirse los viernes en casa de cualquiera de los miembros para tener unos maratones de cine independiente (y podría decir artístico, pero todo el maldito cine es artístico, por eso el cine es un arte y no me vengan a felar con que Hollywood y la basura y la mamá de supermán porque no es lugar ni momento). Y fue en uno de esos viernes (viernes bélicos, se llamaban) en que empezó la tradición de robarnos para siempre frases de las películas que veíamos durante horas y usarlas por todo y para todo en las grandes bacanales, en la juerga campechana y en la mañana automática que generalmente empezaba los lunes.

Es mítico en las cada vez más escasas reuniones de la banda, que Otto de pronto se levantaba, ya sosegado por los humores de varias cervezas y empezara la arenga citando a Oliverio. "Me importa un pito que mi mujer tenga los pechos como magnolias o como pasas de higo", Alejandro/Zinho le siguiera diciendo: "Una piel como de durazno o como papel de lija"; de nuevo Otto: "Un aliento afrodisíaco o un aliento insecticida"; y luego este que ahora se los cuenta: "Soy perfectamente capaz de soportar una nariz que ganaría el primer premio en un concurso de zanahorias". Todos o casi todos reían por la cada vez menos sorpresiva ocurrencia y luego se hacía el breve silencio en el que Otto lanzaba el melancólico remate: "Pero eso sí, y en esto soy irreductible, por ningún motivo y bajo ninguna circunstancia les perdono que no sepan volar. Si no saben volar, pierden el tiempo conmigo".

La cita, por si alguien está perdido, es de "El lado oscuro del corazón", cinta de realización argentina, con dirección de Eliseo Subiela (Hombre mirando al sudeste, su obra más premiada) y en la que seguimos a Oliverio (magistralmente encarnado por Darío Grandinetti) en una cruzada contra la normalidad y el estereotipo cotidiano del amor, buscando por toda la ciudad y por la vida a una mujer que lo haga volar cuando hace el amor. El guión -que cuenta con una infinidad de citas de Oliverio Girondo y Mario Benedetti (que también tiene un cameo en la película)- nos lleva de una forma tranquila y reposada, a veces incluso divertida, a recorrer la gama de clichés que las relaciones de pareja se ven obligadas a enfrentar por convencionalismos sociales, por simple acondicionamiento, por tantas y tantas razones siempre insuficientes. La muerte, interpretada por Nacha Guevara, es la fiel perseguidora de Oliverio, charla con él en bares y cafés, lo seduce y le recuerda siempre que si no aprende pronto a volar será ella quien lo espere por las noches en su cuarto. Al final, y como era de esperarse, Oliverio encuentra a su maestra de vuelo escondida bajo la piel de una prostituta (Ana) que lo lleva a volar desde su cama por sobre techos y azoteas.

Yo vi la película por primera vez en mi departamento, auspiciada por Zinho, como siempre, y un par de años después, de nuevo gracias al mecenazgo del señor De la Rosa, me llegó a las manos la segunda parte, la cuál, si bien no aspira a la intensidad emocional de la precuela, sí supera con creces los alcances líricos de la misma.

Y bueno, después de este largo, larguísimo prefacio, entramos en materia: La gravedad horizontal.

La muerte acosa a Oliverio, baila tangos con él, le habla al oído. "Ya no seré yo quien te persiga- le dice- ahora será él". Un motociclista con casco velado: El tiempo. Así nace de la mente de Oliverio la obsesión por la gravedad horizontal. La gravedad vertical, la que todos conocemos, es la fuerza con la que nos jala el planeta -una aceleración de 9.8m/seg- hacia abajo. La gravedad horizontal es la fuerza con la que nos jala el tiempo hacia adelante -1seg/seg-. El hombre ha inventado todo tipo de artilugios para escapar a la gravedad vertical: aviones, propulsores, naves espaciales. Pero la gravedad horizontal sigue siendo de una eficacia irremediable. Vamos siempre, sin pretenderlo, sin evitarlo, hacia el futuro, hacia la vejez, hacia la muerte.

¿Cómo remediarlo? ¿Cómo burlar la gravedad horizontal? ¿Cómo avanzar en el tiempo sin ser absorbido por él? Esa es la duda que esta vez carcome al poeta, deambulando por las calles de una ciudad nueva, enamorándose de una funambulista que escribe versos en paredes y cortinas, en la piel de sus brazos. No les arruino el final -véanla, yo les prometo que les gusta- pero es maravilloso. La respuesta es de una simplicidad tan sublime, de una lógica tan a prueba de fallos que ni siquiera te permite opinar; sólo sonríes y dices: ¡claro!

Dicen que todos los que escribimos, pintan, tocan, esculpen, fotografían o de cualquier manera construímos, somos las personas con el mayor miedo de la muerte. Nuestro impulso creativo no es más que el miedo de morir y ser olvidados, dejados atrás, nada más que un recuerdo en pocas o muchas memorias que también terminarán por extinguirse. La búsqueda por la trascendencia es nuestro único brebaje contra el miedo. Morir para ser recordados, seguir en cierta forma vivos, presentes, quizá incluso queridos. Sólo nos quedamos con aquello que damos, dicen, y lo poco que podemos dar es esto, este puñado de palabras, este mosaico de imágenes al óleo, esa catarata de notas musicales.

¿En cuanto al tiempo? Les contaré: Hace tres días perdí un vuelo. Llegué cuatro minutos tarde al aeropuerto y ya no me dejaron abordar. Hice las averiguaciones pertinentes y resultó que el siguiente vuelo factible era hasta el día siguiente. En teoría, suena a que perdí más que un vuelo, perdí veinticuatro horas en una ciudad mientras debía estar en otra poniendo orden en el trabajo, avanzándole a la rutina, siendo otra vez el de siempre. En teoría. En realidad, jamás gané tanto al perder algo. A veces la felicidad te juega esta clase de bromas, a veces el tiempo es cómplice de las travesuras que hace Dios para recordarte cuánto le importas.

Tengo la felicidad en una cajita de metal, partida en muchos pedacitos de papel. Tengo la felicidad en forma de una fotografía en el anverso de mis párpados que veo cada vez que cierro los ojos. ¿Perder el tiempo? No, amigos míos, eso nunca.

16 agosto 2008

De cómo no morí por cuarta vez.

Alguna vez relaté aquí mismo -en forma de cuento breve- las tres ocasiones en que la muerte, esa ósea burócrata de las oficinas de lo eterno, me ha enviado citatorios que la vida, esa rebelde sin inhibiciones, me ha evitado cumplir. Pues bien, hace casi una semana recibí el cuarto y esta vez, por ser yo mayor y un poco más consciente, creo que ha sido la impresión más profunda hasta el sol de hoy.

Nadaba en Manzanillo, el día era de nubes, cielo gris, vientos encontrados. El oleaje ligeramente embravecido derivando en corrientes bastante más fuertes que las del mar tranquilo y manso de mi infancia. Con el nivel del agua por los hombros, me entretenía en capotear las olas de cuarenta a sesenta centímetros que reventaban a escasos metros de mí y de vez en cuando en bromear con los muchachos sobre anécdotas viejas y nuevas. Recuerdo con certidumbre que cerca de mí nadaban Lala, Toño y Jesús -tres tapatíos muy recientemente conocidos- y que justo por esos momentos yo pensaba que aquello se parecía mucho a la dicha. Entonces ocurrió. Una ola apenas más grande -sería de quizá ochenta centímetros, me sumergió totalmente y el jalón intenso de la marea de reflujo me llevó casi un metro más allá de donde estaba, hacia el fondo. A juzgar por el declive natural de la arena, no debía haber problema, pues el agua debía darme a -quizá- el mentón, pero Poseidón se sentía bromista y en lugar de pisar normalmente, mis pies se fueron varios centímetros más abajo: era un hoyo que recibió la mitad de mis piernas, dejándome por ahí de medio metro bajo el agua, con muy poco aire en los pulmones.

Mi primer instinto fue saltar, sacar el rostro del agua y jalar oxígeno que me permitiera una reacción más serena. Sin embargo, a pesar de que mi salto en el agua siempre ha sido bastante bueno, apenas y alcancé a estar una fracción de segundo fuera, inhalar casi nada y de vuelta al silencio lapidario del mar. Me asusté. Me asusté todavía más cuando me di cuenta que, lejos de luchar en el mismo lugar, la corriente había empezado a jalarme más hacia dentro. Volví a saltar y esta vez logré aspirar casi la bocanada completa, llevé mi cuerpo a la posición horizontal y comencé a bracear hacia la costa. Toño, a unos cuatro metros de mí, debe haber notado mi rictus de preocupación, porque me gritó: "¿Estás bien?" "Sí"-recuerdo que contesté- "Caí en un hoyo y no tenía aire, pero ya bien". Error. Confiado en mi confianza, Toño empezó su propia salida -la corriente ya era obviamente homicida, todos los bañistas empezaban el abandono de las aguas- y yo seguí nadando con la vista al sol, con la garganta un poco estragada por la sal.

Creo que el verdadero miedo empezó cuando me sumergí por tercera vez, golpeado por una ola grande y pesada, y cuando recuperé la vertical y salté para asomar la cabeza, me di cuenta que los cuatro metros que me separaban de Toño se habían duplicado: La marea me había estado manteniendo en el mismo sitio a pesar de que nadaba con mis pocas fuerzas. En la desesperación de quien se siente de pronto en peligro de morir, me di tiempo de escuchar mi respiración y ahí estaba el chillido del asma: mis pulmones se pasaban al bando contrario. Me sumergí voluntariamente por última vez, me impulsé hacia el frente y nadé con todas mis fuerzas. No tenía ningunas ganas de entregar los converse en esa inmensidad salada y voluntariosa.

Nadé por un par de minutos antes de que se me terminara el impulso del oxígeno. Cuando me detuve a flotar, me di cuenta, esta vez con pánico genuino, que me había alejado un poco más de la orilla. Una ola repentina me empujó hacia el fondo y al salir sólo escuché el lejano grito de Lala: "Ay, no maaa-mes". Giré rápidamente la cabeza para ver la razón: una ola de casi dos metros de alto y unos doscientos kilogramos de fuerza reventó sobre mi cuerpo y me envió definitivamente al fondo, ya sin aire ni fuerzas para pelear.

Había llegado a Manzanillo menos de 24 horas antes. Había volado dos horas, recorrido cuatro más por carretera, tenido un par de semanas de doble trabajo para dejar todo estable en los escasos días en que mi ausencia podía ser un problema, había administrado mis finanzas de la mejor manera posible para que los imprevistos no lo fueran, había dormido mal y comido peor. Y de pronto me golpeó la idea de haber hecho todo eso como los preparativos finales de mi muerte.

¿En qué se piensa cuando uno es consciente de que va a morir en cuestión de minutos? No sé decirlo con certeza. En mi caso, el único del que puedo hablar fehacientemente, sentí una especie de aceptación, rabia, una tristeza infinita y varias ideas sueltas que supongo, fueron al mismo tiempo el impulso final. Pensé al mismo tiempo en la sonrisa de mi pequeño enano cuando tenía un par de meses de nacido, pensé en los labios de ella -los labios que creía haber conocido pero en realidad aún no termino de conocer- pensé en una plenitud literaria que aún no llega y que, de haber muerto entonces, no habría llegado nunca, y pensé que había valido la pena ir a morir a ese mar y a ese minuto, si era el precio por vivir tanto amor y tanta vida y tantos sueños.

Luego no pensé más, porque la inconsciencia empezó a abrazarme y a contarme maravillas de las blancas praderas de la muerte, donde el descanso se prolonga hasta más allá de los atardeceres y el horizonte sigue difuminándose aunque uno se acerque y se acerque y se acerque.

Yo no pude acercarme más, porque justo entonces sentí una fuerza ciclópea arrojándome por las piernas hacia el frente, sentí mi cabeza salir del agua, mi cuerpo jaló aire por puro instinto, abrí los ojos y vi venir otra gran ola. La monté y con unas fuerzas que no sé de dónde salieron, nadé sobre ella por algunos metros. Cuando esa repentina energía terminó, me di cuenta que ya podía pisar la arena y mantener mi cabeza fuera del agua. La marea, aunque seguía siendo muy fuerte, ya no me arrastraba hacia adentro, sino sólo entorpecía mucho mi salida. Sentía que había hecho gárgaras con hojas de afeitar, me temblaba todo el cuerpo por el miedo y cada uno de los músculos del cuerpo me punzaba. Pero estaba vivo.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en la arena mirando al cielo y pensando en lo maravilloso que es Dios cuando decide hablarte directamente.

Me contaron que Jesús -que fue quién me dio el empujón submarino que a la postre me salvó la vida- tuvo que nadar varios metros para llegar hasta mí y que incluso él -que es uno de los nadadores más diestros y veloces que he tenido oportunidad de ver, tuvo dificultades serias para salir del punto donde yo estuve a punto de doblar para siempre mi bandera. Vaya desde aquí mi sincero y eterno agradecimiento para él.

Y pues nada, sigo vivo. Sonrío, me entristezco, duermo, despierto, como, y hago las cosas como normalmente las hago. Pero lo acepto, algo es distinto. No sé si sea el descubrirme de pronto otra vez tan frágil, no sé si sea el haber visto de nuevo a las órbitas vacías de la helada Átropos, o si sea el haber descubierto, casi al mismo tiempo, que estoy rabiando de amor desde hace tiempo, pero de pronto la vida es mucho más bella. Y eso, incluso para la vida, es un gran mérito.

03 agosto 2008

Sullivan.

-¿Sullivan? ¿En serio? ¿Sullivan?

Yo era un apocado, pero Sullivan era una sabandija. Un menos que nada, un ninguno. Yo era parte de la otredad, un olvidable. Lo que fuera, siempre y cuando eso no significara alguien como Sullivan. Él bebía café –amargo, humeante- mientras yo daba sorbos esporádicos a una infusión de hierbas. Yo era un animal de hábitos, pero el café, por el solo hecho de ser preferido por Sullivan, se me volvía un brebaje despreciable. Los dos fumábamos, pero no la misma marca de cigarros. Sullivan fumaba unos americanos que costaban bastante más que mis delicados sin filtro, y los fumaba poniéndolos entre el anular y el cordial, inhalando profundo y con un notorio deleite antes de exhalar. Yo encendía un cigarrillo con la brasa de la colilla del anterior, y los liquidaba con prisa, sin ningún disfrute especial. Sólo buscaba el residuo amarillento de la nicotina, todo lo demás me daba igual, incluido el rito estilo western al aventar el humo.

-Sí. Sullivan Pérez.

Yo odiaba el nombre Sullivan. Odiaba el apellido Pérez. Yo hubiera odiado todo lo que oliera o sonara como el mequetrefe de Sullivan, ese eslabón perdido entre el excremento y el ser humano. Mientras la ceniza del cigarro iba acercándose con parsimonia a la yema de mis dedos, yo sólo pensaba en dejarla quemarme. Quería sentir el ardor escociéndome los pulpejos. Yo quería castigarme por estar ahí sentado frente a Sullivan, escuchando sus disertaciones sobre la vida disipada de los políticos locales mientras ostentaba en sus bigotes cobrizos algunas migajas de pan dulce. Pero yo era un cobarde sin resistencia al dolor, así que me castigaba pensando, sólo pensando, en las mil maneras en que podría liquidar a Sullivan sin resultar inculpado.

-¿Los gemelos?

-Pablo, el menor, tiene asma.

Estaba seguro que nadie más lo odiaba. Sullivan era un hombre bueno, probo, trabajador, padre responsable de dos hijas con su primera esposa y un par de gemelitos con la segunda. Había tenido la decencia de no llamar Sullivan a ninguno de sus vástagos y eso también era una prueba de su desprendimiento. Pero a mí me molestaba aquel casi viejo metido en su traje de desgastado casimir, que bebía de su café y hacía un breve gesto de asentimiento al pasar el trago, como aprobando el sabor del líquido. Yo solía beber café en ese lugar, y sabía que era infame, por eso me molestaba todavía más el gesto aprobatorio de Sullivan, mientras yo me resignaba a otro sorbo del despreciable té de quién sabe qué chingados que me había traído la mesera.

-¿Sabes que en Ciudad de México el lugar de las putas es una calle llamada Sullivan?

Yo nunca había ido más allá de la tercera página de la biblia. Detestaba la idea de que se pudiera rastrear mi linaje por generaciones infinitas hasta Adán o, por ejemplo, Moisés. Si desde la infancia me era repelente tener que besar a ancianas decrépitas y olorosas a talcos de alcanfor que mi madre insistía en presentar como mis tías, la sola idea de un billón de ancestros me provocaba arcadas. Ni siquiera sabía el nombre de mi bisabuelo y olvidaba constantemente el de mi bisabuela, aunque la había visitado todos los domingos de la infancia e incluso alguna vez la había besado sin que me ofrecieran dinero a cambio. Creo que estuve cerca de quererla, pero prefirió morirse a permitirlo.

-Por supuesto que lo sé. No sabes cuánta gente piensa en sorprenderme con ese dato. Yo he estado tres veces en la ciudad y alguna vez en Sullivan.

Mi última mujer me había dejado dos meses antes, cuando mis infidelidades se volvieron ofensivas además de excesivamente obvias. Había tenido la dulzura de acomodar muy bien mis cosas en el clóset, ordenar todos mis libros por orden alfabético y lavar y planchar mis mejores camisas. Antes de salir de casa me escribió una carta explicándolo todo y estoy seguro que escribió en ella cosas maravillosas. Lamentablemente no pudo resistir la grosería de prenderle fuego al resto de mis posesiones, así que nunca he de saberlo con certeza. Nunca contraté a una prostituta. Confieso que soy tímido y también que les tengo un respeto gigantesco.

-A mí no me gusta ir al D.F. Demasiada gente, demasiado ruido.

Mi traje era Ermenegildo Zegna. Gris ónice. La corbata –rosa pálido- era Carolina Herrera. Los zapatos Manolo Blahnik, la camisa Christian Dior, el perfume Hugo Boss. Yo llevaba tantos nombres encima que hubiera pasado por la guía telefónica de una ciudad pequeña. Me gastaba la mitad de mis ingresos en vestir bien y la otra mitad en pagar abogados para negarle a mi ex esposa hasta el último centavo. La perra me deja y espera que le pague los tragos a sus conquistas. Preferí hacer rico a un pendenciero que por lo menos no me escamoteaba los elogios. La camisa de Sullivan era de esas blancas de cien pesos, manchada de huevo cerca del bolso y de mostaza en el cuello. Procuraba taparlo con el saco, pero, como en toda su vida, no tenía éxito. Los pantalones tenían el lustre del uso y los zapatos estaban curtidos por el sol y las caminatas. Yo odiaba a Sullivan.

-¿Cuánto dinero?

Yo no creía que fuera cuestión de dinero. A imbéciles como Sullivan no les interesaba tanto la plata como su reputación. Pero el manual decía que había que ofrecer dinero y también decía que si vas a ofrecer dinero, ofreces mucho. Demasiado. Más de lo que puedes pagar. Sullivan quería ser un prócer, un mártir, una bandera de la causa. Y no le importaba comer migajón durante un año ni sacar de la preparatoria católica a su hija menor con tal de conservar impoluta su estatua de último periodista incorruptible del país. Me asqueaba Sullivan, sus remilgos, su decencia casi verosímil.

-Ya sabes que ni siquiera te voy a contestar. La nota sale mañana, sin falta. Primera plana, ocho columnas.

Yo no leía los diarios. Me enteraba de las noticias en el café o en alguno de los bares a los que me invitaba el comité del partido o a los que llevaba a las secretarias de mis colegas. Fingía estar enterado o al menos interesado, porque eso facilitaba mucho el momento de arrancarles las pantaletas. Yo era un romántico empedernido.

-Ningún diario te va a publicar eso, Sullivan.

-El diario es mío. Mañana, en primera plana. Ve pensando en tu contra campaña.

Mi último regalo para Susana, antes de que ella decidiera resolver nuestros problemas con un galón de gasolina y un cerillo, habían sido las obras completas de Dostoievsky. Susana era pintora y tenía tanto talento que dolía verla paseándose conmigo en bazares de caridad y exponiendo en galerías esnob que le pertenecían a amigos de mis jefes. Dolía verla vendiendo óleos en miles de pesos y creyendo que eso era la vida. Dolía verla enamorada de un pelmazo que conseguía mujeres en sus exposiciones y apuntaba teléfonos en la parte de atrás de sus facturas. Yo amaba a Susana, tanto como para obligarla a dejarme para siempre. No quería verla con alguien como yo.

-No habrá contra campaña, Sullivan. Nadie le hace caso a tu periodicucho.

-Esto es grande. Y lleno de mierda. Pasado mañana estará a nivel nacional.

A Susana le gustaba leer a los rusos. Usaba un Martini seco para tragarse dos tabletas de prozac antes de sentarse a leer y a mí me gustaba verla en el mecedor de la terraza, a la pálida luz que permitían las persianas de bambú. Yo leía a Donald Trump y a Sartori, y mezclaba a Maquiavelo con Coelho. Susana leía en ropa interior, con la copa empañada del Martini siempre en la mano. Para pasar la página se colocaba el libro en el regazo y se humedecía el dedo con el trago. Susana era una bestia en la cama y la única razón por la que me soportó durante años fue porque yo era un bastardo egoísta que basaba el placer propio en los decibeles que alcanzaban sus gemidos.

-Podemos ofrecerte otras cosas.

-No quiero nada de ustedes. Tú eras un buen tipo, incluso cuando trabajaste para mí. Lo que te paguen no vale por tu alma.

Yo nunca fui cursi, ni tampoco un buen tipo. Odiaba los gatos y cuando niño me gustaba llenarlos de queroseno y verlos arder; reventaba sapos a pedradas; hacía llorar a los niños gordos y a una niña medio bizca de la que siempre estuve enamorado. Yo era un fanático del sabotaje emocional. Un terrorista de mí mismo. Yo era Al-Qaeda y mi humanidad era Nueva York. Ordené otro té y un poco de miel de abeja. La mesera tenía piernas de esclava negra. Decidí que no me iría del café sin su teléfono.

-Entonces deja las aproximaciones y dime lo que quieres.

-No quiero nada. La nota sale mañana. Sin remedio.

Jamás hubiera podido distinguir a Tolstoi de Dostoievsky, aunque estaba seguro de haber leído a alguno de los dos, pero me gustaba el jazz suave y los ocasionales alegros virtuosos con los que Susana acompañaba la lectura. Me gustaba despertar todavía semi noqueado por el valium y ver la media luz que su lámpara esbelta de lectura proyectaba hacia la habitación y la punta finísima de su pie del cuatro y medio balanceándose en el vano de mi puerta. Me gustaba como se oía el chorrito de vermut cayendo entre los hielos cuando hacía la pausa del cambio de capítulo y aprovechaba para prepararse otro Martini. Me gustaba que fuera tan pretenciosa como para no poder beber café o un sencillo vaso de agua. Yo amaba a Susana, la hubiera apuñalado hasta la muerte con el mejor de mis picahielos si la descubría mirando a otro. Pero ella sólo me miraba a mí. Así de arrogante y de idiota era Susana.

-Reconsidera, Sullivan. No quisiera ver a la jauría refocilando en tus restos putrefactos. No serías el primer periodista que muere por la causa. Ni siquiera el más importante.

-No me voy a dejar amedrentar. Ya sólo los narcos matan periodistas. Y tu jefe no es narco, aunque es lo único que no es.

-¿Y los gemelos? ¿Y Laura?

-Por ellos.

Me quemé la lengua con el té y eso me terminó de amargar el humor. Sullivan había dejado de mirarme y se entretenía mirando sin recato a una pareja que discutía tras el ventanal. El tipo abofeteó de pronto a la mujer –una casi adolescente, maquillada para ocultarlo- antes de jalarla por el brazo y meterla en un Pontiac azul. Vertí miel en la cuchara y comencé a lamerla lentamente para paliar el entumecimiento de la lengua. No sirvió. Sullivan me ofreció uno de sus cigarrillos.

-¿Qué vas a hacer cuando te encuentren? Valles va a ganar, con tu nota o sin ella. Es más, te aseguro que ya hay veinte especialistas dedicándose a utilizar tu nota para engrandecerlo. No te sorprendas si le regalas un par de puntos de ventaja en las encuestas de pasado mañana.

-Si Valles gana yo me voy de esta ciudad de mierda.

La pareja del Pontiac azul había empezado a besarse con frenesí. La mano de él vagaba desde hacía minutos por debajo de la blusa de ella, le apretaba los pechos.

-Espero que no escojas el D.F.

Sullivan no pudo evitar la carcajada. Tosía entre espasmo y espasmo, soltando pequeñas trazas de humo. Yo fumaba el cigarro que me había ofrecido y procuraba guardarme mucho tiempo la exhalación. Era un tabaco rubio y suave, apenas placentero. Sullivan fumaba buenos cigarros. Bebía pésimo café y se vestía en tiendas departamentales. Era un acertijo que yo no tenía tiempo de resolver.

-Yo invito.

-No.

-Es mi dinero, no de ellos. Yo invito.

-Tú no tienes dinero.

-Éste es mío.

Pagué con la tarjeta de crédito. Sullivan estuvo de pie todo el tiempo, fingiendo que leía las portadas en las revistas de política que rodeaban a la cajera. En realidad husmeaba que no pagara con la corporativa.

-Salúdame a Susana.

-Nos divorciamos.

Susana y su padre no se hablaban desde hacía cinco años, cuando ella se casó conmigo. Sullivan era un hombre orgulloso y ella una rebelde compulsiva. Nunca averigüé si se había casado conmigo por que me amaba o porque no podía dejar de desafiarlo. Nunca olvidaré tampoco que tuve que encañonarlo para que dejara de abofetearla. Hubiera dado mi brazo izquierdo porque le diera el último manotazo para jalar el gatillo sin remordimientos, pero Sullivan era un miserable que me negó hasta ese gusto.

-Quemó nuestro departamento. Tu desayuno y tu café se pagaron con el seguro.

No me respondió. Garabateó trazos en una agenda de piel y arrancó la hoja para dármela.

-El número de cuenta del diario. Doscientos cincuenta, ni un peso menos.

Sonreí. El Pontiac azul acababa de dejar la acera y se encaminaba a hacer un alto breve en el semáforo de la esquina. Lo imaginé entrando a cualquier motel de la 51 y luego imaginé al tipo golpeando a la colegiala entre jadeos y aullidos.

-Te llamo mañana en la mañana, pero es un hecho.

Tomó el primer taxi que se detuvo y no volteó a mirarme. Lo vi desaparecer en el mismo semáforo que el Pontiac, encendiendo otro cigarrillo rubio. La mesera de las piernas me miraba a través de la doble hoja de cristal con una sonrisa promisoria. Me dio su número en la misma hojita de papel en la que Sullivan me había anotado los suyos. No le di vueltas al asunto hasta que tuve que buscarla para autorizar el depósito bancario. Era la cuenta de Susana.

Lo encontraron cerca del kilómetro doce, por la 51. Tenía una bolsa de lienzo atada con cordel a la altura del cuello y seis tiros en el pecho. Nadie en la agencia tuvo absolutamente nada qué ver. Llamé a Susana media hora después que me confirmaron la noticia. Yo odiaba a Sullivan, odiaba su decencia casi verosímil; pero amaba a Susana, no hubiera podido pensarla sufriendo a solas. Antes de encontrarla en el bar de siempre me aseguré de tener al día el seguro de mi nuevo apartamento. Tampoco era cosa de volverse loco.

02 agosto 2008

Relaciones de pareja y ferias de pueblo.

El rito del cortejo malentendido es como el tiro de dardos, aquel en el que hay una pared llena de globos y tienes que reventar 3 con 5 proyectiles. Uno lanza sus mejores intentos buscando las áreas sensibles de aquella tras cuya osamenta va y espera reventar algunos y probablemente recibir un lindo patito de felpa al final.

Las relaciones destructivas son como el barco vikingo o el tren lunar: uno sabe que va a terminar mareado, con el estómago hecho nudos y los ojos llorosos, pero es tan encabronadamente divertido que se sube de todos modos.

Las relaciones de mucho tiempo, esas de las que se dice son"por costumbre", son como el carrusel de los caballitos, aburridas, circulares, con muy leves subidas y bajadas, pero quienes están trepados siempre considerarán mejor eso que estar mirando desde abajo cómo se divierten los demás.

Las relaciones por atracción puramente sexual son como el circo de fenómenos, la casa del terror o el laberinto de espejos: Uno sabe muy bien que no va a encontrar nada verdadero ahí, pero sí se va a llevar un par de sustos y buenas sorpresas. Adrenalina mata.

Y el amor verdadero se parece mucho al juego de canicas: No importa cuántas veces lo intentes, cuánto falles o en qué huequitos caigan tus esferas: siempre te quedarás el premio y la sonrisa.