29 julio 2004

Sobre la muerte de Sofía Guerrero

A las tres y quince de la mañana, Sofí­a se secó la última lágrima con la manga y salió de su habitación. Bajó sin una pausa las escaleras de cuello de cisne. Iba descalza para no hacer ruido, pero no ponía cuidado en las pisadas. Se detuvo frente a la cava del doctor Guerrero. Estaba cerrada con llave. La desprendió del gancho alto de la cocina y regresó. Dentro, los destellos verdes y sanguí­neos de los vinos aguardaban. Sofí­a retiró el primer cajoncito del mueble y removió en el interior hasta encontrar, agudo y plateado, el corta sellos que su padre utilizaba para abrir las botellas.
Volvió a subir hasta su habitación y puso el pestillo a la puerta. De pie frente a la ventana, dejó que la luna le empapara la piel, luego se despojó de la bata y quedó desnuda ante los rayos blanquecinos. Miró el teléfono negro y mudo en el buró. Eran las tres y media. Sacó el vestido negro del armario y se lo vistió con parsimonia. Se pintó los labios con el carmín magenta, viéndose en el espejo y se puso los aretes de amatista.
Sólo cuando estuvo segura de verse tan bella como podía, se paró de frente a la ventana y cerrando los ojos, comenzó a cantar.
Los desvelados de la ciudad, que regresaban a casa después de la parranda, los veladores de la construcción cercana a la Calle Paz y el guardia de seguridad del banco, que resguardaba un vidrio roto, sintieron con claridad el instante en que se les erizó la piel, con la nota agudí­sima que marcó el final. La voz, dolorosamente bella, habí­a comenzado a escucharse seis minutos antes. El velador, sorprendido, habí­a buscado su radio de transistores para detener el sonido, pero se encontró con que el aparato estaba apagado. Los parranderos se juraron no volver a mezclar tequila con cerveza y el guardia de seguridad, humilde, se persignó y se metió a la celda del cajero automático.
Entonces terminó. Fueron seis minutos de terror para los pocos oí­dos despiertos a ocho cuadras a la redonda del número veintiséis de la Calle Paz.
Toda la ciudad volvió a quedar sumida en el más profundo silencio. Sofía abrió los ojos y se encontró con una ciudad nueva que aguardaba. Miró el reloj junto al teléfono: Las cuatro en punto. Soltó un profundo suspiro y respiró hondo para evitar la nueva lágrima que asomaba en sus ojos. Abrió el corta sellos que tenía apretado en la mano derecha y dijo:
-Fue la última aria triste de Sofí­a Guerrero-. Y con dos tajos certeros se desgarró las muñecas y se quedó de pie frente a la luna, para comenzar a morir.

El primer hilillo de sangre asomó con timidez, casi dudando, y comenzó a deslizarse por el monte de la luna, hasta perderse entre el índice y el cordial de Sofí­a. Luego fue engrosándose con la afluencia, cada vez más generosa, de las venas y el corazón que había comenzado a latir más rápido, pues Sofí­a se habí­a recostado en la cama y había empezado a escribir, desfalleciente.

Lo había empezado a vislumbrar durante el sueño, en la oscuridad sin puertas de la muerte amiga. En la voz del poeta desconocido que subió al escenario cuando terminaba mi aria para gritarle a la gente con el rostro desencajado y empapado de un llanto final, que el sueño y la muerte no tení­an ya nada que decirse y por último se me reveló en santa paz con el brillo lúgubre de la luna sobre las hojas negras del árbol lapidario que se mecía sereno a unos metros del único escape posible.
La sonrisa silente de mi vida se extinguirá y un sol sangrante trepará la bóveda para gritarle al mundo que guarde luto por Sofía Guerrero, la de los ojos color uva y las arias de iglesia de viva voz y cuerpo presente, que morirá al morir la noche, pintada de su sangre tibia, que no manchará la alfombra ni los muros, pues morirá consumida de la soledad enfermiza de la que jamás logró escapar.
Esta es mi última revelación, pues cerca de irme veo sobre la mesa de noche la navaja de romper los sellos del vino, brillando con un destello de luna asesina que lo dijo todo. Intenté ahogar el grito de un dolor que nunca llegó, porque mis ojos no lloraron sino que vieron salir mi sangre fugitiva primero en unas gotas perladas que fueron haciéndose más en mi muñeca y pronto fueron un torrente incontenible que subió por mis palmas y me llenó¡ la mirada de visiones proféticas. Que me juró un mundo vací­o de luz sin ventanas mientras se me apagaban las cinco velas de la vida: la primera vela, del adiós para siempre a los ojos de uva y a la segunda vela del adiós a las arias tristes y al ave marí­a, adiós a la piel lunar de la tercera vela y hasta siempre a la cuarta vela de la soledad sin escape y a la quinta vela...

Sofí­a se derrumbó sobre la cama, y con las mí­nimas fuerzas que guardaba, volteó su cuerpo, para quedar mirando al techo. El tirol, blanco y etéreo, comenzó a diluirse frente a sus ojos. "Llega ya" imploró Sofí­a, invocando al último paso, pero no sucedió nada.
Volvió la vista hacia el buró: Eran las cuatro y trece minutos y estaba a pocos instantes de morir. Se asombró de no tener miedo. Volviendo su rostro, encontró el papel manchado de sangre y vio más sangre en las sábanas blancas. Tomó el papel, hizo intentos de arrugarlo, pero ya no tení­a control sobre su cuerpo. Entendió que ahora sólo le restaba morir sin vanidades y cerró los ojos. Entonces pasó. Sus oí­dos, que aún estaban vivos, percibieron aquella vibración acercándose, medrando a orillas de la conciencia que se le escapaba. La muerte la había comenzado a arropar, pero el último sentido le avisó que una hora eterna la llamaba. La orden fue más fuerte que el abrazo y entonces aguzó el oído, para encontrar entre las cuatro paredes de su cuarto, frí­o, inconmovible, el timbre del teléfono.


Lo anterior es la parte de Quince Minutos Tarde donde se cuenta el suicidio de Sofía, personaje que, a pesar de morir en el primer capítulo, ha sido considerado el más dominante por los pocos que han leído el primer borrador de la novela. Sigo dudando si debo conservar el cortarse las venas como método idóneo para finiquitarse, siendo uno de los clichés de adolescencia más intrincados. Más ahora que el buen chango #100 diserta sobre las motivaciones del suicida. Pero mientras se me ocurre una manera mejor seguirá así.


No hay comentarios.: