03 agosto 2008

Sullivan.

-¿Sullivan? ¿En serio? ¿Sullivan?

Yo era un apocado, pero Sullivan era una sabandija. Un menos que nada, un ninguno. Yo era parte de la otredad, un olvidable. Lo que fuera, siempre y cuando eso no significara alguien como Sullivan. Él bebía café –amargo, humeante- mientras yo daba sorbos esporádicos a una infusión de hierbas. Yo era un animal de hábitos, pero el café, por el solo hecho de ser preferido por Sullivan, se me volvía un brebaje despreciable. Los dos fumábamos, pero no la misma marca de cigarros. Sullivan fumaba unos americanos que costaban bastante más que mis delicados sin filtro, y los fumaba poniéndolos entre el anular y el cordial, inhalando profundo y con un notorio deleite antes de exhalar. Yo encendía un cigarrillo con la brasa de la colilla del anterior, y los liquidaba con prisa, sin ningún disfrute especial. Sólo buscaba el residuo amarillento de la nicotina, todo lo demás me daba igual, incluido el rito estilo western al aventar el humo.

-Sí. Sullivan Pérez.

Yo odiaba el nombre Sullivan. Odiaba el apellido Pérez. Yo hubiera odiado todo lo que oliera o sonara como el mequetrefe de Sullivan, ese eslabón perdido entre el excremento y el ser humano. Mientras la ceniza del cigarro iba acercándose con parsimonia a la yema de mis dedos, yo sólo pensaba en dejarla quemarme. Quería sentir el ardor escociéndome los pulpejos. Yo quería castigarme por estar ahí sentado frente a Sullivan, escuchando sus disertaciones sobre la vida disipada de los políticos locales mientras ostentaba en sus bigotes cobrizos algunas migajas de pan dulce. Pero yo era un cobarde sin resistencia al dolor, así que me castigaba pensando, sólo pensando, en las mil maneras en que podría liquidar a Sullivan sin resultar inculpado.

-¿Los gemelos?

-Pablo, el menor, tiene asma.

Estaba seguro que nadie más lo odiaba. Sullivan era un hombre bueno, probo, trabajador, padre responsable de dos hijas con su primera esposa y un par de gemelitos con la segunda. Había tenido la decencia de no llamar Sullivan a ninguno de sus vástagos y eso también era una prueba de su desprendimiento. Pero a mí me molestaba aquel casi viejo metido en su traje de desgastado casimir, que bebía de su café y hacía un breve gesto de asentimiento al pasar el trago, como aprobando el sabor del líquido. Yo solía beber café en ese lugar, y sabía que era infame, por eso me molestaba todavía más el gesto aprobatorio de Sullivan, mientras yo me resignaba a otro sorbo del despreciable té de quién sabe qué chingados que me había traído la mesera.

-¿Sabes que en Ciudad de México el lugar de las putas es una calle llamada Sullivan?

Yo nunca había ido más allá de la tercera página de la biblia. Detestaba la idea de que se pudiera rastrear mi linaje por generaciones infinitas hasta Adán o, por ejemplo, Moisés. Si desde la infancia me era repelente tener que besar a ancianas decrépitas y olorosas a talcos de alcanfor que mi madre insistía en presentar como mis tías, la sola idea de un billón de ancestros me provocaba arcadas. Ni siquiera sabía el nombre de mi bisabuelo y olvidaba constantemente el de mi bisabuela, aunque la había visitado todos los domingos de la infancia e incluso alguna vez la había besado sin que me ofrecieran dinero a cambio. Creo que estuve cerca de quererla, pero prefirió morirse a permitirlo.

-Por supuesto que lo sé. No sabes cuánta gente piensa en sorprenderme con ese dato. Yo he estado tres veces en la ciudad y alguna vez en Sullivan.

Mi última mujer me había dejado dos meses antes, cuando mis infidelidades se volvieron ofensivas además de excesivamente obvias. Había tenido la dulzura de acomodar muy bien mis cosas en el clóset, ordenar todos mis libros por orden alfabético y lavar y planchar mis mejores camisas. Antes de salir de casa me escribió una carta explicándolo todo y estoy seguro que escribió en ella cosas maravillosas. Lamentablemente no pudo resistir la grosería de prenderle fuego al resto de mis posesiones, así que nunca he de saberlo con certeza. Nunca contraté a una prostituta. Confieso que soy tímido y también que les tengo un respeto gigantesco.

-A mí no me gusta ir al D.F. Demasiada gente, demasiado ruido.

Mi traje era Ermenegildo Zegna. Gris ónice. La corbata –rosa pálido- era Carolina Herrera. Los zapatos Manolo Blahnik, la camisa Christian Dior, el perfume Hugo Boss. Yo llevaba tantos nombres encima que hubiera pasado por la guía telefónica de una ciudad pequeña. Me gastaba la mitad de mis ingresos en vestir bien y la otra mitad en pagar abogados para negarle a mi ex esposa hasta el último centavo. La perra me deja y espera que le pague los tragos a sus conquistas. Preferí hacer rico a un pendenciero que por lo menos no me escamoteaba los elogios. La camisa de Sullivan era de esas blancas de cien pesos, manchada de huevo cerca del bolso y de mostaza en el cuello. Procuraba taparlo con el saco, pero, como en toda su vida, no tenía éxito. Los pantalones tenían el lustre del uso y los zapatos estaban curtidos por el sol y las caminatas. Yo odiaba a Sullivan.

-¿Cuánto dinero?

Yo no creía que fuera cuestión de dinero. A imbéciles como Sullivan no les interesaba tanto la plata como su reputación. Pero el manual decía que había que ofrecer dinero y también decía que si vas a ofrecer dinero, ofreces mucho. Demasiado. Más de lo que puedes pagar. Sullivan quería ser un prócer, un mártir, una bandera de la causa. Y no le importaba comer migajón durante un año ni sacar de la preparatoria católica a su hija menor con tal de conservar impoluta su estatua de último periodista incorruptible del país. Me asqueaba Sullivan, sus remilgos, su decencia casi verosímil.

-Ya sabes que ni siquiera te voy a contestar. La nota sale mañana, sin falta. Primera plana, ocho columnas.

Yo no leía los diarios. Me enteraba de las noticias en el café o en alguno de los bares a los que me invitaba el comité del partido o a los que llevaba a las secretarias de mis colegas. Fingía estar enterado o al menos interesado, porque eso facilitaba mucho el momento de arrancarles las pantaletas. Yo era un romántico empedernido.

-Ningún diario te va a publicar eso, Sullivan.

-El diario es mío. Mañana, en primera plana. Ve pensando en tu contra campaña.

Mi último regalo para Susana, antes de que ella decidiera resolver nuestros problemas con un galón de gasolina y un cerillo, habían sido las obras completas de Dostoievsky. Susana era pintora y tenía tanto talento que dolía verla paseándose conmigo en bazares de caridad y exponiendo en galerías esnob que le pertenecían a amigos de mis jefes. Dolía verla vendiendo óleos en miles de pesos y creyendo que eso era la vida. Dolía verla enamorada de un pelmazo que conseguía mujeres en sus exposiciones y apuntaba teléfonos en la parte de atrás de sus facturas. Yo amaba a Susana, tanto como para obligarla a dejarme para siempre. No quería verla con alguien como yo.

-No habrá contra campaña, Sullivan. Nadie le hace caso a tu periodicucho.

-Esto es grande. Y lleno de mierda. Pasado mañana estará a nivel nacional.

A Susana le gustaba leer a los rusos. Usaba un Martini seco para tragarse dos tabletas de prozac antes de sentarse a leer y a mí me gustaba verla en el mecedor de la terraza, a la pálida luz que permitían las persianas de bambú. Yo leía a Donald Trump y a Sartori, y mezclaba a Maquiavelo con Coelho. Susana leía en ropa interior, con la copa empañada del Martini siempre en la mano. Para pasar la página se colocaba el libro en el regazo y se humedecía el dedo con el trago. Susana era una bestia en la cama y la única razón por la que me soportó durante años fue porque yo era un bastardo egoísta que basaba el placer propio en los decibeles que alcanzaban sus gemidos.

-Podemos ofrecerte otras cosas.

-No quiero nada de ustedes. Tú eras un buen tipo, incluso cuando trabajaste para mí. Lo que te paguen no vale por tu alma.

Yo nunca fui cursi, ni tampoco un buen tipo. Odiaba los gatos y cuando niño me gustaba llenarlos de queroseno y verlos arder; reventaba sapos a pedradas; hacía llorar a los niños gordos y a una niña medio bizca de la que siempre estuve enamorado. Yo era un fanático del sabotaje emocional. Un terrorista de mí mismo. Yo era Al-Qaeda y mi humanidad era Nueva York. Ordené otro té y un poco de miel de abeja. La mesera tenía piernas de esclava negra. Decidí que no me iría del café sin su teléfono.

-Entonces deja las aproximaciones y dime lo que quieres.

-No quiero nada. La nota sale mañana. Sin remedio.

Jamás hubiera podido distinguir a Tolstoi de Dostoievsky, aunque estaba seguro de haber leído a alguno de los dos, pero me gustaba el jazz suave y los ocasionales alegros virtuosos con los que Susana acompañaba la lectura. Me gustaba despertar todavía semi noqueado por el valium y ver la media luz que su lámpara esbelta de lectura proyectaba hacia la habitación y la punta finísima de su pie del cuatro y medio balanceándose en el vano de mi puerta. Me gustaba como se oía el chorrito de vermut cayendo entre los hielos cuando hacía la pausa del cambio de capítulo y aprovechaba para prepararse otro Martini. Me gustaba que fuera tan pretenciosa como para no poder beber café o un sencillo vaso de agua. Yo amaba a Susana, la hubiera apuñalado hasta la muerte con el mejor de mis picahielos si la descubría mirando a otro. Pero ella sólo me miraba a mí. Así de arrogante y de idiota era Susana.

-Reconsidera, Sullivan. No quisiera ver a la jauría refocilando en tus restos putrefactos. No serías el primer periodista que muere por la causa. Ni siquiera el más importante.

-No me voy a dejar amedrentar. Ya sólo los narcos matan periodistas. Y tu jefe no es narco, aunque es lo único que no es.

-¿Y los gemelos? ¿Y Laura?

-Por ellos.

Me quemé la lengua con el té y eso me terminó de amargar el humor. Sullivan había dejado de mirarme y se entretenía mirando sin recato a una pareja que discutía tras el ventanal. El tipo abofeteó de pronto a la mujer –una casi adolescente, maquillada para ocultarlo- antes de jalarla por el brazo y meterla en un Pontiac azul. Vertí miel en la cuchara y comencé a lamerla lentamente para paliar el entumecimiento de la lengua. No sirvió. Sullivan me ofreció uno de sus cigarrillos.

-¿Qué vas a hacer cuando te encuentren? Valles va a ganar, con tu nota o sin ella. Es más, te aseguro que ya hay veinte especialistas dedicándose a utilizar tu nota para engrandecerlo. No te sorprendas si le regalas un par de puntos de ventaja en las encuestas de pasado mañana.

-Si Valles gana yo me voy de esta ciudad de mierda.

La pareja del Pontiac azul había empezado a besarse con frenesí. La mano de él vagaba desde hacía minutos por debajo de la blusa de ella, le apretaba los pechos.

-Espero que no escojas el D.F.

Sullivan no pudo evitar la carcajada. Tosía entre espasmo y espasmo, soltando pequeñas trazas de humo. Yo fumaba el cigarro que me había ofrecido y procuraba guardarme mucho tiempo la exhalación. Era un tabaco rubio y suave, apenas placentero. Sullivan fumaba buenos cigarros. Bebía pésimo café y se vestía en tiendas departamentales. Era un acertijo que yo no tenía tiempo de resolver.

-Yo invito.

-No.

-Es mi dinero, no de ellos. Yo invito.

-Tú no tienes dinero.

-Éste es mío.

Pagué con la tarjeta de crédito. Sullivan estuvo de pie todo el tiempo, fingiendo que leía las portadas en las revistas de política que rodeaban a la cajera. En realidad husmeaba que no pagara con la corporativa.

-Salúdame a Susana.

-Nos divorciamos.

Susana y su padre no se hablaban desde hacía cinco años, cuando ella se casó conmigo. Sullivan era un hombre orgulloso y ella una rebelde compulsiva. Nunca averigüé si se había casado conmigo por que me amaba o porque no podía dejar de desafiarlo. Nunca olvidaré tampoco que tuve que encañonarlo para que dejara de abofetearla. Hubiera dado mi brazo izquierdo porque le diera el último manotazo para jalar el gatillo sin remordimientos, pero Sullivan era un miserable que me negó hasta ese gusto.

-Quemó nuestro departamento. Tu desayuno y tu café se pagaron con el seguro.

No me respondió. Garabateó trazos en una agenda de piel y arrancó la hoja para dármela.

-El número de cuenta del diario. Doscientos cincuenta, ni un peso menos.

Sonreí. El Pontiac azul acababa de dejar la acera y se encaminaba a hacer un alto breve en el semáforo de la esquina. Lo imaginé entrando a cualquier motel de la 51 y luego imaginé al tipo golpeando a la colegiala entre jadeos y aullidos.

-Te llamo mañana en la mañana, pero es un hecho.

Tomó el primer taxi que se detuvo y no volteó a mirarme. Lo vi desaparecer en el mismo semáforo que el Pontiac, encendiendo otro cigarrillo rubio. La mesera de las piernas me miraba a través de la doble hoja de cristal con una sonrisa promisoria. Me dio su número en la misma hojita de papel en la que Sullivan me había anotado los suyos. No le di vueltas al asunto hasta que tuve que buscarla para autorizar el depósito bancario. Era la cuenta de Susana.

Lo encontraron cerca del kilómetro doce, por la 51. Tenía una bolsa de lienzo atada con cordel a la altura del cuello y seis tiros en el pecho. Nadie en la agencia tuvo absolutamente nada qué ver. Llamé a Susana media hora después que me confirmaron la noticia. Yo odiaba a Sullivan, odiaba su decencia casi verosímil; pero amaba a Susana, no hubiera podido pensarla sufriendo a solas. Antes de encontrarla en el bar de siempre me aseguré de tener al día el seguro de mi nuevo apartamento. Tampoco era cosa de volverse loco.

6 comentarios:

Char dijo...

Bravo! Me gustó muchísimo, quiero más, ¿es del libro que estás escribiendo?

monitor dijo...

Me da mucho gusto que le haya entretenido, Mademoiselle; y en efecto, es del cuentario en el que trabajo estos días. Saludos.

Por cierto, lo releí a raíz de su comentario y le encontré un gigantesco error de continuidad que ya corregí. ¿Lo viste?

Anónimo dijo...

Eso de estar citando tanto y haciendo referencias a marcas, siempre lo haces?

monitor dijo...

Me confundió un poco tu comentario, pero ahí te va un pobre intento de respuesta: Lo de las marcas lo hago por lo general sólo en este tipo de cuento ("moderno" "urbano" o "como quieras decirle") y es con la única intención de evitar descripciones innecesarias como los sabores o características físicas de un bien consumible común (vaya, para evitar el síndrome del super portero derbeziano).

Lo de las citas sí te lo debo, no encuentro ninguna cita en el cuento. ¿Me detallas?
¡Salud!

Char dijo...

jajaja pues de tu gigantesco error ni me enteré aun y cuando volví a leer el cuento... será que el estilo de conversación "enterior-interior" tapa errores gigantescos de continuidad.

Anónimo dijo...

Me referìa al hecho de mencionar a ciertos autores y eso, no habìa contestado porque ando por acà por Tijuana , un saludo! espero que estè bien, porque me doy cuenta que en mi ausencia aùn no escribe nada, y yo que entrè esperando leer algo nuevo.
salud ;D