16 abril 2009

La importancia de NO llamarse Ernesto.

Quizá he mencionado en notas anteriores mi casi total desconocimiento en lo que respecta a mi árbol genealógico y en particular en todo lo referente a mis ancestros cuyas defunciones hayan ocurrido antes de mi nacimiento.

En ese orden de cosas, he de decir que yo no conocí al padre de mi madre. El pobre panino murió muy joven -un cáncer de páncreas lo enterró a los 50 y pocos años de edad- habiendo conocido sólo a una nieta: mi hermana mayor. En mi infancia tardía, a la sombra de un gran tamarindo, mi madre empezó a hacerme en breves relatos la biografía de aquel viejo curioso que fue mi panino. Pueblerino como ha sido toda mi familia, el viejo Manuel Jacobo tuvo la nevería más grande y bien provisionada que haya existido en Etchojoa (todavía hay gente que recuerda el sabor de sus helados, sin igual, según me dicen), vivió una época en Guadalajara, ya casado y con varios de sus hijos, manteniéndose con una tienda de abarrotes por el rumbo de Las Águilas. Se ganó la lotería a los 30 y tantos años y con eso construyó una gran tienda con carnicería, abarrotes, heladería y otros ramos y mantuvo a su esposa y siete hijos hasta la muerte. Los dejó, eso sí, bien protegidos.

Yo me llamo Manuel en honor a aquel viejo de gran parecido físico con el querido Jorge Negrete, y porto mi primer nombre sin mayor gloria, pero con un inexplicable cariño hacia un abuelo que siempre me hizo falta. Creo que ese viejo me hubiera contado maravillosas historias y me hubiera enseñado tal vez los secretos de un oficio que ninguno de sus hijos heredó. En efecto, todas las recetas de mi abuelo murieron con él. Jamás pensó irse tan joven.

Sin embargo, hace pocos días y en medio de una conversación cafecera con la autora de mis días, resultó que también mi bisabuelo -el abuelo materno de mi madre- se llamó Manuel. Cuando Manuel Jacobo empezó a arrimarle el ala a mi manina, Manuel Quintero -mi bisabuelo- vió con agrado a aquel muchacho que además de honesto, trabajador, bien parecido, tenía muy bien puesto el nombre. Esto me resulta chistoso por varias razones que no he de explicar hoy, pero en fin. Muy pronto Manuel y María Rosa eran novios y poco después marido y mujer.

Pues siguiendo en esa misma vertiente, resulta que mi bisabuelo fue el primer peluquero de Etchojoa, y su local sigue siendo hasta hoy peluquería, aunque de un figaro sin ningún lazo sanguíneo con nosotros. Tampoco los hijos de mi bisabuelo heredaron el oficio. Resulta también que su nombre original era Manuel Hernández Quintero, pero por costumbre y gusto particular, siempre firmaba todo como Manuel H. Quintero, hasta que por razones legales inexplicables, su nombre quedó así. Esto no me causaría ninguna sorpresa si no fuera porque, desde hace tiempo, yo firmo mis artículos y publicaciones como Gerardo H. Jacobo, es decir, la inicial que mi bisabuelo contrajo tanto tiempo y el apellido que mi abuelo portó hasta la muerte. Dos Manueles de cuyas semillas deriva mi existencia, contenidos aleatoriamente en un nombre que yo le debo en forma exclusiva al capricho.

Para más ciclos, tampoco yo heredé el oficio de mi padre, estupendo constructor, y dudo muy seriamente que mi hijo o alguno de mis posibles hijos futuros herede el sarampión literario, por lo que mi familia parece condenada a empezar siempre por el principio, como empiezan los malos cuentos y como terminan las historias memorables. Al final, ¿no es eso de lo que se trata este bizarro juego de vivir?

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