Uno no puede evitarlo, ¿saben?
Uno es, a pesar de todo, un poco infantil. Uno espera. Uno desea. Uno, a veces, ambiciona. Así es uno.
Uno no puede evitar pensarse único, después de todo uno es uno, y no otro, o dos, o la mayoría. Uno. Y en su unidad asume una singularidad que quizá no trascienda más allá de un código genético. Uno se piensa distinto, se proyecta diverso, peculiar. Uno falla, o acierta, indistintamente. Falla por errores de otros, acierta por puntería propia. Uno es talentoso, bello, genial.
Dos, por el contrario, son generalmente demasiado caóticos para detenerse en menudencias. Dos se buscan para el conflicto. Dos a la batalla y a la guerra. Dos al ring, al round, al rock. Dos contra el mundo o arriba las manos. Dos que se besan y se atan a la cabecera por turnos. Dos que se muerden los cuellos y se amoratan las pieles a chupadas. Dos que se abrazan tiernamente exánimes. Dos que se asesinarían si pudieran dejar de hacerse el amor a cada resquicio que la vida les concede.
Uno siempre argumentará que está mejor solo. Puede pensar, alejarse del bullicio, urdir el plan perfecto para dominar el mundo, encontrar la solución al ancestral acertijo del árbol en el bosque, contrariar a Sócrates, Nietzche y Kierkegaard; Dos no se preocuparán nunca por justificarse, no hay necesidad. Su existencia se explica sola, en función del otro. Uno quizá llegue a conquistar el mundo, pero muy probablemente se suicide cuando descubra que no tiene a quién dárselo. Dos no necesitan esforzarse: el mundo ya es suyo.
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