Un fragmento de Benedetti leído hace mucho, no recuerdo dónde ni cómo ni por qué, rezaba: Los suicidas lo que quieren es confiscarle a la muerte algunos palmos de vida.
Honestamente la frase no me reveló su sentido completo hasta hace hoy poco más de un año, cuando estuve a punto de morir. La anécdota (que ya conté aquí en los archivos de agosto del 2008) viene a colación hoy, un año después y tras un lindo fin de semana pasado con mi hijo Ángel, que está a menos de una semana de su quinto cumpleaños.
Se dice popularmente que un hombre no es un hombre completo hasta que ha plantado un árbol, tenido un hijo y escrito un libro. Mentira. Yo he plantado tres árboles, escrito tres libros y sido bendecido con la paternidad y de ninguna manera puedo decir que he vivido o que soy un hombre completo. Al contrario, si hubiera muerto aquel día en el mar o si muriese el día de mañana, sería uno de los primeros formados en la oficina de quejas del otro mundo, reclamando el cobro anticipado de mis derechos de habitación de la vida terrenal.
La verdad es que la vida no alcanza para vivir. Mea culpa, claro, como diría mea culpa el 98% de los habitantes de esta enorme bola de piedra. Nos preocupamos tanto por sobrevivir que queda poco tiempo para vivir. ¿No es esto contradictorio?
Una semana de vacaciones al año deja poco tiempo para viajar, para ver todo lo que hay qué ver. Hace menos de un año, contando 27 de edad, vi por primera vez la nieve. Y no la de vainilla o napolitano, sino esa con la que se juegan guerritas en las películas de Hallmark. Nunca he visto un bosque, o una selva. Desconozco cuatro continentes de los cinco que tenemos en inventario y la montaña más alta que he pisado no llega a los mil metros de altura.
Pero por supuesto no pienso que sea un asunto geográfico este de vivir o no vivir. Lejos de ello, pienso que personas que nacen y mueren en la misma casa llegan a tener una vida plena, una existencia feliz. Aquellos hombres, por ejemplo, consagrados al estudio de los libros y la práctica de la vida ascética, que poblaron los monasterios y abadías del siglo doce al dieciocho, legaron importantes obras filosóficas, teológicas y científicas a la humanidad,volviéndose perdurables en la memoria colectiva, inmortales.
Hay dos razones, creo, para tener miedo de morir joven. Una, el estar aterrado de no saber qué habrá después de la muerte: Un cielo y un infierno, o la nada absoluta. Castigo eterno, gloria sin fin o un final tajante y sin regreso. El pánico de no volver a despertar para ver el rostro de un ser querido, los primeros pasos del anhelado primer nieto, caminar el pasillo de la iglesia para entregar en matrimonio a la hija menor. Otra razón, la que me parece realmente atemorizante, es el querer seguir descubriendo cosas del mundo que se habita hasta encontrar una saciedad que, sin embargo, no llegará nunca. Comerse la vida, toda la que se pueda, antes de que la muerte llegue a reclamar su parte.
Eso, creo, es a lo que se refería Benedetti. El suicida se mata para que la muerte, cuando venga, se regrese con menos, con casi nada. Desgraciadamente, también en eso, el suicida está equivocado.
1 comentario:
Esto es lo más chingón que he leído en mucho tiempo.
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