08 noviembre 2009

Duraznos todavía.

Porque la verdad es que ni siquiera Marsha, y eso que ella se complicaba por temas mucho menos estéticos y mucho más teóricos, siguió quejándose de aquello después de lo de abril. Ni Marsha con sus piernas feas y demasiado pálidas surcadas de venitas azules, insistía en lamentarse como ella, como Ana, de no haber salido así como llegaron, nulas, inmaculadas, cuando se juntaban por la tarde en la terracita del club a hablar de intrascendencias con dos vasos helados de té de jazmín por cuyos bordes resbalaban gotas gruesas y brillantes, como los lagrimones que Marsha a veces le secaba cuando ya le iban por las mejillas y aún no le tocaban los labios, y le decía Come on, Annie, you’ll be okay aunque ella le había dicho treinta veces que nada de Annie, nunca y por nada del mundo, sino Ana, sólo Ana y de ninguna otra manera. Pero a Marsha no la detenían esas menudencias a la hora de secarle las lágrimas con aquellas manos huesudas y blanquísimas de dedos resecos que raspaban la piel del rostro y olían como a loción de hombre y a jabón.

Lo más triste de todo es que yo le compraba los cigarros que odiaba verla fumando las tardes en que regresaba caminando desde el bar de Lucho, con las manos azuladas de frío en los bolsillos del sobretodo de pana que me cuidó todo el invierno. Se los compraba en un estanquillo sobre el periférico, por una ventana hueca, junto a un par de mazapanes para mí y una coca cola ocasional los días de pago. Nunca vi esos cigarros en ninguna de las muchas tiendas por las que me pasé a buscarlos, ni tampoco en los grandes centros comerciales por donde paseábamos los fines de semana elaborando planes para pagar a plazos la cocina y remodelar por fin el piso de azulejos. Alguna vez pregunté por ellos en la gran librería de Navarra, cuyos dueños surtían puntualmente las vitrinas con habanos legítimos y puros de cualquier calidad y con cajetillas coloridas y costosas de varias partes del mundo y no sólo no pudieron darme razón de sus cigarros, sino que un empleado con pinta de erudito se atrevió a asegurarme que esos rubios habían dejado de circular a fines de los ochenta.

A mí no me dejaba de sorprender que oliera a duraznos a pesar de que su ropa olía a tabaco, de que su cabello guardaba por muchas horas el olor del humo. Su piel en el rincón del cuello por donde siempre comenzaba a besarla olía a duraznos y agua fría que iba templándose conforme mis labios descendían por el escote de la blusa y buscaban la sutil coronación rugosa de sus pechos. Abrevaba mucho tiempo de los pezones delicados y en las breves pausas de nuestras caricias aspiraba hondo el olor a duraznos en el espacio entre los dos. Hacíamos el amor por horas largas y silentes; la majestuosidad de aquel mutismo sólo era rota por los gemidos ocasionales de su voz enronquecida por la excitación. Luego ella buscaba a tientas la cajetilla de rubios en el cajón de cartas y pastillas que tenía al lado de la cama y encendía uno y lo fumaba a veces ahí acostada y a veces envuelta en la sábana y de pie en el balcón que daba sobre la avenida de la paz.

Marsha nunca dio muestras de extrañar su cabello. A mí incluso me pareció siempre un poco feliz cuando la miraba frente al peinador blanco de su cuarto, acicalando con esmero las diez o doce pelucas que había ido acumulando con el tiempo. Creo que disfrutaba cambiar todos los días el color y el largo, jugar a tener un flequillo marrón y rebelde los martes y una larga melena color caramelo los sábados. Los domingos, por tradición, era rubia y de cabellos de hombre bajo las boinas grises que se ponía para jugar a las cartas con Ana en la misma mesita blanca en la que habían visto todos los fines de semana de sus últimos dos años.

Ana, en cambio, fue un pabilo frágil consumiéndose durante toda su última primavera, y era triste como nada verla contemplar por la ventana las explosiones de color de la estación rabiosa que florecía y retoñaba en los jardines vecinos mientras ella iba quedando sin color, su rostro palideciendo y sus ojos siempre azules apagándose entre unas ojeras cada vez más grises, más profundas. La veía mesarse los mechones de su propia peluca de cabellos negros hasta el hombro con una tristeza singular por lo solitaria, por lo interior. Una tristeza que era como una mansión de muchos cuartos por los que Ana caminaba un poco a tientas, sin habituarse por completo.

A veces la encontraba en el mecedor junto a la misma ventana y veía su cuerpo iluminado en sesgo por el sol de marzo y en sus manos la peluca muy negra que ella seguía acariciando como si la tuviera puesta, casi con cariño, aunque yo sabía que la odiaba, que la veía como otro síntoma de esa putrefacción invisible que iba todos los días destruyéndole las entrañas.

La puta vida y sus putas ganas de burlarse de uno no hicieron menos irónico que Marsha terminara muriéndose primero. Cómo la recuerdo recostada con los brazos en cruz sobre el regazo, el traje gris claro de blazer y pantalón cubriendo su cuerpo ya completamente óseo, su silueta que a fuerza de ser agónica había terminado por ser angélica también, un tanto asexuada y de un gesto tiernísimo en el rostro, en los ojos verdes radiantes como cristal. Cómo se me quedó en la mente que entre sus últimas disposiciones quedó la de que la enterraran con la peluca rubia de cabellos cortos con la que se reunía con Ana, con esa y con ninguna otra, como si la Marsha que se fuera al otro mundo tuviera que ser exactamente la Marsha que esperaba todos los domingos a mi Ana en la misma silla blanca de jardín, ya con los dos vasos servidos pero ambos intactos hasta que ella llegara. Y a mí no me pareció tanto una cortesía ni un detalle lindo de su parte como un presagio de los más aciagos, porque desde ese día todos los días se me volvieron el probable domingo en el que Ana podía irse a ver a Marsha para siempre, a beberse el primer sorbo de aquel té de jazmín y luego mirar a lontananza hacia donde ya no estaría la ventana que la ponía tan minúscula, tan ínfimamente triste, sino el horizonte verde y blanquecino de la muerte.

Desde ese día terminó para mí el martirio de los domingos largos de buscar algo qué hacer en el tiempo que Ana tardaba en regresar de sus pláticas con Marsha, pues en las mañanas despertaba para encontrarla vistiéndose frente al espejo, demorándose con las manos en acariciar su costado, donde habían comenzado a sobresalir los huesos de la pelvis, la silueta insinuante de las últimas dos costillas, el ombligo delicado y la pequeña cicatriz de su apendicitis de adolescente. Peinaba la peluca todavía puesta en la cabeza de maniquí que nunca se pareció a ella y a mí se me empequeñecía el corazón imaginándola cepillar los cabellos de la hija que nunca llegaríamos a tener y a la que yo ya había decidido llamar Sofía y luego se la ponía y volvía a parecerse a sí misma con el largo cabello lacio cayéndole sobre el perfil.

Me metía bajo la regadera todavía viéndola frente al espejo, entretenida en poner colores con sus trucos de artista sobre el lienzo cada vez más blanco de su rostro. Ponía azules pálidos en los párpados y carmines sutiles en las mejillas. Rosas perlados en los labios y negros nocturnos en las pestañas y yo sentía que se estaba inventando un rostro de la misma forma en que Marsha se había inventado tantos cuando elegía de entre sus muchos distintos cabellos y que en esa libertad de elección radicaba ya la última de sus felicidades patibularias.

Estaba más solo que nunca cuando no estaba con ella, sentado frente a la pantalla muda de la computadora, contestando mecánicamente en las charlas digitales que hablaban siempre de Ana y de la salud de Ana, y que intentaban cada dos por tres hablarme de un dios de infinita sabiduría que sin lugar a dudas tendría un motivo insondable para más temprano que tarde terminar de llevarse a la mujer que estaba quitándome en abonos. Yo respondía a todo que sí, Ana se pondrá mejor, sí, Tendré fe, sí, Ánimo y esperanza, sí, Contaba con todos ellos, ajá, y luego me quedaba encerrado en un silencio de muchos ecos, mirando las hojas electrónicas con los balances del mes y comprobando junto al equipo de contadores que las cosas iban mejor que nunca.

Lo único que podía pensar era en Ana hojeando el viejo álbum de recortes de su infancia, aquel desgastado libro verde que había rescatado de casa de mis suegros un fin de semana del invierno pasado y en el que había, contenidos en papel adhesivo, docenas de recuerdos de la que ella había sido. Hojas secas y flores, conchas marinas y piedritas de río, rostros de Marilyn Monroe y de Jayne Mansfield, una envoltura de caramelo y antiquísimos boletos de matiné.

Por supuesto que me culpaba, qué esperabas, si cada vez que veía las placas contra la luz y encontraba ahí, en los espacios que deberían ser oscuros entre sus costillas aquella como nube amorfa que los médicos llamaban el problema, no podía dejar de recordar que era yo quien le llevaba los cigarros por las tardes, en parte porque sentía la culpa rencorosa de ir al bar con los colegas en lugar de ir directo hasta donde me esperaba ella recién salida de la ducha y con su batín de algodón suave y sus pantuflas y en parte porque aunque odiaba verla fumar a cualquier hora, ya no podía vivir sin el olor del humo de ese cigarrillo que se fumaba cuando terminábamos de hacer el amor como animales en la habitación, en la sala, en el cuarto de baño y alguna vez en el balcón, sobre la cornisa de las macetas y sin apenas desabrocharle el batín. Claro que me culpaba y pensaba que si yo no le hubiera tolerado aquel desliz del cigarrillo, el espacio oscuro entre sus huesos hubiera seguido siendo oscuro y yo no habría tenido que dejarla irse entre mis dedos como terminó yéndose lenta, dulcemente.

Con Marsha fue distinto, porque como ya te dije, Marsha fue una eficiente organizadora de su partida. A mí incluso me pareció más de una vez animada con los preparativos de su fiesta mortuoria. La recuerdo yendo y viniendo por el recibidor enorme de la casa que compartía con su esposo, disponiendo en qué esquina iban a estar las margaritas y en cuál los crisantemos y decidiendo inspirada que en la mesita del centro quería un canasto con once tulipanes y que se sirvieran empanadas de jamón y queso crema. Su marido la seguía atónito, sin saber si aquella gringa mexicanizada y loca con la que se había casado se estaba tomando aquello a broma o si sus tratos con la muerte eran tan serios que en lugar de preocuparse por dejarlo solo se afanaba en ser buena anfitriona de sus deudos. No puedo culparlo por haberle cumplido hasta el último de los caprichos, los once tulipanes, las empanadas y las galletitas de pasta, la peluca rubia y las canciones de Brassens, si yo sé muy bien que si Ana me hubiera pedido que su ataúd lo transportaran dromedarios, yo hubiera batido Arabia sin pensarlo mucho. Pero Ana se resistió hasta su último segundo a aceptar que se estaba muriendo. Siempre enfrentó su agonía como algo pasajero, como una mala noticia que iba a desmentirse pronto.

Por supuesto que yo sentía que mi sumisión había tenido algo qué ver, aunque bien sabía que si no hubiera sido yo, hubiera sido ella misma o alguien más quien se pasara por el estanquillo y comprara la dichosa cajetilla de rubios que Ana iba a fumarse entre el balcón, la sala y nuestra alcoba, uno por uno, con esa paz diletante con la que encendía la punta del cigarro y lo acunaba entre las manos y luego cerraba los ojos para inhalar la primera bocanada con un placer tan evidente que uno casi olvidaba los resquemores y se abandonaba a verla fumar su cigarrillo. Sobre todo, como ya te dije, cuando acabábamos de hacernos el amor furioso de todas las noches y ella se lo fumaba con el doble placer del orgasmo que seguía sucediéndole en la piel mientras se le consumía el tabaco entre los dedos y el humo picante le escocía las entrañas híper sensibilizadas por el clímax. Cómo quisiera no haberle negado las caricias las últimas noches en que se acurrucó junto a mí en la cama y me acarició el cuello con su nariz graciosa y fría, pero la verdad es que me daba un pánico insondable verla morir entre mis brazos y conmigo dentro, besarla y que de repente su piel ya no respondiera a mis besos. Me exasperaba acercarme a su mejilla cuando dormía en su cama de hospital para darle un beso de buenas noches y descubrir que olía a duraznos todavía, a través de químicos y soluciones, de cloro y de ruinas, olía a duraznos y al agua fría de siempre y yo tenía que salir de la habitación para no consumirme de las ganas de volver hasta sus pechos y bebérmela como tantas veces ahí mismo, con la cánula del suero inserta en su vena lánguida y sus ojos apenas abiertos y su voz cada vez más apagada, menos viva.

Era mucho más difícil imaginarla muerta, pensarme a mí mismo sin ella recorriendo los pasillos del centro comercial hasta donde la llevaba los domingos después de que Marsha murió y la observaba probarse ropas nuevas que se ajustaran mejor a su creciente delgadez, de lo que terminaría por ser vivir después de su verdadera muerte. Me asomaba como al descuido por sus tiendas favoritas con la ilusión infantil de encontrarla curioseando entre los precios de la galería de arte egipcio, o probándose el abrigo marrón con el que jugueteó sus últimos dos meses frente al espejo del probador, sin atreverse nunca a comprarlo. No tenía caso, decía ella misma sonriendo con un sarcasmo que no era suyo, si para el invierno ya habría recobrado los kilos perdidos. En realidad no hubiera tenido caso, porque Ana no llegó a ver el invierno, sino que esperó apenas la plenitud dorada del otoño para irse a hablar con Marsha de las tardes castañas y los amaneceres pardos de Noviembre.

Yo me seguí pasando por el estanquillo y comprando la cajetilla de rubios y los dos mazapanes todo el invierno y la primavera y el verano siguientes. A veces todavía me compraba la coca cola y la bebía a sorbos lentos mientras escuchaba el futbol o los viejos vinilos de Brassens que el esposo de Marsha me había dejado quedarme después del sepelio. Silabeaba pequeñas frases en mi pésimo francés mientras hurgaba en la alacena por un bocado y me intrigaba un poco que aquella música que debía serme tan triste me pareciera la más alegre del mundo. En las noches demasiado frías encendía uno de los rubios del cajón de las cartas y lo dejaba consumirse lentamente en el cenicero de cristal sobre el buró. El olor del tabaco me ayudaba a recordar más claramente a Ana, a su tosecita ridícula cuando se reía de repente en medio de una bocanada y yo me burlaba de ella diciéndole que le salía humo por las orejas como a los dibujos animados y ella me daba golpecitos en el hombro y luego me besaba despacito y su boca sabía apenas a tabaco y un poco a nuez y su cuerpo era tibio y elástico cuando me rodeaba con las piernas, sentándose a horcajadas en mi regazo y todavía besándome más hasta que el cigarrillo se consumía solo en el cenicero y Ana otra vez no estaba. Se me llenaban de lágrimas los besos.

Sí, esas dos cajas que tú me ayudaste a tirar a la basura el día que dejamos el apartamento estaban llenas con esos mismos cigarrillos. Fueron lo último que dejé ir cuando me convencí de que había superado el dolor de Ana en el refugio de tu regazo y en el tibio olor de jazmín de tus cabellos, cuando por fin acepté que te amaba y que ese amarte ya no significaba olvidar a Ana, ni ofender su memoria, sino sencillamente resignarme a que yo me había quedado de este lado de la muerte y que ni Ana ni yo debíamos estar solos. Por eso cuando tú quisiste que nos mudáramos al segundo piso de aquel edificio viejo pero lindo y con estupenda luz en las ventanas, supe que era hora de hacer las paces con mi conciencia y concordar en que Ana se había muerto porque la gente se muere sin saber por qué, ni para qué, ni cómo y que yo seguía vivo porque todavía tenía que aprender que uno no deja de creer en el amor porque uno quiera, sino porque el amor también a veces deja de creer en uno. Por eso me estoy yendo. Por eso y porque dos años después de todo este querernos, después de haber pintado las paredes y clavado los cuadros, después de por fin haber encontrado la cantidad exacta de leña que la chimenea necesita para calentarnos sin sentir que nos quema, después de todo este tiempo de mentirnos, me ha quedado claro que por más que tú lo quieras y yo lo quiera, no eres Ana. No eres Ana. Nunca lo serás.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Si el blogger tuviera el botón de 'me gusta' lo hubiera usado en este post.

monitor dijo...

A Perséfone le gusta esto.