Cuánto me hago daño cada vez que miro las fotos que me diste
(cómo me hago daño, este dulce, grato, dolorosísimo daño)
Fotos en las que a veces estoy contigo, como acompañándote, como siendo tuyo
(aunque hoy, todavía, así de lejos y de muerto para ti yo siga
acompañándote y siendo tan tuyo)
y en las que a veces estás sola pero conmigo, porque en tus ojos estoy solo
y sé que estás mirándome con ese mirar de casi niña, que baja la frente y eleva los ojos
y clama, suplica, exige de mi amor sólo los frutos más dulces y radiantes
(aunque de mi amor ya no haya frutos, ni flores, sino solo el otoño amarillo,
de muerte fría y sepia que es mi amor desde que se fue contigo para siempre).
Cuánto quisiera pensar que lees esto, que mis palabras todavía resuenan en las habitaciones
más oscuras de la casa de tu mente
(y cuánto quisiera pensar que no lees esto, que me olvidaste por fin, que soy solo el mal recuerdo que merezco)
para escribirte más cosas y decirte más mentiras disfrazadas de verdades que son mentiras pero son las
más genuinas, auténticas y fieles palabras que nunca dije a nadie.
(porque solo contigo he sido labios tibios en la lluvia,
un abrazo interminable en el océano,
una bachata bajo el agua que aún sigue resonándome en el pecho)
Pero sé que nada es más cierto que toda la tierra que por fin nos separa
que todo el amor que se murió esperando
como se mueren con el frío las últimas flores del cerezo
cubriendo el suelo con el último refugio de toda su belleza
(la misma belleza frágil, imperecedera y viva que tienes en todas esas fotos
que tanto daño me hago cuando miro
y te encuentro todavía igual, pero con ese que yo fui,
la última vez que fui feliz).
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