¿Acaso todos compartimos una infancia?
Leo y releo párrafos completos de La misteriosa llama de la reina Loana, de Umberto Eco y no consigo desligar los recuerdos infantiles de Yambo Bodoni, su protagonista único y tangencialmente del propio Eco, de mis propios recuerdos de la infancia.
El hombre acomodado de la urbe metropolitana que pierde la memoria por un suceso traumático y se ve obligado a reconstruirla mediante un viaje a la denostada casa de los primeros años en un pueblo en las villas cordilleranas de Italia. Una casa en Solara donde las cabras pacen en el llano,las gallinas se reparten el patio y los gusanos y una mujer hacendosa recoge los huevos, ordeña las vacas y cocina con leña. Una casa que bien podría ser en Huatabampo, al resguardo del viejo y grande patio fiel donde ahora nacen papayas nuevas en el lugar que antes ocupaba la palmera de los dátiles dulces y amielados.
El hombre que se refugia en el desván a hurgar entre las pertenencias del niño que fue para recrear al hombre que es pero que se ha olvidado de ser. Quién sabe cuántos sueños uno va llenando de polvo en el camino hasta dejarles sepultados y condenarlos al olvido inmisericorde. Quién sabe cuánto de niño uno deja guardado en cajas de cartón cuyo destino es tan insondable como la botella de plástico que arrojó al mar una niña de cuatro años en Acapulco hace mil días y termina enredándose en mis pies en San Carlos hoy. El hombre, ese hombre, puedo ser yo dentro de 40 años.
Refugiado pero también oculto para hurgar en los recuerdos de alguien que ya no soy yo. El niño que fuimos muy rara vez es el hombre que somos. En mi caso, no hay excepción. El niño que fui es muy amado por el hombre que soy, pero no existe más. Ni su inocencia, ni su energía, ni su vivacidad. Pero su recuerdo, vivo, llameante, convive con el recuerdo más cercano de la semana pasada en los labios de mi mujer y puedo invocarlo con los ojos entornados y verlo montando su bicicleta verde a través de hectáreas de trigo, por un sendero que bordeaba el arroyo y moría en el lecho de un río de aguas mansas. Puedo verlo sentado ahí, bajo unos álamos gigantes, sentado al lado de su mejor amigo -Andrés, que hace un par de días cumplió años y sólo entonces, mirando el calendario recordé que no tengo idea dónde vive, ni quién es ahora- y bebiendo sorbos de una coca cola mientras hablan de lo que un niño de 10 años piensa que es la vida.
Yambo Bodoni hojea con nueva sorpresa los cómics de la infancia, de la misma forma en la que yo recorrería con placer el libro viejísimo de Las Travesuras de Floro. Él revisa los enredos de Topolino con el mismo callado reconocimiento con que yo podría recapitular centenares de Archies. Se imagina a sí mismo reconstruyendo una aventura de Flash Gordon como yo me recordaría acompañando al Fantasma por la selva del Amazonas.
Me siento Bodoni, y al mismo tiempo me siento Eco, porque también yo fui ese niño. Solo, en un mundo de adultos, en una realidad que distaba mucho de ser mi realidad (¿Qué son para un niño palabras como Guerra, Política, Bagdad, Kuwait?) y como ellos descubrí la sexualidad en el relámpago furtivo de una fotografía demasiado sugerente y conocí el latigazo del amor en una niña de pecho todavía plano y ojos claros que jamás se dignó a mirarme.
Por eso leo y releo los libros que me gustan. Por eso tolero a Eco a pesar de sus continuos alardes de erudito (que lo es) y su verborrea insaciable. Porque una historia que logra que uno mismo sea el protagonista y logre volver a contarme mi propia historia, arrojando luces en las zonas que permanecían oscuras, siempre será recompensa digna a la misión.
2 comentarios:
Una de las cosas que más envidio son las infancias felices, no porque la mía haya sido particularmente infeliz, sino porque no recuerdo los patios grandes que cuidan los sueños de los niños.
He un dato curioso: cuando era niño pensaba que no era feliz, que estaba demasiado solo y que mil cosas mas. Solo ahora, recordando la infancia, la recuerdo feliz.
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