Inevitablemente, la gente ha dado por llamarme Jerry London. Cuando digo mi nombre en una reunión social o me presentan a la amiga de una amiga; cuando veo mi registro en el directorio electrónico del celular de cualquier conocido, ahí está: Jerry London.
La gente, al parecer, tiene problemas con que me llame Gerardo Hernández, y ha decidido resolver el problema creándome ese alter-ego hipersocializado que estoy seguro que soy para más de tres. Jerry London, bartender de uno de los lugares de moda de esta ciudad hervorosa, un tipo que prepara buenos cócteles, cuenta buenas historias y “al parecer escribe libros o algo así”.
Fácilmente puedo pensar en diez clientes que han comprado mi novela y puedo apostar cada uno de los dedos de mis manos a que no la han leído. Creo que suelen conformarse con mi foto en la solapa y la garantía de que están bebiendo con un cantinero que se ha certificado en el departamento de contar historias. Ya he perdido la cuenta de cuántos me han dicho: “Mi vida te daría para dos o tres libros”. Seguro. En casi cualquier vida yace una historia, pero que alguien se sienta digno de ser personaje ya me provoca la suficiente pereza como para garantizar que no seré yo quien lo convierta.
Decía, sin embargo, que todo este asunto de ser Jerry London comienza a ser aburrido y, además, inconveniente. Hace un par de días tuve la oportunidad de conversar con uno de los gurús del teatro local en una exposición de pintura. Hablamos sobre todo de eso: teatro, pintura, el desierto para la danza de este año, las próximas luces literarias. El tipo resultó un admirador de mi novela, de la que incluso me corrigió un par de errores de continuidad (los cuales yo ya había visto, pero que la editorial se negó a corregir en la última versión). El asunto es que, casi al final de la plática, cuando vio mi cara con mejor iluminación, me soltó a bocajarro un: ¿No eres el cantinero de London Pub?
Efectivamente, soy yo, le dije. Su expresión fue de confusión, por decir algo. Hago eso para pagar la renta, seguí, del mismo modo que Tolkien daba clases de lingüística o Rulfo regenteaba su escritorio en el Instituto Nacional Indigenista.
“Murakami fue bartender” me dijo tras una larga pausa. “Muy bueno, según dicen los que probaron sus martinis”. Curiosamente yo estoy leyendo a Murakami ahora. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Al sur de la frontera, al oeste del sol antes de eso. Y Sputnik, mi amor, tan pronto termine.
Entonces quizá yo sea dentro de unos años un Rulfo, un Tolkien o un Murakami, contesté yo. Y ambos nos reímos. Yo me reí porque no lo creo. Él se rió porque quizá lo cree. Quizá.
Definitivamente en algún lugar del mundo se están formando los próximos escritores cuyos apellidos alguien utilizará para ejemplificar pesos pesados de la letra universal. Entre los que hoy son jóvenes yo lo tengo fe a Enrique Serna, que hace los mejores cuentos en castellano que he leído en los últimos cinco años; Antonio Ortuño escribió la novela más amena que le he leído a un mexicano joven (lo siento, Velasco) y Guillermo Fadanelli representa esa ala tosca, cruda y callejera que a la literatura (y a mi literatura) siempre le viene bien.
Si yo o alguno de mis colegas cercanos, con los que de pronto coincido en el café (de la forma como García Márquez coincidía con Hemingway en las calles de París y
Cortázar solía toparse con Sartre en el Le Monde, éste acompañado de su Simone y aquél solo, en la forma en que los que lo conocieron dicen que sólo Cortázar sabía estar así de solo. La aliteración es adrede. Si yo o alguno de mis colegas cercanos, decía, llegaremos en 20 o 40 años a ese Olimpo que es el mundo de los escritores que realmente venden libros y que además escriben bien (conceptos que suelen estar peleados) es un gran enigma para mí. Sobre todo tras conocer a una docena de personas que al enterarse de que escribo resultan haber publicado sus propios libros en la lejana juventud y ahora son prósperos empresarios, respetables periodistas, alegres catedráticos. Y las letras, bien, gracias.
Claro que además ahora vamos contra la revolución de la ignorancia y la anti-cultura. Después de la maravilla que significaron los 70’s y 80’s para el mundo literario (los libros baratos, los grandes escritores publicando mucho, la No-existencia del internet, la televisión por cable, el iPhone y Stephanie Meyer aprendiendo a usar las toallas sanitarias), ahora los que queremos hemos de topar contra todo eso y además con la bendita verdad de que el hábito de la lectura está para todos los efectos, extinto.
Labrarse entonces un nombre, parece cosa complicada, por lo menos en el mundo de las letras. En el mundo de la fiesta y el bartending, por el contrario, ha sido tan fácil como llamarme Gerardo, un nombre larguísimo y complicado, para haberme vuelto muy pronto Jerry. Jerry London. Nombre que ni siquiera puedo utilizar como seudónimo sin riesgo de que me crean heredero de Jack London, que a mi edad ya tenía un nombre literario rimbombante. Eran otros tiempos.
29 junio 2010
23 junio 2010
Antes que nada, Escritor
Pocas cosas en mi vida me han dado las satisfacciones que me da constantemente la literatura. Desde los eventos sencillos y cotidianos (esperar en la lavandería mis pantalones leyendo a Murakami, viajar en autobús leyendo a Eco), hasta lo poco común (presentar mi novela frente a un centenar de personas, dar un taller literario a preparatorianos entusiastas) las letras son unas compañeras benditas, solidarias, incansables de este servidor de todos ustedes.
Escribir es, de todas maneras, un ejercicio solitario. Fuera de algunos casos extraordinarios como El ciclo de la puerta de la muerte, los escritos a cuatro manos suelen ser obras resquebrajadas en las que es sencillo identificar cuáles manos son de cada quién y es inevitable tener pasajes favoritos del todo, distinguir los ingredientes del guiso, vaya. Sólo solo es posible adentrarse lo suficiente en los vericuetos de la propia historia que está intentando contarse (o ser contada, mire usted) para hacerlo de forma armónica, sutil, sin pasos en falso.
En ese sentido, escribir una buena historia es como caminar en el hielo, con el riesgo constante de que el siguiente paso sea sobre una capa muy delgada y uno termine hundiéndose en un relato que ni siquiera se parece al que se quería contar. Recuerdo que en alguna crónica biográfica de García Márquez, éste afirmaba que El Otoño del patriarca era su historia más querida, por la simple y sencilla razón de que era la única que se había dejado contar completa de principio a fin.
Para alguien que no escriba, la anterior puede resultar una afirmación de lo más confusa. ¿Quién cuenta una historia si no aquél que la escribe? Pues ni más ni menos que los personajes. That’s who. Un buen personaje, como un buen hijo, llega a una edad en la que camina solo, come, se baña y actúa sin preguntarte qué carajos pretendías hacer con él. A diferencia de un hijo, sin embargo, un personaje es susceptible de que le recuerdes que al final es tu personaje y si quiere seguir viviendo más le vale ajustarse o bien puedes hacer que lo atropelle un camión de sandías. También puedes hacer que a tu hijo lo atropelle un camión de sandías pero la última vez que revisé, seguía siendo ilegal (y aunque la cárcel es un gran lugar para escribir, también es un lugar perfecto para experimentar el sexo anal no consentido, usted decida).
Un personaje maduro experimentará siempre la etapa rebelde en la que tratará de decidir por sí mismo qué hacer. Y es sabido que los personajes deciden siempre mal. Lo cual no quiere decir que esos personajes vayan a hacer una mala historia, pero sí que, casi en la totalidad de los casos, harán una historia diferente en todo a la que usted había planeado hacer con ellos. Imagínese nada más que el día de mañana usted pusiera en una olla dos tomates, pimentón, camarones, arroz y azafrán, encendiera el fuego y media hora después, al revisar el guiso, se encontrara con un gazpacho de camarones en lugar de la paella que estábamos planeando. Caótico. No necesariamente malo, ¿me explico? Pero definitivamente inesperado.
Y un escritor debe haber dejado muy claro al principio de la hoja que las sorpresas están reservadas para el lector y no para sí mismo. Está muy bien que al final el asesino no sea el mayordomo, siempre y cuando uno sepa que el asesino es en realidad el Doctor Hughes. De lo contrario puede uno convertirse en John Katzenbach y encontrarse un día en una firma de libros ante quinientas personas preguntándose cuándo las chaquetas mentales se volvieron un ingrediente principal de los best-seller del sanborns local.
Quizá por eso escribir sea un acto tan íntimo como masturbarse. Nadie mejor que uno mismo para saber lo que le pone a tono. Quizá por eso yo todavía me sonrojo cuando me entero que mi abuela ha leído uno de mis cuentos y pienso prontamente en una excusa para evadir la próxima cena familiar. Porque uno escribe de la misma forma que uno cocina cuando tiene invitados: sabiendo que todos van a juzgar el resultado, pero a final de cuentas uno también habrá de tragárselo completo.
Escribir es, de todas maneras, un ejercicio solitario. Fuera de algunos casos extraordinarios como El ciclo de la puerta de la muerte, los escritos a cuatro manos suelen ser obras resquebrajadas en las que es sencillo identificar cuáles manos son de cada quién y es inevitable tener pasajes favoritos del todo, distinguir los ingredientes del guiso, vaya. Sólo solo es posible adentrarse lo suficiente en los vericuetos de la propia historia que está intentando contarse (o ser contada, mire usted) para hacerlo de forma armónica, sutil, sin pasos en falso.
En ese sentido, escribir una buena historia es como caminar en el hielo, con el riesgo constante de que el siguiente paso sea sobre una capa muy delgada y uno termine hundiéndose en un relato que ni siquiera se parece al que se quería contar. Recuerdo que en alguna crónica biográfica de García Márquez, éste afirmaba que El Otoño del patriarca era su historia más querida, por la simple y sencilla razón de que era la única que se había dejado contar completa de principio a fin.
Para alguien que no escriba, la anterior puede resultar una afirmación de lo más confusa. ¿Quién cuenta una historia si no aquél que la escribe? Pues ni más ni menos que los personajes. That’s who. Un buen personaje, como un buen hijo, llega a una edad en la que camina solo, come, se baña y actúa sin preguntarte qué carajos pretendías hacer con él. A diferencia de un hijo, sin embargo, un personaje es susceptible de que le recuerdes que al final es tu personaje y si quiere seguir viviendo más le vale ajustarse o bien puedes hacer que lo atropelle un camión de sandías. También puedes hacer que a tu hijo lo atropelle un camión de sandías pero la última vez que revisé, seguía siendo ilegal (y aunque la cárcel es un gran lugar para escribir, también es un lugar perfecto para experimentar el sexo anal no consentido, usted decida).
Un personaje maduro experimentará siempre la etapa rebelde en la que tratará de decidir por sí mismo qué hacer. Y es sabido que los personajes deciden siempre mal. Lo cual no quiere decir que esos personajes vayan a hacer una mala historia, pero sí que, casi en la totalidad de los casos, harán una historia diferente en todo a la que usted había planeado hacer con ellos. Imagínese nada más que el día de mañana usted pusiera en una olla dos tomates, pimentón, camarones, arroz y azafrán, encendiera el fuego y media hora después, al revisar el guiso, se encontrara con un gazpacho de camarones en lugar de la paella que estábamos planeando. Caótico. No necesariamente malo, ¿me explico? Pero definitivamente inesperado.
Y un escritor debe haber dejado muy claro al principio de la hoja que las sorpresas están reservadas para el lector y no para sí mismo. Está muy bien que al final el asesino no sea el mayordomo, siempre y cuando uno sepa que el asesino es en realidad el Doctor Hughes. De lo contrario puede uno convertirse en John Katzenbach y encontrarse un día en una firma de libros ante quinientas personas preguntándose cuándo las chaquetas mentales se volvieron un ingrediente principal de los best-seller del sanborns local.
Quizá por eso escribir sea un acto tan íntimo como masturbarse. Nadie mejor que uno mismo para saber lo que le pone a tono. Quizá por eso yo todavía me sonrojo cuando me entero que mi abuela ha leído uno de mis cuentos y pienso prontamente en una excusa para evadir la próxima cena familiar. Porque uno escribe de la misma forma que uno cocina cuando tiene invitados: sabiendo que todos van a juzgar el resultado, pero a final de cuentas uno también habrá de tragárselo completo.
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