29 junio 2010

Bienaventurados los perros.

Inevitablemente, la gente ha dado por llamarme Jerry London. Cuando digo mi nombre en una reunión social o me presentan a la amiga de una amiga; cuando veo mi registro en el directorio electrónico del celular de cualquier conocido, ahí está: Jerry London.

La gente, al parecer, tiene problemas con que me llame Gerardo Hernández, y ha decidido resolver el problema creándome ese alter-ego hipersocializado que estoy seguro que soy para más de tres. Jerry London, bartender de uno de los lugares de moda de esta ciudad hervorosa, un tipo que prepara buenos cócteles, cuenta buenas historias y “al parecer escribe libros o algo así”.

Fácilmente puedo pensar en diez clientes que han comprado mi novela y puedo apostar cada uno de los dedos de mis manos a que no la han leído. Creo que suelen conformarse con mi foto en la solapa y la garantía de que están bebiendo con un cantinero que se ha certificado en el departamento de contar historias. Ya he perdido la cuenta de cuántos me han dicho: “Mi vida te daría para dos o tres libros”. Seguro. En casi cualquier vida yace una historia, pero que alguien se sienta digno de ser personaje ya me provoca la suficiente pereza como para garantizar que no seré yo quien lo convierta.

Decía, sin embargo, que todo este asunto de ser Jerry London comienza a ser aburrido y, además, inconveniente. Hace un par de días tuve la oportunidad de conversar con uno de los gurús del teatro local en una exposición de pintura. Hablamos sobre todo de eso: teatro, pintura, el desierto para la danza de este año, las próximas luces literarias. El tipo resultó un admirador de mi novela, de la que incluso me corrigió un par de errores de continuidad (los cuales yo ya había visto, pero que la editorial se negó a corregir en la última versión). El asunto es que, casi al final de la plática, cuando vio mi cara con mejor iluminación, me soltó a bocajarro un: ¿No eres el cantinero de London Pub?

Efectivamente, soy yo, le dije. Su expresión fue de confusión, por decir algo. Hago eso para pagar la renta, seguí, del mismo modo que Tolkien daba clases de lingüística o Rulfo regenteaba su escritorio en el Instituto Nacional Indigenista.

“Murakami fue bartender” me dijo tras una larga pausa. “Muy bueno, según dicen los que probaron sus martinis”. Curiosamente yo estoy leyendo a Murakami ahora. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Al sur de la frontera, al oeste del sol antes de eso. Y Sputnik, mi amor, tan pronto termine.
Entonces quizá yo sea dentro de unos años un Rulfo, un Tolkien o un Murakami, contesté yo. Y ambos nos reímos. Yo me reí porque no lo creo. Él se rió porque quizá lo cree. Quizá.

Definitivamente en algún lugar del mundo se están formando los próximos escritores cuyos apellidos alguien utilizará para ejemplificar pesos pesados de la letra universal. Entre los que hoy son jóvenes yo lo tengo fe a Enrique Serna, que hace los mejores cuentos en castellano que he leído en los últimos cinco años; Antonio Ortuño escribió la novela más amena que le he leído a un mexicano joven (lo siento, Velasco) y Guillermo Fadanelli representa esa ala tosca, cruda y callejera que a la literatura (y a mi literatura) siempre le viene bien.

Si yo o alguno de mis colegas cercanos, con los que de pronto coincido en el café (de la forma como García Márquez coincidía con Hemingway en las calles de París y
Cortázar solía toparse con Sartre en el Le Monde, éste acompañado de su Simone y aquél solo, en la forma en que los que lo conocieron dicen que sólo Cortázar sabía estar así de solo. La aliteración es adrede. Si yo o alguno de mis colegas cercanos, decía, llegaremos en 20 o 40 años a ese Olimpo que es el mundo de los escritores que realmente venden libros y que además escriben bien (conceptos que suelen estar peleados) es un gran enigma para mí. Sobre todo tras conocer a una docena de personas que al enterarse de que escribo resultan haber publicado sus propios libros en la lejana juventud y ahora son prósperos empresarios, respetables periodistas, alegres catedráticos. Y las letras, bien, gracias.

Claro que además ahora vamos contra la revolución de la ignorancia y la anti-cultura. Después de la maravilla que significaron los 70’s y 80’s para el mundo literario (los libros baratos, los grandes escritores publicando mucho, la No-existencia del internet, la televisión por cable, el iPhone y Stephanie Meyer aprendiendo a usar las toallas sanitarias), ahora los que queremos hemos de topar contra todo eso y además con la bendita verdad de que el hábito de la lectura está para todos los efectos, extinto.

Labrarse entonces un nombre, parece cosa complicada, por lo menos en el mundo de las letras. En el mundo de la fiesta y el bartending, por el contrario, ha sido tan fácil como llamarme Gerardo, un nombre larguísimo y complicado, para haberme vuelto muy pronto Jerry. Jerry London. Nombre que ni siquiera puedo utilizar como seudónimo sin riesgo de que me crean heredero de Jack London, que a mi edad ya tenía un nombre literario rimbombante. Eran otros tiempos.

4 comentarios:

Char dijo...

Yo no tengo seudónimo, pero todo el tiempo me dicen que debe ser genial trabajar de bartender... y yo hago mi mejor ejecución de sonrisa falta y digo -A veces.
También me preguntan que si voy a ir a la universidad (joder!) y que qué quiero hacer "cuando crezca". Aparentemente es inimginable que tenga una licenciatura en sociología, una especialidad y haya trabajado en mi campo varios años. Esta gente es tan poco imaginativa.

Anónimo dijo...

Ni modo Jerry ¿Qué querías? Hay muchas nenas (nenes también) que pagarían sólo por tu foto impresa. Ni modo. Para mí siempre has sido Gerardo Hernández,el escritor. A dios gracias te conocí por escritor, así no hubiera tenido que fingir interés en la barra para comprarte un libro sólo por la foto ;D jajajaja Saludos!

Chef Renatta dijo...

oye yo también ando leyendo a Murakami, de que hablo cuando hablo de correr, porque ya sabrás que me ha dado por correr desde hace unos dos años. Me da gusto saber que estás bien, Jerry London.

Yo ya estoy mejor y me da gusto platicartelo a tí, que fuiste mi nube negra por, bueno, como dos años, ya no hay rencores y soy completamente felíz, igual y un día hablamos como la gente.

te mando un abrazo.


Tita.

OTTO dijo...

muy buen post. Tienes razon en todo. me hace falta un cafe con vos (y voz)