Han sido un par de malos meses, como suelen ser los dos protagonistas del verano en la ciudad. Por lo general evito como la peste salir a la calle antes de las seis o siete de la tarde, cuando el sol ya va en picada y el termómetro empieza a bajar las escaleras del 46 habitual al 38 o 39 humanamente soportable.
Me rondan el desánimo y la inercia: Hago poco. Mis días son casi deducibles de impuestos. Despierto a las 8 o 9 a.m, bebo un licuado, voy al gimnasio. Paso ahí quizá una hora y media, regreso a casa, desayuno en forma (huevos, fruta, café). Aseo un poco el departamento (barrer y trapear el lunes, lavar ropa el martes, ordenar el desorden el miércoles y así). Luego me doy un baño para quitarme todos los sudores juntos y me recuesto en el clima artificial de mi recámara a leer por horas.
La semana pasada leí Ángeles del Abismo y Sputnik, mi amor, de Enrique Serna y Haruki Murakami. Difícil pensar en algo más contrastante que un narrador chilango campechano y artificioso y un japonés multipremiado que se perfila como nobel al corto plazo. Difícil todavía más, encontrar puntos comunes entre una historia y la otra.
En Ángeles, Serna hace una amena sátira más o menos real de la historia de una falsa beata de la Nueva España, víctima del incesto y las crueldades del padre, que se amanceba con un indígena que a su vez se debate entre el cristianismo de los frailes que lo educaron y la religión prehispánica del padre al que accidentalmente aesinó.
En Sputnik, Murakami cuenta como siempre, una historia de Murakami, con mujeres que
a fuerza de rellenar termina vaciando y un hombre que pasa toda la vida explicando cosas para llegar a la conclusión de que no entiende nada. Murakami es a la vacuidad lo que Vila Matas es a la desaparición: Un buscador constante.
Una joven japonesa, Sumire, descubre su inclinación lésbica cuando conoce a Myû, una mujer madura y encantadora. La joven que jamás había experimentado deseo sexual, enloquece por la mujer y emprende con ella un viaje por Europa, donde desaparece. El narrador, mejor amigo de Sumire, que además vive enamorado perdidamente de ella, acude a Grecia a reunirse con Myû e intentar desvelar el misterio del paradero de la chica. Todo esto lleva a una especie de pentágono amoroso (nunca llega a ser un triángulo, lo entenderán si la leen) que resulta agotador. Es una historia fantástica si uno está dispuesto a aceptar que Murakami no se detiene a explicar las cosas. El deber del lector es creerle y seguir adelante.
Esta semana empecé Amrita, de Banana Yoshimoto, pero aún es muy pronto para emitir un juicio, por supuesto. Quizá para el fin de semana ya tenga algo fundamentado qué decir. Mientras tanto me limitaré a decir que escribe bien.
Mi proyecto está estancado, como ya es habitual. Tras el viaje a Guadalajara en el que descubrí un montón de cosas que deben estar en el relato y avancé con una fluidez maravillosa, caí en un bache del que no he encontrado la forma ni la energía para salir. En dos meses debo dar el taller sobre creación novelística y me voy a sentir un cínico hablando de disciplina y método cuando esas dos cosas me están regalando unos cotidianos dolores de cabeza.
En quince días cumpliré tres años viviendo de nuevo en Hermosillo. Reconozco que me duele el orgullo de haberme quedado tanto tiempo. Prometo que no cumpliré cuatro, pase lo que pase. Si alguien sabe de un buen empleo en Kuala Lumpur, Burkina Faso o Rand McNally, por favor hágamelo saber.
1 comentario:
¡Ah las mujeres de Murakami! Son como la niebla, inasibles y a sus hombres se les puede aplicar esta frase "el que siempre está buscando explicaciones corre el riesgo de inventárselas".
Y ya en esto de los libros, descubrí que a Benedetti le gustaba Castellanos, pone fragmentos de sus poesías en "La borra del café" ¿Qué tal?
Y no finja demencia, me debe un libro.
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