Me considero un hombre muy difícil de querer. La verdad es que quiero poco a unos pocos, quiero mucho a menos de cinco personas y a la gran mayoría me unen lazos de sangre que me hacen casi obligatorio quererlos y le quitan todo el mérito a mi escaso y poco amor. Hay en mi propia familia personas a las que no quiero y cuyas vidas me tienen sin cuidado. Amo rabiosamente a dos personas: mi mujer y mi hijo, y amo con muchos matices a mis hermanas y a mis padres.
Digo que los amo con muchos matices porque con pocas personas soy capaz de enfurecerme tan rápido como lo hago con ellos cuatro. Mis padres dominan el arte de hacerme trinar de coraje en dos frases y mis hermanas me parecen dos de los peores ejemplos de cómo no debe ser una hija.
Con mi mujer y mi hijo me une un amor límpido y libre de impurezas. Ángel, siendo un niño pequeño y de corazón enorme, saca lo mejor de mí, siempre. Abrazarlo, hablar con él, escuchar sus historias (la mayoría producto más de su imaginación que de la vida real) son motivos de felicidad. Su inocencia y su hambre de aventura me hace vivir a través de sus palabras una película de la infancia cada vez más lejana que fue mía y con la que puedo tejer tantos paralelismos que a veces mi pregunto cómo se las ingenia la vida para repetirse con tanta simetría.
Mi mujer simplemente es indefectible. Por supuesto es caprichosa, necia, testaruda, inoportuna, gritona, consentida y un largo, largo etcétera. Pero es la mujer perfecta. Lo mejor que ha podido pasarle a un escéptico del amor como yo. Hablar con ella, verla acomodarse el cabello detrás de la oreja para coquetearme, escuchar su voz cuando llora de impotencia porque se le pone grave un paciente, saberla capaz de amar a la gente (que por supuesto no merece ser amada, ni remotamente), me conmueve. Para bien o para mal, pero me conmueve. Me gusta que tenga la boca chiquita y los ojos grandes, que tenga las manos blancas y los dedos delgados, que no fume ni beba aunque yo amo que las mujeres fumen y beban y se odien; me gusta que ella puede bailar en medio de un centro comercial con cientos de personas si la canción que suena se lo pide, me gusta que grita de espanto cuando ve una cucaracha, pero aprieta los dientes y se serena ante un fémur sangrante que sale de una pierna rota. Me gusta que es machista y se cree feminista, me gusta que no sabe cocinar pero le encanta comer, me gusta que no ve televisión, que no conoce el nombre de ningún expulsado de ningún reality show y que sabe pedir perdón con el corazón, de una manera en que sólo he visto hacer a ella.
Pero me pierdo, me doy cuenta, en hacer un recuento de virtudes. Me alejo del punto original que era esta idea: Yo soy difícil de querer. Y soy difícil de querer porque soy difícil de conocer. Por lo general hay dos o tres facetas de mi personalidad que hay que pasar como habitaciones y pasillos antes de llegar al que soy yo. Creo que primero está un egocéntrico detestable que suele pasarse más tiempo del necesario peleándose con la gente que está mal (que es casi toda la gente) por cosas tan estúpidas como la ignorancia apática, la falta de cultura general, la superficialidad y otros conceptos similares. El egocéntrico es mi perfil defensivo de primer grado, uno que rara vez suele ser sobrepasado.
Después viene el maestro del disfraz. Desde que era muy pequeño desarrollé un gusto peculiar por crear personalidades alternas, cuadros sicológicos completos y complejos de hombres sociales que puedo ser según la situación lo requiera. La buena vida que me ha tocado vivir y la mucha tierra que el destino me ha dejado pisar han traído consigo un sinfín de recursos para enriquecer, aderezar y complementar esos cuadros bizantinos en los que ya se convirtieron mis múltiples personalidades.
En alguna ocasión comenté aquí que me gusta inventarles historias a los taxistas con los que cada dos o tres meses me veo forzado a convivir en los viajes que hago por múltiples motivos. He sido empleado de un conglomerado farmacéutico, traductor de una editorial con sede en Barcelona, médico cirujano con especialidad en patologías cardiacas, importador de vinos y licores de Asia y Europa, entre muchas otras cosas.
Alguna vez hice un personaje para una novela (que me robaron junto con mi laptop original) que tenía esa misma debilidad y se inventaba personajes para cada casero al que le rentaba un departamento. Nunca me funcionó, costaba volverlo un personaje creíble. Así de “rara” es mi costumbre, pero la disfruto mucho.
Y bueno, sobra decir que la segunda etapa por la que es necesario pasar para conocerme/quererme es una habitación ocupada por uno de esos personajes. No siempre es algo tan sofisticado o elaborado como los anteriores. A veces soy yo mismo transfigurado. En un mal día me clavo demasiado en ser un escritor maldito (asco) y me doy golpes de pecho por ser un incomprendido (risa loca); otro día quiero cambiar al mundo con una conciencia revolucionaria y emprendedora y creo ideas y conceptos útiles, innovadores y prácticos que jamás terminan de cuajar por la historia de siempre: viene otro día y se lleva ese leit motif.
Resulta difícil saber cuál de esas personas soy yo por la misma razón que es imposible precisar cuál de las olas es el mar. Ninguna ola es el mar. Todas las olas son el mar.
La última habitación con luz es, en el colmo de lo predecible, una recámara infantil. El niño que la mayoría de los hombres nunca dejamos de ser. Ese niño, en mi caso, es uno crecido en un pueblo costero, que amó su bicicleta más de lo que muchos aman algo en toda su vida y que tiene los recuerdos tan claros hoy como al día siguiente de vivirlos. Un niño que si hubiera podido tener un deseo, ese hubiera sido poder leer todos los libros, pero que nunca eligió leer un libro por encima de treparse a un árbol. Un niño que podría haber correteado con Huckleberry Finn o robado en las calles con Oliver Twist, pero al que nunca dejaron ser paqueterito del supermercado.
Pocas, muy pocas personas llegan alguna vez a caminar por las tres habitaciones de la casa de infonavit que soy. Ni se diga a la terraza de flores y viento que mira siempre a mi playa y donde vive el amor que siempre he sido capaz de prodigar, pero que sólo han merecido unos cuantos. Y no porque mi amor valga más o menos que el de nadie, sino porque mi amor, por ser poco, es más difícil de conseguir.
Por eso suelo ser feliz cuando estoy triste y suelo ponerme de un triste horrendo cuando estoy feliz. Reconozco la finitud de mis estados de ánimo y en prolongarlos no encuentro más placer que en el cortarlos como mala hierba. Cada vez que abrazo a mi mujer o beso a mi hijo estoy consciente de que toda mi vida, toda en absoluto, se resume a ese preciso momento y nada más. En ningún otro momento me brilla con tanta luz el corazón y me aturde con tanta fuerza la música de la dicha más completa.
En ese sentido, como en todos, ser un hombre difícil de querer es una más de las muchas bendiciones que he recibido. Porque las personas que me quieren, las que me quieren de verdad, lo hacen de una vez y para siempre.
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