No estamos hablando de que nada sea viejo, o demasiado joven; tampoco
estamos diciendo que sea el desgaste el cáncer que nos ha comido. Tan solo,
simplemente, decimos que las cosas pasan y se van, como los días, el tiempo y
la corriente de un río, que es a la vez siempre otra y siempre la misma.
Eso es todo lo que estamos diciendo, y aunque parezca poco, es decirlo
todo, decir lo demasiado. Decir y al terminar de decir, ya no tener más nada
que decir. Esforzarse para tener de nuevo qué decir. Porque nos hemos consumido
en nada, en el simple transcurso de los sueños y vigilias predestinados. En comer
y dormir y cagar, porque hay que cagar, dormir y comer y porque una cosa lleva
a la otra y la otra vuelve a la primera.
No estamos, digo, demasiado viejos. Pero en definitiva ya no somos demasiado
jóvenes. No encontrarás savia fresca si cortas esta piel, pero en definitiva,
tampoco estamos hechos de la fibra apropiada para un juego de valijas. Esta es
una época triste, en la que ya no tienes el refugio de la inexperiencia, la tozudez
y el frescor que la inocencia rocía como brisa matinal, pero aún no llegan las
hojas doradas, la paja tibia, la nieve ligera sobre el tejado de tu pelo. Eres middle
age crisis. Eres “señor” para las niñas apenas reventando las flores de sus
senos, cuyas piernas apenas depiladas te causan todavía un letal calambre en la
entrepierna. Podrías ser, no su padre, pero sí su querido tío.
Eres auto nuevo
y ropa perfecta. Eres rasurado impecable y perfume caro. Eres ipad, iphone y
gps. Eres visa gold y crédito en Liverpool. Ya no eres cincuenta pesos en el peluquero,
sino trescientos en el salón spa. Has olvidado el escalofrío de la navaja
estilo Butch Cassidy afilándose en el cuero, sumergido en la delicia de fresca
lavanda del champú herbal de Paul Mitchell, que unos dedos entrenados
desvanecen en tu melena acicalada. Ya no eres Saint Seiya y Dragon Ball, no
siquiera Headbangers y Raizónica. Ni hablar de Ren y Stimpy. Ahora eres
FoxLife, Queer Eye for the Straight Guy y casi siempre ESPN.
Tu pene ha dejado de ser un dictador, para ser relegado a un accesorio. Lo cuidas
con esmero, como tus uñas o las nuevas ojeras de los treinta, pero ya no
gobierna más tu vida. Todos los dictadores derrocados son miserables y tu pene
no es la excepción. El apetito se ha refinado y es para siempre. Ya no sufres
de un síndrome de polinización imperativa de cuanta púber cruce miradas
contigo, pero ahora has entrado a un grupo peor: el gourmet sexual. No te
engañes. No eres mejor por haber dejado atrás el sexo rápido y torpe en
autobuses oscuros y salas familiares deshabitadas. El que necesites edulcorar
tus faenas con una cena bien conversada en ese lugar de comida vietnamita, una
hora de baile en el lugar de moda y lencería de quinientos dólares comprada por
internet es aún más patético. Al final entenderás que el sexo es siempre el
sexo. Y entre más barato, mejor. Terminarás eyaculando entre jadeos tres o
cuatro gotas tristes, y no sin evocar con añoranza el recuerdo de unas piernas
morenas saliendo por debajo de la falda a cuadros de tu novia del colegio.
Desearás
una mujer que no te deje penetrarla, sino apenas frotarte contra ella como en
los escarceos de tus dieciséis. Anhelarás una piel que no huela a Givenchy,
sino un poco a Rexona y un poco a Chamoy. Buscarás la portada del “dónde
jugarán las niñas” de Molotov para masturbarte rabiosamente a las cuatro de la
mañana, cuando todas tus conquistas se hayan dormido o te hayan dicho que no
las llames más hasta que estés listo para ofrecerles una vida de mierda en un
fraccionamiento de interés social, una quincena raquítica y un divorcio lo más
violento posible.
Depositarás tu semen caliente en un pañuelo que luego irá a la basura y te
dormirás pensando cómo es que tu vida llegó a ser esta caricatura dantesca,
cómo te convertiste en esta cosa despreciable y nimia, dónde fueron muriendo
uno a uno tus propósitos vitales.
Luego tendrás sueños hermosos y despertarás listo para vivir un nuevo día. Bienvenido
al resto de tu vida.
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