20 marzo 2013

Mi pequeña armada propia y privada


Pido un minuto de su atención para mi lonchera verde. Reclamo de su tiempo, oh, caros lectores, oh, nobles transeúntes de esta letra, para la minúscula caja de metal en la que mañana tras mañana, transporto mis viandas hasta el vetusto edificio donde discurren mis labores.

Miradla ahí, metálica y verde, metálica y brillante, metálica y fría. Conteniendo dentro el calor necesario para que mis pábulos se conserven apetecibles el tiempo necesario. A veces no se abre hasta las dos o tres de la tarde, y entonces, en silencio, me contempla por más de cuatro horas, esperándome, paciente, mudo recordatorio de que ella guarda, ahí dentro, sin falsas esperanzas, la provisión que habrá de mantenerme lúcido y nutrido.

Hay en su cerrojo algo de callado asombro, algo de insólito y sagaz conocimiento. En ese recinto plateado donde anidan las posibilidades, recae la seguridad de mis antojos. Hay días en que no sé los secretos que guarda en sus entrañas. Días en que me sorprende con oleajes de crema y cereales, o con olores antiquísimos y sazones ancestrales envueltas en tortillas de harina. Días en que sólo alberga el más dulce de los panes. A veces, como en el cantar de los cantares, pienso al verla: “hay miel y leche debajo de tu lengua, amada mía”. Y es que a veces, en el fragor salivante de las once treinta en la mañana, yo amo desaforadamente a mi lonchera.

Junto a ella, guardián incansable de su espalda, fiel soldado al costado de sus armas, se yergue sólido y platinado mi termo de café. Su sombrero negro galante le cubre la cabeza, y el asa es un brazo saludando marcialmente al superior. Siempre lo encuentro en pose de saludo, lo imagino gritando un “¡soldado del café, sin novedad en el frente, señor!”. Es el primer trompeta del regimiento y por las mañanas es él quien despierta a la tropa jovial e indisciplinada de mi cuerpo. Luego viste su uniforme oscuro y cálido y toma su lugar junto a la lonchera, bajo la luz siempre encendida del monitor y vela paciente por la tranquilidad del recinto. Cuando huele a café no es otra cosa que los recorridos de patrulla que el primer trompeta hace por los alrededores.

Yo pido este minuto para ellos, soldados siempre anónimos de lo menos granado del regimiento. Sus uniformes sencillos sin medallas hablan poco del mérito que tienen. Son los que mantienen a flote esta mi nave, bregando estas mis velas, sin esperar el corazón púrpura o el almirantazgo prometido. Me miran tranquilos, desde ahí donde viven despacio sus misiones. Me contemplan en calma, con la satisfacción de su deber cumplido. Yo soy su patria y me ven sano. Así son los soldados buenos, los que habitan solamente en la ficción.

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