He descubierto en el enorme baúl de mis manías
viejas y nuevas, la de quitarme los lentes para escribir. Antes solía
quitármelos también para comer. Esto último no es tan ilógico, pues suelo comer
en un área segura —el comedor— donde corro pocos riesgos de comer algo tóxico o
beber un solvente industrial —los cuales guardo en el refrigerador para
beberlos fríos— y por tanto comer sin lentes no entraña nunca un gran riesgo. Además,
no me sentía cómodo comiendo con ellos, pues mis lentes tienen la manía de
comer solos, cuando nadie los mira, y por lo general comen minifaldas, piernas
lindas o pequeños ombligos de moderada profundidad. También mis lentes tienen
sus manías y no seré yo el ingrato que los reprenda por ello.
Escribir sin lentes, por el contrario, tiene una
incongruencia burda, como una cuerda demasiado justa en la guitarra, que
provoca con grosero tang donde esperamos un melodioso ting, pues es por lo
menos deseable que un escritor revise un par de buenas veces lo que está
escribiendo, y elimine los tangs o por lo menos los convierta en tings, antes
de que el eventual lector llegue a enfrentarse con el texto. Y no es que yo no
vea sin lentes —mi vista sigue siendo bastante decente, a pesar de lo que les
decía de los ombligos y las minifaldas, y con su ligera graduación mis lentes
sirven más para el reposo que para aumentar en forma prodigiosa el alcance de
mis ojos— pero tampoco es que me estorben para escribir. Sin embargo suelo
quitármelos.
Al escribir esto soy consciente de pronto de que
también suelo quitarme el anillo que uso siempre en el anular izquierdo y el
reloj grueso que suelo llevar en la muñeca, a pesar de que ninguno —anillo y
reloj— me estorban en lo más mínimo a la hora de la escritura creativa o de
cualquier tipo. Esto me recuerda a aquella ocasión en que una mujer, en las
postrimerías del amor, sollozó mientras buscaba sus pantaletas en el suelo
porque yo, en las prisas del juego previo, había olvidado retirarme los
calcetines. Al parecer hay una regla, traída directamente del porno, de que uno
solo se deja los calcetines con las amantes de ocasión y las mujeres
intrascendentes. Para el acostón esporádico, por algún motivo que ignoro, el
calcetín es una prenda aceptable y hasta imprescindible. Sin embargo, la mujer
amada, la pareja estable e incluso la amante de guardia, tienen derecho al pie
descalzo y a la vista nada romántica de mis empeines peludos y mis uñas mal
recortadas.
¿Qué tipo de intimidad o de callada aceptación
rodea al pie desnudo? No lo sé, pero pregúntenselo ustedes a aquella persona
con la que habitualmente humedecen sus tendidos y quizá obtengan respuestas
mejores que las mías. Yo sólo sé que desembarazarse de la ropa —de toda ella—
es un acto íntimo, de exposición y de fragilidad confiada y de una cierta
aceptación de la vulnerabilidad, y quizá en ese punto está el germen de mi
manía de quitarme lentes, anillo y reloj para escribir. Quizá sea una forma de
pararse frente al río de lo literario, poblado de los caimanes del cliché, las
pirañas de la indisciplina y las piedras filosas del error gramatical, meterse
el cuchillo entre los dientes y brincar, confiado, hacia el quién sabe.
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