26 marzo 2013

Manías de escritor


He descubierto en el enorme baúl de mis manías viejas y nuevas, la de quitarme los lentes para escribir. Antes solía quitármelos también para comer. Esto último no es tan ilógico, pues suelo comer en un área segura —el comedor— donde corro pocos riesgos de comer algo tóxico o beber un solvente industrial ­—los cuales guardo en el refrigerador para beberlos fríos— y por tanto comer sin lentes no entraña nunca un gran riesgo. Además, no me sentía cómodo comiendo con ellos, pues mis lentes tienen la manía de comer solos, cuando nadie los mira, y por lo general comen minifaldas, piernas lindas o pequeños ombligos de moderada profundidad. También mis lentes tienen sus manías y no seré yo el ingrato que los reprenda por ello.

Escribir sin lentes, por el contrario, tiene una incongruencia burda, como una cuerda demasiado justa en la guitarra, que provoca con grosero tang donde esperamos un melodioso ting, pues es por lo menos deseable que un escritor revise un par de buenas veces lo que está escribiendo, y elimine los tangs o por lo menos los convierta en tings, antes de que el eventual lector llegue a enfrentarse con el texto. Y no es que yo no vea sin lentes —mi vista sigue siendo bastante decente, a pesar de lo que les decía de los ombligos y las minifaldas, y con su ligera graduación mis lentes sirven más para el reposo que para aumentar en forma prodigiosa el alcance de mis ojos— pero tampoco es que me estorben para escribir. Sin embargo suelo quitármelos.

Al escribir esto soy consciente de pronto de que también suelo quitarme el anillo que uso siempre en el anular izquierdo y el reloj grueso que suelo llevar en la muñeca, a pesar de que ninguno —anillo y reloj— me estorban en lo más mínimo a la hora de la escritura creativa o de cualquier tipo. Esto me recuerda a aquella ocasión en que una mujer, en las postrimerías del amor, sollozó mientras buscaba sus pantaletas en el suelo porque yo, en las prisas del juego previo, había olvidado retirarme los calcetines. Al parecer hay una regla, traída directamente del porno, de que uno solo se deja los calcetines con las amantes de ocasión y las mujeres intrascendentes. Para el acostón esporádico, por algún motivo que ignoro, el calcetín es una prenda aceptable y hasta imprescindible. Sin embargo, la mujer amada, la pareja estable e incluso la amante de guardia, tienen derecho al pie descalzo y a la vista nada romántica de mis empeines peludos y mis uñas mal recortadas.

¿Qué tipo de intimidad o de callada aceptación rodea al pie desnudo? No lo sé, pero pregúntenselo ustedes a aquella persona con la que habitualmente humedecen sus tendidos y quizá obtengan respuestas mejores que las mías. Yo sólo sé que desembarazarse de la ropa —de toda ella— es un acto íntimo, de exposición y de fragilidad confiada y de una cierta aceptación de la vulnerabilidad, y quizá en ese punto está el germen de mi manía de quitarme lentes, anillo y reloj para escribir. Quizá sea una forma de pararse frente al río de lo literario, poblado de los caimanes del cliché, las pirañas de la indisciplina y las piedras filosas del error gramatical, meterse el cuchillo entre los dientes y brincar, confiado, hacia el quién sabe. 

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