04 enero 2005

El descanso ha terminado. Las agradables, esperadas, ansiadas y breves vacaciones han terminado de doblar la esquina y ahora son sólo una memoria que poco a poco se desvanece junto al olor de alcohol, tabaco y lociones caras que tanta y tanta gente me embarró en el cuerpo al darme su abrazo de rigor y sus palabras originales de todos los años.
Del año que termina hay tal vez mucho que decir, pero la verdad es que diré muy poco. Soy y creo que seguiré siendo conocido como un tipo con muy poca gracia para resaltar virtudes, mostrarse agradecido o imprecar al cielo en medio de loas y alabanzas por los dones recibidos. Sin embargo, dos cosas vale la pena mencionarlas por su trascendencia: La primera de ellas, en orden e importancia, es el nacimiento de mi primer hijo Ángel Gerardo, el 24 de Octubre a las 11 de la mañana. Su venida al mundo fue, es, y será motivo suficiente para que todas mis quejas, la amargura que me hace el tipo encantador que soy, la lista interminable de razones para odiar al mundo, todo eso, se disipe, pues al charlar con él, esuchar sus intentos desesperados por articular como un adulto, sentir en los oídos el timbre de su voz mal modulada, me hace detestar el silencio. Al tenerlo en los brazos, dejarlo que me apriete el dedo índice mientras prueba toda la gama de posibilidades que le dan sus propios deditos, al cantarle Twist & Shout y verlo sacudir su cabecita como un Paul McCartney en miniatura, me hace sentir que vale la pena soportar al resto del mundo.
La segunda razón para estar agradecido, es el saber que las cosas no han llegado a un punto de no retorno. Piénsenlo: ¿Están dispuestos a pasar una eternidad en el infierno (todos ustedes van para allá, resignación) llevando en la consciencia la idea de haberse muerto sin haber hecho nunca algo para mejorar el mundo miserable, corrupto, puerco, materialista, podrido, nauseabundo y hambriento que nos tocó como hábitat?
YO NO, carajo, claro que yo no. Todos los días, en un punto u otro de la jornada me encuentro viendo a la nada y pensando en forma silente una manera de dejar, cuando me vaya, un cambio miniatura, no importa que sea diminuto, siempre que sea positivo. Y cosas se me ocurren bastantes: Desde el darle los buenos días a todo mundo, sonreírle a extraños, darle asiento a las señoras y ancianos en el autobús cuando lo uso, darle monedas a los niños que piden caridad para comer. Lo triste es que hay mañanas, días, tardes, semanas enteras en las que me lo pongo como sistema de vida y al final, derrotado, acepto que nada ha cambiado. Es difícil pelear solo, es complicado encontrar gente que desee de veras lograr algo bueno, y cuando se le encuentra es más complicado que estén dispuestos a sacrificar la mínima cosa propia en aras de ese logro. Queda poco en el mundo para ser salvado, pero la constante es clara: el cambio, la regeneración. Nosotros ya nos jodimos, los niños tienen chance si nos morimos todos los más grandes, los no natos tienen chance si nunca se dejan influenciar por nosotros.
Señor, háznos mudos.
El planeta me sigue gustando. Todavía hay rincones, incluso muy cerca de esta ciudad de mierda en la que vivo, que no están llenos de ruido, que no tienen la mala vibra de la gente estresada, mala leche y gandalla que ronda las oficinas y lugares públicos en que trabajo, todavía está la playa de mi pueblo, deshabitada y hermosa, en la que me puedo tirar de cara a la arena a tostarme la espalda durante siglos sin que alguien me venga a joder, todavía existe el arroyo sobre el que pende el tronco oblongo de un árbol gigante en el que puedes recostarte a ver por días enteros cómo el agua se pasea por los predios agrícolas del valle del mayo, nutriendo trigo, maíz, sorgo, tomate, calabaza y frijol sin preguntar porqué. Todavía está la biblioteca del museo, en un salón oscuro, oloroso a papel de imprenta, a prensas y a tinta, a libro viejo, con largas mesas en donde te puedes sentar por horas sin que nadie NADIE te fastidie.
Eso me hace pensar que todavía hay chance, que no está perdido el mundo. Pero la gente, la gente que ya rebasa los veinte años, duele decirlo, se jodió.
Demuéstrenme lo contrario y disfrutaré de que bailen en mi tumba.

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