Me gustan las mañanas que se anuncian frescas, colándose por los quicios más angostos de ventanas y puertas cerradas con ese hálito de renovación y ese aire de cosa nueva, de vida sin estrenar que tienen las mañanas en el viento, en la luz, en el sonido mínimo de la vida floreciendo en el jardín.
Me gusta también la comodidad perfecta que se siente al recostarse sobre una alfombra de pasto que ha recibido el rocío matutino y el sol de las nueve de la mañana. Nada más recostarse y contemplar por larguísimos minutos las nubes que cambian de forma en el cielo, indiferentes a todo.
Me encanta amanecer sentado en la orilla de un océano cualquiera. Sentirme en el extremo exacto de algo tan enorme como el mar y verlo ir y venir en ese recorrido sigiloso en el que lleva siglos, ver ese mecanismo como de respiración de la marea, ver todos los colores que pueden percibirse sobre el horizonte y sentir hasta las fibras más hondas el escalofrío de estar viviendo la vuelta a la vida de un mundo completo.
Me gusta caminar por una calle desierta en el momento que precede a la lluvia. Ese instante preciso en que el viento es más frío, en que puede sentirse una garúa finísima en la piel y un claro aroma de tierra mojada y ver un cielo gris y conmovedoramente triste.
Lo que no me gusta es despertar y no ver su rostro a mi lado, plácidamente dormido, con las mejillas sonrosadas y rubicundas, la boca pequeñita ligeramente entreabierta y los ojos enormes cubiertos por los párpados delgados. Lo que no me gusta es despertar sin ver a mi pequeño heredero. Va desde aquí un beso a su madre que estos días está sintiendo lo que yo tengo casi 4 meses de padecer. Ojalá que no te dure tanto como a mí.
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