Voy a tratar de pasar por alto el hecho de que maese Manuel Lomelí, sacro avatar de Batio en este planeta mugriento, ya ha redactado sendos evangelios sobre el sexo, su futilidad, nimiedad, inutilidad, doblesentido y otros intrincamientos, arriesgándome a ser excomulgado antes de ser aceptado en la muy reverenciada Iglesia Batiana, todo por ustedes, pobres mortales que leen estas cotidianas diatribas.
Comenzaré siendo sentencioso: El sexo es un deporte malentendido.
¿Que no?
Han elegido a la persona incorrecta para discutir. Veamos.
1.-Es una actividad que involucra un 100% de ejercicio físico, ¿cierto?
2.-Además de ello, requiere un cierto nivel de concentración para llevarse a cabo en forma correcta (asumiendo que la forma correcta es aquella que proporciona mutua satisfacción).
3.-Tiene una meta final (gol, touch down, anotación, etc.) que es el conseguir uno o muchos orgasmos exageradamente deliciosos.
4.-Aunque puede practicarse solo (como los clavados, el boliche, golf y otros) es mucho más divertido acompañado.
Bueno, está bien. Quizá el sexo no sea un deporte en el estricto sentido de la palabra. No hay un reglamento técnicamente dicho que lo norme, no hay ligas profesionales ni amateur, no hay un comité o club (salvo los clubes nocturnos, claro) que lo promocione. Digamos que concuerdo y que el sexo no es un deporte. ¿Entonces qué es?
Por favor no traigan la sobada postura de que es "una forma de demostrar tu amor a otra persona" "algo mágico que entregaré a quien me lleve al altar" et patatin et patatán. Por favor. Regresen con esos argumentos a la década de los treinta. El sexo no es ni un don que deba guardarse para compartirlo con un elegido como si se tratase de las piedras con los mandamientos celestiales. No es tampoco el fruto prohibido cuyo consumo deba condenar al consumidor a una discreción y arrepentimiento que rare en el masoquismo mental. El sexo debería ser un desfogue, una práctica continua de otorgamiento y recibimiento de placer por medio de estímulos corporales y mentales, tendiente, como todo lo que se practica con cierta frecuencia, a un constante mejoramiento y al descubrimiento de más y mejores maneras de disfrutar a la mujer u hombre que está ahí debajo de tu cuerpo, sudando, jadeando e intentando meter los dedos en lugares muy extraños de tu cuerpo.
El día de hoy recibí la grata noticia de que un amigo al que tengo gran aprecio y alta estima acaba de iniciar su vida sexual activa con su novia. Tienen algo así como un año de noviazgo, tienen 18 años, están en su primer año de universidad y hace poco tiempo se encontraron siendo personajes de un escenario no previamente concebido: Se quedaron solos en un apartamento durante todo un fin de semana. Tome usted un par de tiburones, colóquelos a la misma distancia de un jugoso y sanguinolento trozo de marsopa y vea lo que sucede.
Escenario Uno.
Tiburón A: (haciendo una venia) Por favor, maese, después de usted.
Tiburón B: (regresando la reverencia) De ninguna manera, mi estimado amigo, el honor es suyo.
Tiburón A: Insisto, esa marsopa tan apetitosa es un justo merecimiento a sus dones.
Tiburón B: Me halaga usted, pero tan apreciable caballero escualo debería paladear esa rojiza carne antes que nadie.
Escenario dos.
Este escenario ha sido suspendido porque los tiburones siguen intentando asesinarse para quedarse con el trozo de marsopa (el cual está siendo devorado por el tiburón 3).
Bueno. Este larguísimo y nada relacionado ejemplo pretende analogar el caso con la situación de poner a una pareja de jóvenes y sanos muchachos universitarios que se traen unas ganas como de doce meses en un lugar donde falta vigilancia y sobran colchones. Los resultados no son ningún enigma, amigos míos.
El punto es que mi amigo tuvo la sensata decisión de elegirme como el único sabedor de lo que había acontecido. Estaba, es natural, un poco preocupado de las posiblemente embarazosas consecuencias de su primera incursión carnal en el cuerpo de su compañera. Hablamos a detalle, quizá a demasiado detalle, sobre algunos pormenores del evento. Para mutua tranquilidad, el peligro es casi tan mínimo como el riesgo de sacarse la lotería nacional. No pude menos que felicitar a mi amigo por su inauguración como aprendiz de amante y alejarme con una sonrisa muy satisfecha de haber sido merecedor de su confianza y más aún, de su respeto, fue mu agradable el hecho de ser considerado "alguien que sabe".
A mi me gusta el sexo. No hay razón para negarlo (además nadie me creería). Me gusta desde hace mucho tiempo, de hecho empezó a gustarme a una edad a la que a la mayoría de los hombres aún no nos interesaba nada que no fuera jugar Double Dragon, ver Mazinger Z, ganar en los trompos y traer lana para una paleta de hielo en el recreo. Debo haber tenido como diez años. Mis amigos, que andaban por los 13 o 14, consiguieron de algún proveedor ignoto, una película porno. Esa fue mi puerta de entrada. Una puerta jodida, grosera, soez, una puerta de atrás, quizá la peor manera y la más equivocada de conocer el sexo, pero esa fue.
Afortunadamente en aquella lejana infancia era un tipo de lo más lúcido. De alguna forma extraña e inexplicable, en mi mente no encajaba esa idea de que el sexo era un procedimiento que sólo involucraba tres frases, un par de tacones, muchos pelos y jadeos y acercamiento demasiado abstractos a un par de bolas que se estrellaban contra algo que parecía lejanamente una imagen de mi libro de sexto año. No estaba bien. Ya en esa temprana época había desarrollado mi extraña fe en los libros, así que utilicé la salida lógica: investigación.
Uno puede pasar años estudiando el sexo desde docenas de perspectivas y puede llegar a entenderlo desde la mayoría de ellas, sólo para llegar al callejón sin salida de las preguntas de siempre: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con quién? ¿Cuándo?
Afortunadamente a mi no me interesa responderlas. Mi primera vez fue perdida y completamente enamorado de una mujer terriblemente hermosa. No tengo quejas.
Sin embargo, y por esa tendencia mía a querer ser el segundo mejor en lo que me gusta hacer, me sentí obligado a ponerme las pilas. Se hizo necesaria la práctica, la búsqueda constante por otras maneras, otros métodos, otras caricias, formas alternativas de hacer eso que parecía no tener dobleces y que resultó una madeja inexpugnable de posibilidades. Los hallazgos eran muchos y muy constantes: técnicas de respiración, ejercicios de control muscular, meditación profunda, zonas erógenas insospechadas que actuaban como justos detonadores de clímax al mayoreo, et caeteris.
Vaya, este post parece decidido a no tener pies ni cabeza. Quizá deba dejar el resto de la diatriba para momentos más lúcidos. Si le quedó a usted algo de tiempo tras leer esto, aprovéchelo y vaya a regalarle algunos orgasmos a su significant other, se lo agradecerá.
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