Hay en mi armario una puerta que uso siempre. Todos los dias me procuro de ahí reloj, cartera y algún otro ítem. Esa puerta protege o guarda, no lo sé de cierto, una foto donde nosotros (aunque ya no deba usar esa palabra) nos besamos. Cada vez que abro esa puerta la imagen me mira y yo la miro. El portarretratos fue un regalo suyo, y lo compró para mí en ese mismo viaje.
Detrás la playa, que atardece y va tornándose roja, un par de aves que vuelan quién sabe a dónde. En primer plano ella, su cabello siempre hermoso jugando con el viento, su boca adherida a la mía, con esa dulzura y esa entrega completísima que siempre supo poner cuando la unía con la mía. Y yo, víctima insalvable de uno de esos besos con los que ella podría haber obtenido de mí lo que quisiera, incluida toda la sangre de mi cuerpo.
Sé que ya no debería tener esa foto. Que pronto será un año sin ella. Que no más. Pero yo guardo esa foto y sigo soñando todas las noches con ella. La única diferencia es que ahora eso significa despertar cada día un poco más triste. Es decir, viceversa.
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