29 octubre 2008

La vida ligera.

Redacto un consejo a consideración de la banda lectora de estas diatribas cotidianas:

Huyan de la medianía como si se tratara de la peste.

En serio, amable público lector, les voy a dar el mismo tip que si me los encontrara en mitad del periférico cuando el semáforo cambia a verde y la avalancha de vehículos arremete contra ustedes como si de una manada de toros en pamplona se tratase: Corran hacia cualquiera de las dos orillas, no se queden en el medio ni corran para adelante. Más temprano que tarde los alcanzará el madrazo.

¿A qué me refiero? Exactamente a eso: la medianía no es un punto deseable. Yo sé que hay muchos refranes y proverbios en mi contra, pero como todo lo que alguna vez ha estado en contra de mis puntos de vista, están errados y faltos de certeza. Nada de "ni muy muy ni tan tan", olvídense de "entre azul y buenas noches", quemen sus "ni tanto que queme al santo ni tanto que no le alumbre". No, jóvenes y jóvenas, señoras y señoras, carameeelosh y boliiitash, ni madres.

Me explico, como es usual, usando mi vida como ejemplo. Y no es que mi vida sea precisamente un ejemplo a seguir (además no podrían seguirla, no va hacia ningún lado), sino que es la única vida que tengo a la mano y la única sobre la que puedo decidir (de influir influyo en muchas, gurú y sopotamadre), así que es la que uso y ya. Bueno, mucha arenga y pocas avellanas (noten lo alternativo de mis citas recientes) así que sin más fanfarrias paso a la explicación.

Hay en la vida puntos sobre a los que a veces se pasa sin darse cuenta. A veces esos puntos están determinados por etapas cronológicamente determinables; verbigracia, llegar a los treinta para los hombres, los quince años que marcan el salto de las niñas a canchas oficiales. Y en otras ocasiones quedan señalados por eventos aleatorios, como conseguir el empleo en el que se pasará casi todo el resto de la vida, perder la virginidad, casarse, bla bla blarablá.

Ahora bien, al mirar en retrospectiva, pueden suceder dos cosas. Uno puede recordar con toda la serenidad del mundo los detalles más nimios de la ocurrencia de tales eventos y bastantes momentos sueltos de la etapa que su ocurrencia abrió en la vida del analista. Uno puede voltear a ese túmulo de vivencias y, en una calma de navegante, pensar cómo se dieron los pasos necesarios para llegar exactamente al suelo que se pisa. O uno puede despertar un día, mareado y con un chipote marca llorarás en la cabeza, preguntándose "¿qué coños hago aquí?". Las dos cosas están bien.

Anoche, por ahí de las dos de la mañana, llegué a mi departamento, estacioné el coche, subí los vidrios, puse los seguros, bajé las cosas que había que bajar, caminé hasta las escaleras, fui hasta la puerta, abrí, entré al comedor, prendí la luz y sentí miedo. No un miedo racional (ladrones en la casa, Jason con una motosierra tras la puerta, una cabeza de caballo en mi cama), sino uno totalmente irracional (...inserte miedo irracional...). Lo ignoré, como suelo hacer con los miedos de cualquier tipo y dejando mis pocas cosas sobre la mesa, volví a salir del apartamento. Caminé tres cuadras hacia la esquina donde un viejito metalero vende los hotdogs más malos de la comarca, pero los únicos que están abiertos a las 2 de la mañana, y todo el camino sentí el mismo miedo. Incluso creo que cometí la imbecilidad de voltear a ver si alguien me seguía. A la cuadra y media me empezó a ladrar un pinche perro que estaba como a dos cuadras de distancia y al que nomás le faltó marcarme al celular y ladrarme por teléfono. Pinche perro huevón, ni siquiera fue para levantarse a corretearme como un perro decente. Pero ya me desvié. El punto es que llegué, compre el hot dog, regresé y en el camino de regreso sentí el mismo miedo. Nunca me pareció tan oscura la calle, ni tan solitarias las banquetas, ni ten lejanos y apagados los ruidos de la ciudad. Nunca.

Un poco más tarde, habiendo cenado y leyendo un poco a Ospina, me puse a reflexionar y creo que llegué sin darme mucha cuenta a la conclusión de que las pocas justificaciones para mi miedo anterior estaban basadas en el temor de una pérdida material cuantiosa. No pude evitar pensarme a mí mismo en ciudades más grandes y calles más peligrosas a horas más inadecuadas, deambulando con la tranquilidad con la que un pescador arroja el cebo a una piscina. No pude evitar pensarme en los años en que todo mi atuendo junto valía doscientos pesos y mi billetera era abultada por boletos del cine, recibos atrasados y tarjetas de presentación. Me recordé malcomido en alguna parada de autobús, contando las monedas para ver si ese día me alcanzaría el dinero para algo más que los pingüinos marinela y la botella de agua con los que distraía al hambre en lo que llegaba algo mejor. Me recordé lavando mi ropa por las noches para tener cómo vestirme al día siguiente. Me recordé feliz. Era feliz dependiendo de absolutamente nada. Vivía en una habitación sencilla con una cama y una mesa para escribir. Tenía tres cajas de libros pendientes por leer, comía mal y poco, pero apenas y me acordaba de hacerlo entre libro leído y cuento escrito, salía por las noches a respirar un aire que no estuviera viciado por el café, el tabaco y el incienso de mi habitación, y caminaba kilómetros enteros en una ciudad desconocida. Nadie me miraba y eso parecía cosa de magia para un voyeurista empedernido como yo. Era feliz de tan miserable.

Y ahora, como sabrán, tengo un empleo, un coche, pequeñas posesiones que aunque son patrimonialmente insignificantes, son fetiches materiales con los que uno termina desarrollando una relación simbiótico-dependiente de la que es difícil salir bien librado. Si fuera, por ejemplo, asquerosamente rico, me mudaría a una isla desierta (lo juro), contruiría una casa pequeña y muy cómoda y alrededor pondría un lago con cocodrilos, tiburones y pirañas (que se morirían todos, pero en fin) y unos cien mercenarios bien pertrechados con morteros y lanzagranadas, manzanas, naranjas y demás. Imitaría a aquel rey de las mil y una noches que se disfrazaba de mendigo para salir al pueblo, volvería a caminar por esas calles oscuras y concurridas, a mirar los aparadores sin intenciones de comprar, a apetecer los pasteles y manjares de los restaurantes y a escribir docenas de cuentos y a leer centenares de libros.

Huyan de la medianía. Huyan. Corran. Sean felices o sean miserables, pero nunca más o menos. Estén muy bien o estén muy mal, pero nunca regular. Amen u Odien, pero no sean indiferentes. Pártanse la madre para vivir como ustedes quieren, sea entre seda y terciopelo o entre manta y mezclilla, pero de verdad, no sean medianos. Habrá quien los quiera con toda el alma y quien los aborrezca igual, pero ustedes serán felices. A fin de cuentas, es todo lo que importa.

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