27 marzo 2009

Un café en Praga.

Platicaba ayer con Ella, sobre lo triste que me resulta (¿es Triste la palabra? No lo sé) estar tan establecido en una rutina como la actual.

Por esas cosas que la vida tiene, yo fui un niño muy solitario. Soy el segundo de tres hijos, mi hermana es cuatro años mayor y mi hermanita cuatro años menor. Cuando era muy pequeño, mi hermana mayor ya estaba en edad escolar, mis padres siempre han trabajado, así que yo fui materia de trabajo de media docena de niñeras. Recuerdo brumosamente a algunas (como la que me hizo jugar a la ouija -¿ya conté esa historia?- y la que afortunadamente se fue antes de que yo llegara a la adolescencia porque estaba genial). Es por ello que crecí muy solo.

Tengo una suerte terrible en cuanto a vecinos. En la infancia ya muy lejana, sólo tenía amigos los fines de semana, cuando los nietos de mi vecina venían a visitarla y jugaban conmigo. Fue hasta la primaria que tuve amigos regulares, de cinco a seis horas al día y un par de horas por la tarde.

Siendo las cosas así, tuve que inventarme muchas cosas para no enloquecer (todas ellas con dudosos resultados), entre las cuales puedo mencionar que fui muy buen dibujante, un estupendo arquitecto amateur, un muy aceptable ingeniero civil del lodo y los arroyos de agua puerca y un numismático de los mejores. Por ahí debo tener almecenado todavía el don de resolver cualquier sopa de letras en tiempo récord y hay muy pocas personas que me ganen en juegos de nintendo o super nintendo.

Mi vida fue caótica porque tuve toda la libertad del mundo. Sólo tenía padres por la tarde y noche, pero desde el amanecer hasta las 4:00 pm yo era Macaulay Culkin en Home Alone. Nunca hice muchas estupideces -salvo aquella ocasión que serruché un librero carísimo- ni me puse en grave peligro -excepto aquella ocasión que me fui de viaje a dos municipios de distancia, a los seis años- pero me divertía mucho. La verdad sea dicha, yo era una estupenda compañía. De algún modo, el embrión de escritor que por entonces anidaba en mi inconsciente, me contaba historias, alternaba grandes rachas de fantasía entre mis cotidianas dosis de realidad y hacían que todo pudiera ser mágico. Si llovía por la noche, el día siguiente estaba hecho: En algún lugar del vecindario habría una obra en construcción que al acoso de la lluvia seguro habría formado piletas, lavado piedras para mi colección (los cuarzos eran mis favoritos) y humedecido hierbas y ladrillos con cuyos olores me embelesaba.

Cuando cerraron la vieja oficina de correos frente a mi casa, llenaron el patio con las ramas de ocho yucatecos grandísimos que guardaban la calle, y el colchón de follaje quedó como a dos y medio metros de altura. Me gustaba aventarme desde la barda que medía unos cuatro y caer en ese suave colchón verde que se hundía hasta casi tocar el suelo, pero no lo suficiente (mis treinta kilos no eran gran cosa) para tocarlo.

A los nueve años, cuando volvimos a mudarnos, me tocaron tres vecinos de mi edad. Con ellos hice los primeros conatos de grupo. Jugábamos futbol, beisbol, escondidas, al dieciocho. Hicimos la clásica y tradicional casita del árbol, matamos algunas lagartijas, tronamos muchos cohetes.

Mi rutina dependía de las suyas, eso sí. Si tenían que viajar, visitar a sus parientes, hacer la tarea, era hora de buscar actividades para mí solo. Me gustaba mucho -eso sí ya lo he mencionado- ir hasta el río en mi bicicleta y mirar al mundo ser. Ver funcionar a doña naturaleza en todo su esplendor, escuchar los ruidos íntimos del mundo que rodaba mucho mejor entonces.

Me gusta el caos. Realmente creo que funciono mejor en él. Del caos es de donde venimos ¿No es, acaso, la primera línea bíblica? Lean el génesis, es un libro divertido que dice a manera de gancho: In principium erat verbum. El verbo es el caos, el desorden, la nada. De esa nada el buen Dios hizo todo este mundo feo y venido a menos.

No me quiero meter a un discurso que se ha repetido muchísimo a lo largo de décadas. Mi enojo contra la rutina no es el "ser parte de un sistema robotizante". No me molesta trabajar, me encanta; tampoco es que me moleste tener horarios, creo que los horarios son útiles y suelo ser un tipo de lo más puntual siempre que no tenga que levantarme muy temprano. Mi problema con la rutina es su inmutabilidad. A veces es jueves y hay un buenísimo concierto de la Filarmónica y yo tengo que trabajar. Y a veces es sábado y mi hijo quiere ir por un blizzard y yo tengo que trabajar. A veces es domingo y el día está fantástico para ir de playa, pero yo despierto después de mediodía, cansado por la noche de trabajo.

Tampoco estoy enojado con mi trabajo (amo mi maldito trabajo), gano bien, vivo bien, me divierto muchísimo haciéndolo. Simplemente no veo la hora de que mi horario se rija por lo que me dictan las pelotas. Quiero terminar mi trabajo en la portátil durante un vuelo de Madrid a Praga y enviarlo vía electrónica a una editorial en Nueva York. Aterrizar sabiéndome libre hasta la hora de las conferencias e ir y beberme un café con jaggermeifter (que de seguro ha de saber de la chingada) con algún amigo Checo con el que discutiré largamente sobre la inutilidad de nuestros ocios.

Muy probablemente cerraríamos nuestra charla con un:
-Ya ni la chingas, deberías ponerte a trabajar.

Yo me reiría hasta escupir el café. De todos modos sabía bien culero.

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