24 mayo 2013

Manos



Tus manos sabias
se posan en mi vientre y me hablan del tiempo
de las horas que corren como arroyos
los minutos largos como miradas
los días dorados y marrones de tu pubis

Tus manos sabias
acarician mi espalda y con su tacto
borran de mi existencia los pesares
desaparecen los rastros de memoria
como un oleaje lavan mi cansancio
me buscan el alma con las uñas

Tus manos sabias
posan un dedo en esta torpe boca mía
y con su trino de pájaros felices
tocan la sed que me secó los labios
y construyen en ellos cataratas
de miel y leche y árboles de fruta

Tus manos sabias recorren mis orejas
como dos caracoles andando el ciclo
de la vida
como el sol da la vuelta al mundo
en el verano
y me regalan con el don del oído:
la música de tu cabello desordenado sobre el rostro
las flautas dulces de tus gotas de sudor
los clavicordios solemnes de tu risa
el latido africano de tu sexo

Tus manos sabias
cumplen años asidas a mis piernas
y caminan con ellas como raíces
que brotan del profundo seno de la tierra
y se enredan como brazos verdes
me pueblan de saltamontes, catarinas,
escarabajos azules, mariposas,
tornan mis vellos oscuros en tabaco,
campos eternos de café, cañaverales

Tus manos hurgan en la tierra negra y fresca
de mis prados
encuentran dentro la vena de mi sexo
y entrelazan sus venas manantiales
al túnel germinal
el principio del todo
la multiplicación de los océanos
y luego vuelven tus manos
a ser sabias.

07 mayo 2013

"Sobre la novela de un desconocido que quién sabe si vuelva a escribir"

Ese fue, si no me traiciona la memoria, el fragmento de título que Hermes D. Ceniceros le dio a esta breve reseña de mi primera novela, Dos píldoras azules, en el ahora lejano 2007. Se las comparto después de tantísimo tiempo, porque ahora el Hermes es mi compa, y conseguí por las maravillas de la tecnología, que la rescatara del olvido y me la hiciera llegar. Aquí va:
 ...

Por Hermes Díaz.

Siglo XXI, muchos queremos ser escritores y retratar nuestras nueva realidad postmoderna en Sonora, renegando de nuestro entorno… Los que estudiamos letras, artes plásticas, comunicación y demás rarezas sin futuro nos movemos gracias a la ebullición de las hormonas y a esa necesidad inseparable de la edad por posicionarnos en nuestro lugar en el mundo con una opinión y una insolencia de: “yo sí sé cómo se deben de hacer las cosas”. 

Empezamos a publicar revistas a lo bárbaro; formamos varias capillitas, apadrinadas por viejas capillitas y como por arte de magia descubrimos que todos los caminos llevan al pluma. Pero la realidad nos ha estado saboteando los planes de volvernos los escritores y los intelectuales que este estado necesitan. Tal vez sean los Valores Sonora o el Sonora Proyecta de Bours que generan una inestabilidad y un vacio nefastos para la sincera creación literaria y el desarrollo intelectual o que aun nos hace falta madurar, crecer, viajar y conocer mundo; quizás también sea una combinación de las dos opciones anteriores o que nos han faltado el valor y la disciplina para sentarnos a escribir en serio. 

Aun así, en este panorama un desconocido por el medio de las capillitas literarias gana en el género de novela el concurso del libro sonorense en el 2006. Es un tal Gerardo Hernandez Jacobo que nació en Navojoa, creció en Huatabampo, Hermosillo y Guadalajara y que según me conto el Iván Figueroa, quien estuvo encargado de la publicación de su libro: “el bato bien aca, como si no le importara, dijo que estaba escribiendo otro libro pero que no sabía que pedo”.


La novela de este desconocido, Dos píldoras azules, está lejos de ser la gran obra que todos los de una generación de revisteros soñamos escribir. En la primera parte las voces narrativas se confunden, incluso llega a ser tedioso y soso, pero conforme se avanza la trama empieza a volverse interesante, los personajes cobran vida y las atmosferas se vuelven creíbles. Podría decirse que pasando el primer tercio los dos tercios restantes son un excelente relato largo.

El tema es un ajuste de cuentas en una ciudad consumida por la corrupción en todos los niveles, el sexo, las drogas están a la orden del día. Es una novela donde no hay héroes ingenuos sino antihéroes humanos, que de alguna manera proyectan como somos en y como vivimos los del desierto.

Quizás nuestro desconocido no se convierta en el escritor de una generación de revisteros pretenciosos, pero su insolencia lo llevo a escribir una novela que vale la pena leer y reconocer como la primera de una generación que aun no ha podido tener una producción literaria interesante y verdaderamente propositiva.

26 marzo 2013

Manías de escritor


He descubierto en el enorme baúl de mis manías viejas y nuevas, la de quitarme los lentes para escribir. Antes solía quitármelos también para comer. Esto último no es tan ilógico, pues suelo comer en un área segura —el comedor— donde corro pocos riesgos de comer algo tóxico o beber un solvente industrial ­—los cuales guardo en el refrigerador para beberlos fríos— y por tanto comer sin lentes no entraña nunca un gran riesgo. Además, no me sentía cómodo comiendo con ellos, pues mis lentes tienen la manía de comer solos, cuando nadie los mira, y por lo general comen minifaldas, piernas lindas o pequeños ombligos de moderada profundidad. También mis lentes tienen sus manías y no seré yo el ingrato que los reprenda por ello.

Escribir sin lentes, por el contrario, tiene una incongruencia burda, como una cuerda demasiado justa en la guitarra, que provoca con grosero tang donde esperamos un melodioso ting, pues es por lo menos deseable que un escritor revise un par de buenas veces lo que está escribiendo, y elimine los tangs o por lo menos los convierta en tings, antes de que el eventual lector llegue a enfrentarse con el texto. Y no es que yo no vea sin lentes —mi vista sigue siendo bastante decente, a pesar de lo que les decía de los ombligos y las minifaldas, y con su ligera graduación mis lentes sirven más para el reposo que para aumentar en forma prodigiosa el alcance de mis ojos— pero tampoco es que me estorben para escribir. Sin embargo suelo quitármelos.

Al escribir esto soy consciente de pronto de que también suelo quitarme el anillo que uso siempre en el anular izquierdo y el reloj grueso que suelo llevar en la muñeca, a pesar de que ninguno —anillo y reloj— me estorban en lo más mínimo a la hora de la escritura creativa o de cualquier tipo. Esto me recuerda a aquella ocasión en que una mujer, en las postrimerías del amor, sollozó mientras buscaba sus pantaletas en el suelo porque yo, en las prisas del juego previo, había olvidado retirarme los calcetines. Al parecer hay una regla, traída directamente del porno, de que uno solo se deja los calcetines con las amantes de ocasión y las mujeres intrascendentes. Para el acostón esporádico, por algún motivo que ignoro, el calcetín es una prenda aceptable y hasta imprescindible. Sin embargo, la mujer amada, la pareja estable e incluso la amante de guardia, tienen derecho al pie descalzo y a la vista nada romántica de mis empeines peludos y mis uñas mal recortadas.

¿Qué tipo de intimidad o de callada aceptación rodea al pie desnudo? No lo sé, pero pregúntenselo ustedes a aquella persona con la que habitualmente humedecen sus tendidos y quizá obtengan respuestas mejores que las mías. Yo sólo sé que desembarazarse de la ropa —de toda ella— es un acto íntimo, de exposición y de fragilidad confiada y de una cierta aceptación de la vulnerabilidad, y quizá en ese punto está el germen de mi manía de quitarme lentes, anillo y reloj para escribir. Quizá sea una forma de pararse frente al río de lo literario, poblado de los caimanes del cliché, las pirañas de la indisciplina y las piedras filosas del error gramatical, meterse el cuchillo entre los dientes y brincar, confiado, hacia el quién sabe. 

25 marzo 2013

Fábulas con inmoraleja (Con perdón de Esopo)


El perro de las dos tortas.
Un perro que caminaba por la ribera del río cargando en su hocico una deliciosa torta, volteó de pronto hacia abajo y vio ahí a otro perro con una torta aún más apetecible que la suya. Deteniéndose a pensar un poco, el perro concluyó que aquel era sólo su propio reflejo, pero analizando las propiedades mercadotécnicas de hacer que la comida se viera más apetecible en imagen que en la realidad, el perro decidió fundar Mc Donalds, Carl’s Jr. Y Burger King, y el día de hoy es multimillonario. ¡Guau!

Juanito y el lobo.
Un pequeño pastor llamado Juanito, llevaba a su rebaño de ovejas diariamente para que comieran algo de pasto y hierbajos en la cima de una montaña a las afueras del pueblo. Como se aburría allá arriba, su mayor diversión consistía en gritar con vehemencia “¡El lobo! ¡Es el lobo!” para que todo el pueblo lo escuchase y acudiere en su ayuda. Al llegar, los pueblerinos descubrían que no había lobo y que Juanito los había engañado. Varias veces lo hizo, hasta que un día, un Lobo 2013 con siete sicarios fuertemente armados levantaron a Juanito para encobijarlo. No lo hemos vuelto a ver.

El perro en el pajar.
Un perro se metió un día en el pajar de una granja, y gruñía fieramente a las bestias que se acercaban con la intención de comer. Bueyes, vacas y potros rondaban hasta la puerta, solo para encontrarse las babeantes fauces del perro que les ladraba para ahuyentarlos.
“Pero los perros no comen paja- dijo el buey -¿por qué no nos deja comerla a nosotros?”
Nadie sabía que el perro tenía el monopolio de los espantapájaros de los ranchos locales.

20 marzo 2013

Mi pequeña armada propia y privada


Pido un minuto de su atención para mi lonchera verde. Reclamo de su tiempo, oh, caros lectores, oh, nobles transeúntes de esta letra, para la minúscula caja de metal en la que mañana tras mañana, transporto mis viandas hasta el vetusto edificio donde discurren mis labores.

Miradla ahí, metálica y verde, metálica y brillante, metálica y fría. Conteniendo dentro el calor necesario para que mis pábulos se conserven apetecibles el tiempo necesario. A veces no se abre hasta las dos o tres de la tarde, y entonces, en silencio, me contempla por más de cuatro horas, esperándome, paciente, mudo recordatorio de que ella guarda, ahí dentro, sin falsas esperanzas, la provisión que habrá de mantenerme lúcido y nutrido.

Hay en su cerrojo algo de callado asombro, algo de insólito y sagaz conocimiento. En ese recinto plateado donde anidan las posibilidades, recae la seguridad de mis antojos. Hay días en que no sé los secretos que guarda en sus entrañas. Días en que me sorprende con oleajes de crema y cereales, o con olores antiquísimos y sazones ancestrales envueltas en tortillas de harina. Días en que sólo alberga el más dulce de los panes. A veces, como en el cantar de los cantares, pienso al verla: “hay miel y leche debajo de tu lengua, amada mía”. Y es que a veces, en el fragor salivante de las once treinta en la mañana, yo amo desaforadamente a mi lonchera.

Junto a ella, guardián incansable de su espalda, fiel soldado al costado de sus armas, se yergue sólido y platinado mi termo de café. Su sombrero negro galante le cubre la cabeza, y el asa es un brazo saludando marcialmente al superior. Siempre lo encuentro en pose de saludo, lo imagino gritando un “¡soldado del café, sin novedad en el frente, señor!”. Es el primer trompeta del regimiento y por las mañanas es él quien despierta a la tropa jovial e indisciplinada de mi cuerpo. Luego viste su uniforme oscuro y cálido y toma su lugar junto a la lonchera, bajo la luz siempre encendida del monitor y vela paciente por la tranquilidad del recinto. Cuando huele a café no es otra cosa que los recorridos de patrulla que el primer trompeta hace por los alrededores.

Yo pido este minuto para ellos, soldados siempre anónimos de lo menos granado del regimiento. Sus uniformes sencillos sin medallas hablan poco del mérito que tienen. Son los que mantienen a flote esta mi nave, bregando estas mis velas, sin esperar el corazón púrpura o el almirantazgo prometido. Me miran tranquilos, desde ahí donde viven despacio sus misiones. Me contemplan en calma, con la satisfacción de su deber cumplido. Yo soy su patria y me ven sano. Así son los soldados buenos, los que habitan solamente en la ficción.

14 febrero 2013

Hola, hombre de 30.


No estamos hablando de que nada sea viejo, o demasiado joven; tampoco estamos diciendo que sea el desgaste el cáncer que nos ha comido. Tan solo, simplemente, decimos que las cosas pasan y se van, como los días, el tiempo y la corriente de un río, que es a la vez siempre otra y siempre la misma.

Eso es todo lo que estamos diciendo, y aunque parezca poco, es decirlo todo, decir lo demasiado. Decir y al terminar de decir, ya no tener más nada que decir. Esforzarse para tener de nuevo qué decir. Porque nos hemos consumido en nada, en el simple transcurso de los sueños y vigilias predestinados. En comer y dormir y cagar, porque hay que cagar, dormir y comer y porque una cosa lleva a la otra y la otra vuelve a la primera.

No estamos, digo, demasiado viejos. Pero en definitiva ya no somos demasiado jóvenes. No encontrarás savia fresca si cortas esta piel, pero en definitiva, tampoco estamos hechos de la fibra apropiada para un juego de valijas. Esta es una época triste, en la que ya no tienes el refugio de la inexperiencia, la tozudez y el frescor que la inocencia rocía como brisa matinal, pero aún no llegan las hojas doradas, la paja tibia, la nieve ligera sobre el tejado de tu pelo. Eres middle age crisis. Eres “señor” para las niñas apenas reventando las flores de sus senos, cuyas piernas apenas depiladas te causan todavía un letal calambre en la entrepierna. Podrías ser, no su padre, pero sí su querido tío. 

Eres auto nuevo y ropa perfecta. Eres rasurado impecable y perfume caro. Eres ipad, iphone y gps. Eres visa gold y crédito en Liverpool. Ya no eres cincuenta pesos en el peluquero, sino trescientos en el salón spa. Has olvidado el escalofrío de la navaja estilo Butch Cassidy afilándose en el cuero, sumergido en la delicia de fresca lavanda del champú herbal de Paul Mitchell, que unos dedos entrenados desvanecen en tu melena acicalada. Ya no eres Saint Seiya y Dragon Ball, no siquiera Headbangers y Raizónica. Ni hablar de Ren y Stimpy. Ahora eres FoxLife, Queer Eye for the Straight Guy y casi siempre ESPN.

Tu pene ha dejado de ser un dictador, para ser relegado a un accesorio. Lo cuidas con esmero, como tus uñas o las nuevas ojeras de los treinta, pero ya no gobierna más tu vida. Todos los dictadores derrocados son miserables y tu pene no es la excepción. El apetito se ha refinado y es para siempre. Ya no sufres de un síndrome de polinización imperativa de cuanta púber cruce miradas contigo, pero ahora has entrado a un grupo peor: el gourmet sexual. No te engañes. No eres mejor por haber dejado atrás el sexo rápido y torpe en autobuses oscuros y salas familiares deshabitadas. El que necesites edulcorar tus faenas con una cena bien conversada en ese lugar de comida vietnamita, una hora de baile en el lugar de moda y lencería de quinientos dólares comprada por internet es aún más patético. Al final entenderás que el sexo es siempre el sexo. Y entre más barato, mejor. Terminarás eyaculando entre jadeos tres o cuatro gotas tristes, y no sin evocar con añoranza el recuerdo de unas piernas morenas saliendo por debajo de la falda a cuadros de tu novia del colegio. 

Desearás una mujer que no te deje penetrarla, sino apenas frotarte contra ella como en los escarceos de tus dieciséis. Anhelarás una piel que no huela a Givenchy, sino un poco a Rexona y un poco a Chamoy. Buscarás la portada del “dónde jugarán las niñas” de Molotov para masturbarte rabiosamente a las cuatro de la mañana, cuando todas tus conquistas se hayan dormido o te hayan dicho que no las llames más hasta que estés listo para ofrecerles una vida de mierda en un fraccionamiento de interés social, una quincena raquítica y un divorcio lo más violento posible.

Depositarás tu semen caliente en un pañuelo que luego irá a la basura y te dormirás pensando cómo es que tu vida llegó a ser esta caricatura dantesca, cómo te convertiste en esta cosa despreciable y nimia, dónde fueron muriendo uno a uno tus propósitos vitales.

Luego tendrás sueños hermosos y despertarás listo para vivir un nuevo día. Bienvenido al resto de tu vida.