19 noviembre 2004

Pobres intentos de explicación

Viernes, mañana nublada, siendo las 8:00 a.m y al ritmo de las horas torpes que preceden al mediodía, intercalando sorbos al capuchino mientras hablábamos, Buffon y un servidor sostuvimos una charla largamente aplazada sobre un tema que en alguna ocasión comenzamos a discutir y que, por angas o mangas, dejamos inconcluso. Aclarando puntos, Buffon, para empezar, estudió un par de años para Ingeniero Minero, ilusionado por una momentánea bonanza que en esa rama de la producción vivía el norte del sonora, entiéndase Nacozari, Cananea, Benjamín Hill, por mencionar algunos municipios benditos por la abundancia de metales comerciables; con el trágico deceso en los índices de producción experimentados en la década de los 90's y específicamente en su segundo lustro, mi buen amigo se inclinó por la Licenciatura en Derecho por dos razones: La primera de ellas, la fuerte consistencia social del programa de estudios, en cierta forma compatible con alguien que, siendo parte activa de la escena rock local, guitarrista y voz de Los Tercermundistas, vato movido, comulgaba con las ideas social izquierdistas comunes a los miembros de esa otra corriente ideológica llamada rocanrol a la mexicana. La segunda razón es más simple: Todos los que no saben qué maldita carrera estudiar se inscriben o en Administración o en Derecho.
Este servidor, por su parte, ha marchado con paso constante por la vida académica. Si bien mis aspiraciones de cursar medicina fueron frustradas por un truculento fraude bancario del cual mis progenitores fueron víctimas y en el cual mis primeros 3 semestres en la UAG fueron a parar a manos de unos vivales gandallas, en el estudio de las leyes encontré un campo que, aunque no proyectado en mis años de preparatoria, me ha resultado proporcionalmente interesante e inteligible. Lector voraz de casi cualquier cosa que se haya escrito sobre los sistemas de producción y administración de la riqueza, seguidor de la idea marxista sin caer en el dogma soviético, defensor de la idea de la revolución pacífica, no puedo menos que aclarar mi visión lamentablemente parcializada de lo que es mi pobre país ahora y en el futuro inmediato.
La plática se abrió por un hecho cotidiano: Un trámite burocrático que, proyectado administrativamente para durar 15 minutos, se prolonga hasta la náusea por el tan cacareado problema de la apatía de los burócratas, esa especie que muchos quisiéramos en extinción.
Burócrata, como tal, no es realmente una mala palabra (en serio), de hecho en países como Alemania o Inglaterra, un burócrata es tan bien visto como un médico o un profesor, una persona cabal, trabajadora, que por añadidura sirve a la patria en las maneras tan diversas que la administración pública le permite y faculta. El problema es La burocracia a la Mexicana. El nuestro es, aceptémoslo, un pueblo apático. Nuestra gente tiene un ingenio que ya quisiera Tolkien o Julio Verne cuando se trata de inventarse pretextos para no trabajar. Todo es una buena excusa. ¿Qué hay una marcha sindical? Unámonos; ¿Qué si es día de San Mateo? Celebrémoslo; ¿Qué si no se trabaja el Jueves? Tomemos también el viernes; ¿Qué si tenemos un leve resfriado? Reposemos en casa, no se vaya a complicar. Todo se convierte en un pie para fundamentar legal, campechana y socialmente nuestra ausencia del trabajo o, en casos inevitables, nuestra escasa productividad. Este es el semblante de un burócrata mexicano:
8:25 am- Llega el (la) burócrata con casi media hora de retraso a ocupar la ventanilla o escritorio en el que todos los días desparrama su generalmente obesa humanidad. En el camino tropieza con la fila de 30 personas que le esperan desde hace 35 minutos, esperando en actitud de sueño guajiro, que su trámite sea expedito y fácil. El burócrata, faltaba más, no saluda ni da los buenos días, qué humos los de los pobres ciudadanos comunes que piensan que él, iluminado por el poder de un sello que nadie más posee se rebajará a darles los buenos días; no, el burócrata pasará de largo, todavía enfurecido por el tráfico del demonio que le ha agriado el sabor del primer café y el primer cigarro de la mañana, mientras recorría en su auto que le paga el estado (o sea tú,yo,todos) el camino desde la primaria donde sus dos rozagantes hijos se preparan para heredarle el puesto. Una vez asentado en su puesto, el burócrata se tomará el tiempo del mundo para abrir la ventanilla. Acomodará primero la pocilga en que el día anterior dejó convertido su espacio laboral, tirará al papelero la media torta de jamón que, verde y babosa, ha dormido sobre el escritorio, enjuagará los asientos negros semisólidos del café con que se la bajó, saludará a medio personal y compartirá con ellos chispeantes y amenas anécdotas de la mañana de tráfico como si no se hubiesen visto en meses y entonces, sólo entonces, siendo casi las 9 de la mañana y con un linchamiento público en plena gestación, berreará con voz de claxon de panadero: "Páasele, oiga, que hay mucha geeente".
Durante espacio de hora y media, el tipejo o tipeja en cuestión, atenderá, grosero y de mala gana, a la tercera parte de la fila, en su mayoría despidiéndolos con largas, negativas, "dése la vueltecita el lunes" y otras desilusiones, y a las 10:30, cuando el organismo impreque la necesidad de cafeína y nicotina, instalará el terrible letrerillo de "ventanilla fuera de servicio", dejando así en un palmo de narices durante fatídicos treinta minutos a la ya desesperada gente. Esto, señores y buenos amigos míos, es caldo de cultivo para prácticas tan dañinas a la economía personal como el coyotismo, la gestoría fantasma y el tráfico de influencias entre otros.
Hasta aquí el apartado de la conversación dedicado a la burocracia. En entrega posterior, el dedicado a la negativa actitud del común del pueblo meshica ante este y otros vicios.


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