22 mayo 2008

Es que era un día de esos, ¿sabes de cuáles? De esos en los que nomás te levantas porque te duele la espalda a consecuencia de las dos o tres horas de sueño excesivo que le has metido a tu cuerpo y de las que te pasa factura con una pesadez de los ojos, una flaccidez en la cara y un cansancio en la voz que te hacen parecer más un convaleciente de heridas de guerra que un simple insomne y no te queda más remedio que ponerte de pie en medio de tu cocina, curiosear el interior de la nevera para comprobar que, en efecto, sigue sin haber nada más que hielo y las dos viejas cebollas que dejaste hasta que se fosilizaron y que de ninguna manera podrías combinar para hacer un guiso cuyo olor pueda empezar a darle estabilidad a tus ideas.

Es que era un día de esos, ya sabes, de esos en los que simplemente sales, o mejor dicho, te avientas a la calle, con la esperanza de que el tránsito, las marabuntas peatonales, los merolicos, el humo y el calor se junten y te revuelvan el estómago y te hagan fruncir el ceño y querer derramar las tripas ahí mismo en el asfalto, con las palmas apoyadas contra las banquetas que hierven y las piedrecitas clavándose en tu piel y lacerando la carne, aunque nomás sea para que sientas algo, lo que sea.

Es que era un día de esos, en los que el cañón de la pistola te mira y te seduce y te susurra al oído mil promesas, De esos en que las navajas del rastrillo te ofrecen baratas las caricias y la sangre te quema en las venas y sientes la necesidad de dejarla correr por los azulejos blanquísimos del baño. De esos en los que no anhelas tic tacs ni lifesavers ni m&m's, sino mejor el dulce sabor de los diazepam de 800grs, el agridulce chisporrotear de los tafil en su frasquito ambarino, el refrescante descanso ligeramente avainillado de los rivotriles siempre impares en la caja.

Es que era un día de esos en que no hay más solución que enamorarse, aunque sepas muy bien que una vez más le haces honores al efecto placebo.

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