Uno de los eventos definitivos en la biografía del Yo narrador que les cuenta esto es sin duda la primera mudanza en solitario de la que fui autor intelectual y víctima principal al mismo tiempo.
Habiendo nacido y crecido en ciudades muy pequeñas -siempre en el valle del mayo-, el arribo a la capital -también pequeña, pero vaya, enorme en comparación- significó el repentino conocimiento de muchas cosas, deseables e indeseables, para un pueblerino que, si bien traía un bagaje cultural muy aceptable, carecía por completo de un bagaje vivencial que le permitiera descifrar los eventos repentinamente cotidianos.
Una de esas cosas, quizá la que mejor recuerdo, fue el aumento drástico de la población mendicante al alcance de la vista. En la ciudad de mis años idos, el viejo Sauce, tenemos algo así como cinco vagabundos; todos ellos tan identificados con la sociedad a la que pertenecen, tan conocidos por los diarios transeúntes, tan relacionados y bienamados por aquellos que de vez en cuando les invitan un taco o una cerveza, que más que vagos o mendigos son símbolos del lugar en la misma medida que la fuente de la avenida principal, el quiosco de la plaza o la tumba del general. Sus apodos son del dominio público y todo el mundo les saluda cuando se los encuentra al amanecer, todavía alcoholizados y saliendo de las fondas taciturnas del mercado público, donde uno se ha zampado la orden grande de menudo con su cilantrito y su cebollita morada picada bien finita o el caldo de cabeza con tortillas de maíz hechas a mano y calentadas en el fogón.
No tienen más que pasear por las calles y tocar alguna puerta para que se les sirva un plato de comida caliente, se les brinde abrigo y conversación, se les pague la siguiente dosis de licor, se les quiera un poquito, lo poquito que necesitan para no morirse de soledad.
Quizá por eso fue que, llegar a Hermosillo, transitar sus calles y encontrarse en cada crucero con un tragafuegos, tres limpiaparabrisas, una mestiza con al menos dos niños pequeños, todos ellos estirando la mano hacia ti, casi exigiendo unas monedas, fue, por decir lo menos, descorazonador. Lo fue mucho más recorrer las calles del centro, siempre con la mochila al hombro, y encontrarse en puertas y bocacalles a los muchos mutilados a los que la polio, la gangrena, una puñalada trapera o, en el mejor de los casos, la genética, había privado de brazos o piernas o cualesquier otro pedazo de cuerpo, de esos que uno no aprecia al cien por ciento hasta que los necesita de verdad. Y todos estiraban la mano, si la tenían, o los ojos lánguidos y la voz apagada, pidiendo sus propias monedas, su caridad pa'l taco, su cambiecito pa'l alcohol, lo que sea su voluntá.
Lo confieso: pecaba de ingenuo. Por pláticas postreras con mi madre me he enterado que de niño no fueron pocas las ocasiones en las que lloré lo necesario para que ella se desprendiera de unas monedas para la viejecita que pedía dinero para el medicamento de una nieta inexistente. Que regalara la comida que nos hacía falta a nosotros para el borrachín que tocaba a la puerta y me decía con los ojos nublados que tenía cuatro días sin comer. Que, en fin, hiciera ella lo que no podía hacer yo con mis cuatro años y ninguna moneda. Ella tenía qué hacerlo, porque de lo contrario le rompía el corazón a su nene favorito y además contradecía todas las oraciones y plegarias que el sacerdote y mi maestra de catecismo se esforzaban en hacerme tragar como jarabe cada sábado y domingo.
Entonces, mis primeros meses en Hermosillo, salía a la calle con los bolsillos repletos de morralla, y literalmente, caminaba como un príncipe Persa, repartiéndolas en cada esquina, deséandole un buen día a cada mendicante, a cada señora con sus bebés empaquetados en la espalda, a cada mengano con una historia medianamente creíble para necesitar de un poco de dinero para resolver sus problemas. Al final, como muchos, terminé por entender que el 90% de los personajes de la trama eran sólo eso: personajes. Mis monedas se habían estado malgastando en thinner, chemo, aguardiente y vivales proxenetas que se dan la gran vida trasquilando crédulos.
Con eso en mente, mi respuesta se volvió más refinada. Si estaba en un puesto de tacos y se me acercaba un escuinclito a pedir lana, le decía: mejor te sientas y te tragas los que te dé la gana, yo los pago. De cien casos, creo que dos me los aceptaron (y se tragaron como 20 tacos cada uno, pero no importa, valió la pena el triunfo) y los demás me dijeron que no, que mejor el dinero y yo les dije que no, que mejor se fueran mucho a la chingada. Si me pedían para medicamentos me los llevaba a la farmacia más cercana a surtir la receta y en ningún caso fue cierto. Si me pedían para un pasaje de vuelta a cualquier punto geográfico les ofrecía llevarlos a la central y pagarles lo que les faltaba sólo por el gusto de verlos subirse en el camión. Nadie aceptó. Nunca.
Tan desilusionante es esta realidad para alguien que creció con una imagen idealizada del mendigo del pueblo, ese viejecito amable y siempre ebrio que soltaba las groserías más arrabaleras que recuerdo y hacía reír a todos con las ocurrencias de su propia desgracia, o aquel loquito manso que bailaba en las banquetas al sonido del carrito de las nieves, que tuve que reformar mi política nuevamente. Ahora la decisión de dar o no dar unas monedas al pedigüeño no depende de lo trágico de su historia, ni siquiera de su capacidad histriónica, sino única y específicamente de la sinceridad. Verbigracia: Si un tipo llega conmigo y me dice "compita, hágame el paro con unas monedas porque ando bien crudo y la quiero seguir", lo más probable es que le patrocine gustosamente una caguama bien helada en la cantina de su preferencia.
En resumen, creo que el oficio de vagabundo, limosnero, pedigüeño y otros derivados y similares no se toma con la seriedad y el profesionalismo que se requiere. Por lo tanto, el oficio de generoso también ha de perder vigencia, por lo menos de mi parte.
2 comentarios:
Una vez cuando tenía unos seis años y era el cumpleaños de mi papá lo llevé a comprar un helado con "mi" dinero, al lado de la nevería estaba una señora con su bebé pidiéndo dinero y no quise hacer caso, el dinero era para el helado de mi papá, pero él me dijo que nunca le negara una monera a una mujer que pide para sus hijos; he ahí la razón por la cual mi corazón de pollo y mi cartera reparte monedas...
Hace unos meses salió en el periódico que atraparon una banda de "pordioseros", resulta que tenían una "industria" y contrataban gente los vestían como indígenas, les daban sus bebés y ándele, a pedir dinero.
Después de eso ya no sé qué pensar, sólo me pregunto si este mundo tiene algún remedio.
No se pregunte más, Miss Vizzuet: No lo tiene. Lo tuvo, pero fue hace mucho y el mundo le escupió a la cara.
Dice Olivadese que no existe el mal, sólo el miedo. Y lamentablemente, tenemos mucho miedo.
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