18 agosto 2008

Pata de perro, capítulo Guadalajara.

Amanece. Son las 6:45 de la mañana y de pronto soy consciente de que si estuviese en mi ciudad, serían apenas las 4:45. Muy probablemente me estaría disponiendo apenas a dormir, a posar la cabeza en la almohada y desear que en el episodio onírico subsecuente, el escenario fuera la ciudad en la que efectivamente estoy: Guadalajara, Jalisco.

No me dispongo a dormir. Ya lo he hecho; hace unos minutos sonó el despertador, abrí los ojos y vi las aspas metálicas de un ventilador de techo girando activamente con un monótono clac clac sobre mi cuerpo. Mi mente tarda un par de segundos en ubicar geográfica y temporalmente el punto en que ella y su envoltura se encuentran: La habitación 202 de un hotel barato de Hidalgo y Bárcenas, en el mero corazón de la Perla. La cama es espaciosa y cómoda, dos burós la limitan a los lados, frente a ella un peinador con una luna grande y rectangular en la que aprecio la aluminada superficie del espejo reflejando mi cuerpo casi inerte. Sólo la sutil elevación de mi pecho al ritmo en que respiro da señales de vida. Eso y el ventilador, que sigue girando y retocando su clac clac en una monotonía que invita a continuar el sueño.

No es tiempo de dormir. Guadalajara ya respira ahí fuera, tras la enorme puerta de madera que me resguarda de miradas ajenas la costumbre nada noble de dormir en calzoncillos. Salto de la cama con una energía y una presencia de ánimos que rara vez son míos a esta hora de la mañana. El agua fría que cae sobre mi cuerpo reanima los músculos doloridos, resarce la vitalidad de las células y acelera en varios terabytes la velocidad con la que mi mente procesa los datos más recientes. El olor del champú arranca mi sistema olfatorio, se junta con el del jabón y con mi propio aroma, creando una mescolanza enteramente agradable. Las manos con las que realizo la diaria rutina de limpieza se sienten como ajenas, como si fuera tocado por otras manos y no las mías. No tengo prisa hoy, ni siquiera por la ansiedad que late en mis sienes, impulsándome a arrojarme a las calles y caminar por la ciudad, a contemplar los rostros, oler los humores, saborear los guisos, a vivirla.

Termino mis abluciones y me visto de la manera más cómoda posible -los converse de batalla omnipresentes- preparándome para la larga caminata. Cuando por fin dejo la habitación son las 7:15 a.m. y empieza a amanecer un día color índigo. En Hermosillo a esta hora ya habría un sol naranja, un calor de quizá 38 grados, calles repletas de autos, sobre todo en el centro de la ciudad y supongo, un malhumor radiante en mi entrecejo. Reviso: estoy a 22 grados, el sol aún no domina el firmamento y la luz, entorpecida por las nubes entretejidas, es de un azul terriblemente pálido. Tomo el andador Pedro Moreno y camino sin prisa. Green Day toca en el reproductor, Billy Joe canta I'm one of those melodramathic bulls y yo me pregunto mientras ellos le pegan el porqué es el oído el único de los sentidos que no le estoy dedicando de lleno a Guadalajara. Retiro los audífonos. Los vuelvo a colocar. Fuera de la burbuja no hay más que claxones desenfrenados, rugidos mecánicos, pregones de merolicos, canciones de moda anunciando ofertas que nunca estuvieron de moda. El oído no es para la ciudad. Mejor Billy Joe Armstrong versificando suburbeces.

Me detengo en la Calzada Independencia y recuerdo cuántas veces he cruzado este puente que divide al centro histórico del centro histérico: Del otro lado de estos escalones, como en los arcoiris, está la olla de historias que representa el mercado de San Juan de Dios. Cuando vivía aquí venía por lo menos un día de la semana. A veces por películas que entretuvieran mis muchas horas muertas, a veces por ropas que sustituyeran a las que iban acumulándose en el cesto de la que nunca lavé, a veces por dulces y mangos y helados de tantos sabores que no he vuelto a encontrar en ningún lado y cuyos matices se me quedaron para siempre en la memoria y años después siguen siendo los mismos, siguen regresándome el frío y el calor y las nostalgias de aquellos días en los que los probé por primera vez. Cruzo el puente ignorando con un silencio glacial a los promotores que me ofrecen volantes y mercancías bara-baras, refugiado en la excusa de Minority que amenaza mis tímpanos y me deja abstraerme de las voces zalameras que ofrecen las diez baterías por diez pesos y los cuatro rastrillos gillete por nada más quince varitos y la práctica pluma que además le contiene una linterna con una potencia de 25 vatios y que yo tengo órdenes de ponerla al alcance de su bolsillo por la módica suma por la ridícula cantidad por la irrisoria erogación de nada más cinco pesitos.

Cuando entro a San Juan apenas van a dar las 8 de la mañana y de pronto soy consciente de que nunca he venido tan temprano al enorme bodegón de tres niveles donde se oferta todo lo humanamente imaginable. Lo soy todavía más cuando atravieso el primer pasillo y me impacta la vista de un túnel horizontal de cien metros de cortinas de acero color rojo cerradas y aseguradas con grandes candados dorados. La imagen, por su simetría, es hermosa. Camino a pasos lentos, imaginando una escena casi perfecta para el cortometraje que tenemos seis meses planeando y cuando llego a la primera encrucijada de la trama, llego a la primera encrucijada de pasillos y volteo a izquierda y derecha sólo para encontrarme con otros dos pasillos iguales al que recorro. Un escalofrío me delata: estoy sufriendo la fobia del laberinto. Recuerdo aquella ocasión en la infancia en que estuve perdido por unos minutos en una casa de los espejos y en la que encontré la salida por un golpe de suerte pero juré no volver a entrar mientras me quedaran fuerzas para evitarlo. No sucede lo mismo; he recorrido San Juan tantas veces que podría salir de él o encontrar un puesto en particular con los ojos vendados, guiándome sólo por los olores y los ruidos.

Alrededor del patio central encuentro los únicos puestos abiertos: Dulces típicos, fruta, a lo lejos las grandes lonjas de carne recién fileteada, más allá los aromas de los guisos de las fondas nocturnas. Compro pequeñas cosas aquí y allá para llevarlas de recuerdo a mis amigos de Sonora, converso como siempre con la gente de los puestos, les invento historias y dejo que ellos inventen otras para mí. En cierta forma pago más por las historias de ida y vuelta que por las mercancías que al final ni siquiera he de quedarme.

A las nueve de la mañana, mientras los comerciantes trasnochados empiezan a subir sus cortinas, acomodar las mercancías en los mostradores, poner las canciones con las que se animarán la jornada, inician sus diálogos de todos los días con una frescura y una improvisación que hace pensar que es la primera vez que los sostienen, pero en realidad es el jazz de lo cotidiano, las pequeñas notas de felicidad en la vida que uno adopta y a la que sólo de vez en cuando se le agrega un solo de saxofón que quizá arranque una risa al amigo del puesto de junto, a la señora que vende borrachitos o al talabartero retirado que ahora ofrece sus huaraches labrados al son que le toquen. Yo empiezo la retirada, un poco triste de que todo esto -este mundo que aprendí a hacer mío en los días que lo habité- siga quedándose aquí cada vez que me voy. Vuelvo sobre mis pasos -en Pedro Moreno el comercio apenas empieza a respirar el nuevo sol- un tanto dubitativo, considerando y desechando ideas sueltas para un cuento tristealegre.

Camino hasta el café de Alcalde, cruzo la puerta, elijo una mesa junto al ventanal, para seguir viendo la vida mientras recupero un poco la mía con el olor del americano, los muchos platos de fruta que viajan hacia las mesas, la voz musical de la mesonera que ofrece el menú y más cafecito y los arpegios sutiles del sonido ambiental. Tomo estas notas sueltas en mi libreta de apuntes y luego levanto la vista y la veo entrar a ella al café, su hermoso cabello café dorado suelto a ambos lados del rostro, su saco de marinera, los jeans ajustados. La veo caminar por un tiempo, todo el tiempo posible hasta que ella también me ve a mí y me sonríe.

Podría acostumbrarme. Sin duda, podría acostumbrarme.

6 comentarios:

Char dijo...

Este post me hace recordar dos cosas:
1.- A pesar de que nací en Guadalajara, hace tanto tiempo que no vivo allá que me siento más cercana al DF y éste me produce una sensación similar a la que describes, con olores, colores, sabores y de vez en cuando algún sonido (como el del metro).
2.- Hace mucho tiempo viajé al DF a ver a un alguien, cuando solíamos ser algo juntos, el viajar para ver a alguien en un lugar que te significa debe ser unas de las cosas más emocionantes, recuerdo que mi insomnio se aloca cada vez que hago algo así.
Nada, que me pusiste nostálgica.

Char dijo...

P.D. El fondo rojo y las letras grises no son muy amigables para leer.

monitor dijo...

Emocionante apenas comienza a describir el tornado que coloniza las venas, mademoiselle. Es maravilloso tocarle una fibra sensible de cuando en cuando.

Saludos, siempre es un placer tenerla por aquí. Ah, y a petición suya, un fondo 100% reader-friendly.

PatitO™ dijo...

cómo se vería pinky?

monitor dijo...

¿Igual que Cerebro?

PatitO™ dijo...

dah!