A Carlos lo metieron al bote cuando tenía veintitrés años. Lo metieron por asaltar un oxxo. O por asaltarlo mal, la verdad, que si metieran al bote a todos los que han asaltado un oxxo nomás en Hermosillo ya hubieran tenido que construir unos 4 o 5 CERESOS más.
Yo me enteré de una de las maneras más raras. Estaba en el café leyendo el diario, uno en particular que nunca leía por ser intensamente amarillista (una versión pueblerina y persignada del Alarma!) y me encontré en la segunda página de la sección policiaca con el rostro de Carlos convertido en maleante. Tenía un tipo a cada flanco, cómplices del robo, según los dos parrafitos al pie de la foto y su cara se veía, tal vez por lo oportuno de la toma, por su vestimenta desaliñada, por el obvio estado de intoxicación en el que andaba, verdaderamente criminal. Tenía ese dejo retador en la mirada, esa media luna descendente en la boca, ese ligero adelanto agresivo en el pecho que gritaban al observador “soy un criminal”.
Yo no lo consideraba un criminal. Carlos había sido mi compañero en la facultad de leyes, había sido un buen compinche de fiesta, un alegrador cotidiano de las mañanas perezosas en la banca del café y posteriormente había sido mi socio en el litigio en aquel despacho civil y mercantil en el que ambos hicimos los pininos legales. Por supuesto yo sabía que además de los muchos churros de mota que se había fumado, a Carlos le complacía darse jugosos arponazos de heroína en los brazos. Había sido testigo presencial de ese desliz en los baños del pluma blanca y confieso sin pena que en aquel lejano entonces no sentí la compasión que siento ahora por el triste vicio de Carlos y su férrea dependencia del narcótico aquél, sino una especie de complacencia por encontrarme de pronto en una escena de Trainspoting, a la sazón una de mis películas favoritas.
Creo que lo he repetido hasta el cansancio en esta bitácora: Jamás me metí una droga dura en el cuerpo. Mis escarceos más intensos son la cafeína y el chocolate y aquel brownie chistoso del que les conté unos meses atrás. Fuera de eso, soy el tipo más abstemio del mundo. Sin embargo, no me cuesta trabajo encontrarle el glamour a la decadencia propia de películas de Boyle o de libros de Bukowski o Kerouac que es moneda común en la farándula artística local. Tengo muy claro que esa es una de las razones de mayor peso para que este que les escribe no encaje entre las divas de la cultura pitiquense. No confían en mí porque nunca me verán vomitando sus baños, dormitando en sus alfombras o llorando en los visos de sus ventanas por el amor que se me fue. Se me dificulta hermanarme y además delezno el recurso de ponerme hasta la madre de inhibidores para hacérmelo más fácil.
Entonces, ver a Carlos y al Buffon haciendo el truco de la chiva en aquellos baños malolientes y graffiteados, me hacía partícipe y testigo directo de un espectáculo improbable hasta entonces. La mecánica de la dosificación, preparación e inyección de la negra tomasa, paso a paso y fase a fase, aunque no la deseaba para mí, me resultaba tremendamente nueva, ajena y por tanto interesante. Algún día serviría como recurso descriptivo, como simple sentencia anecdótica o lo que fuera, de eso estaba seguro.
Pero en horas de oficina, Carlos era el abogado más responsable y eficiente que se puedan imaginar. Costaba relacionar al heroinómano dicharachero cuyos chistes de gallos hacían reír al más amargo de los cuates con el jurista dedicado que se sumergía por días completos en mares de jurisprudencia digital para encontrar un argumento infalible contra consideraciones judiciales adversas. Un buen abogado, Carlos, un buen tipo. Conducía un buen coche y habitaba una buena casa con sus padres y hermanos. Recuerdo que lo primero que me vino a la mente cuando leí la noticia de su aprehensión fue el rostro de sus padres, maestros ambos, consternados de pronto ante la noticia de que el hijo pródigo (lo aman, me consta) se había convertido en “víctima del sistema penal mexicano” –porque, claro, lo primero que se piensa es que se trata de un error, ¿mi hijo? Están pendejos.
Lamentablemente sí, su hijo era culpable de robo agravado. Mil trescientos pesos en efectivo y casi cuatro mil en tarjetas prepago de teléfono celular, más algunos cigarrillos y no sé qué más, constituía el “botín” por el que Carlos y dos desechables fueron a parar a La grande. No lo he vuelto a ver. No sé si siga purgando condena o haya salido por buena conducta, fianza o pretexto similar. La última vez que lo vi, meses antes de enterarme de esto, fue en las oficinas del Seguro Social, entregando unos acuerdos judiciales en vía de notificación. Se había cortado el pelo a rape y acababa de cambiar de coche. Se sentía bien, un ascenso estaba próximo en el trabajo y la vida pintaba colores alegres en el futuro cercano. Me despedí de él con un abrazo y la promesa de vernos pronto para hablar a la sombra de un par de cervezas. Por esos días me había enterado de un jugoso premio literario y a Carlos le dio mucho gusto saberlo y felicitarme por ello.
“No te pierdas- me dijo- Y busca un empleo útil. Capaz que la próxima vez que te vea tenga que sacarte del bote”.
Pocas, muy pocas cosas tan eficientes como la ironía, ¿eh, Carlos?
2 comentarios:
Me recordó a una vez en la prepa que una chava siempre estaba diciendo (y dándose baños de pureza) que las que acostaban con sus novios eran casi como prostitutas... Seis meses antes de la graduación ¿quién estaba embarazada?
Tal vez sea mal karma, pero cada vez que recuerdo esto me río con unas ganas...
"Mala persona, a mucha honra".
Honesta como pocas, mademoiselle.
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