El siguiente post andaba perdido entre los borradores de mayo y hace unas horas me lo encontré y no pude recordar por qué no lo publiqué entonces. Aquí va, como una forma de desfacer el entuerto.
Por lo general me parece un poco triste, quizá hasta ridículo en una acepción no cómica de la palabra, el gusto que tenemos algunos de ponernos de repente, y sin que venga a cuento, a soltar largas peroratas, a veces demasiado detalladas, sobre la cantidad y calidad de las lecturas que a lo largo de nuestras vidas hemos acumulado en forma de hojas de imprenta apiladas en libreros o, en mi caso actual, en grandes cajas de cartón corrugado (sí, de esas cafés muy feas que dicen Huevo Blanco, Frágil, This side up y todas esas cosas).
Sin embargo, hoy lo haré. En razón principalmente de dos cosas. La primera, estoy terminando la mudanza a un nuevo departamento (más grande, más bonito, sin mala vibra) y en este momento una de las recámaras está atestada con nada más que cajas de libros, las cuáles ocupan el espacio de más o menos la mitad del cuarto y con las que ya me he dado por lo menos dos tropezones de esos que te ponen de muy mal humor. La segunda, es que por estos días termino de leer El viaje a la semilla, una biografía exhaustiva y primosoramente labrada que hizo Dasso Saldívar de Gabriel García Márquez.
Siempre me ha resultado divertido el que, al recibir visitas de nuevos amigos a los lugares donde vivo, me hagan el comentario de que tengo demasiados libros. No es cierto, por supuesto (difícilmente llegarán a un par de cientos) pero en un país donde según la estadística oficial se lee menos de un libro por año, supongo que para el lector promedio se verá como la muralla china hecha de papel.
Estoy muy enamorado de los libros. No sólo de la literatura, ni del oficio de escribir, ni tampoco de la lectura (que es, sin niguna duda, mi gran desliz) sino de los libros. Física, tangiblemente. Me encantan. Me gusta mucho verlos cubriendo las paredes de mi cuarto, dándo vueltas en las esquinas, adornando los vanos, dándole un montón de colores al generalmente soso tono de la pintura de los muros. Me gustaría tenerlos por miles, por supuesto, y si tuviera tan sólo los que he leído, debería andar por ahí de los seiscientos, más o menos.
No todos son buenos, claro está, confieso apenadísimo que me leí los cinco primeros libros de el apóstol del opus dei C.C.Sánchez. Estaba en la secundaria, mi hermana mayor me dejó uno cerca, el personaje principal se llamaba -nombre y apellido- exactamente como yo. Me llamó la atención, ¿está bien? Cállense. Leí uno de Coelho, intenté leer un segundo, pero ya no pude más. En fin, no tiene caso seguirme lacerando con el recuento de mis malas lecturas. El punto al que quiero llegar es a que he leído todo lo que he podido hasta el momento y sólo lamento no haber empezado antes para haberlo hecho mejor y sobre todo con más calma.
Las circunstancias de mi niñez me prepararon para ser un lector voraz. Una de las hermanas de mi madre, que se encargaba de cuidarme los fines de semana, era maestra de primaria. Los alumnos de primer grado, en aquellos ya lejanos entonces, hacían sus pininos en la lectura con un libro que recuerdo muy colorido y de ilustraciones encantadoras, llamado Mis primeras letras. A mis tres años y medio, la tía se sentaba conmigo y hojeábamos juntos el libro aquel, donde decía que la C era de Coco. Yo tenía un gran conflicto con la C, porque cada letra traía junto un dibujo de algo cuyo nombre empezara con esa letra (ya saben, V de vaca, S de sopa, y así) y el dibujo de ese "coco" era igualito a una bola de boliche, es decir, una forma esférica y oscura con tres agujeritos (en mi cochina vida he visto un coco con esos tres agujeritos y por su parte todas las bolas de boliche que he visto los tienen) sin embargo aquello era un coco y empezaba con C.
Así aprendí a leer, poco antes de cumplir los cuatro años. Para celebrarlo, me regalaron El principito. Y me gustó mucho. Luego me regalaron Platero y yo. Y me gustó más. Luego vino un largo, largo silencio en la vida de un lector que nacía y que años más tarde descubriría que estaba creciendo en un hogar donde nadie más sería lector. Nunca hubo más libros en mi casa y así se fue la infancia entre docenas y docenas de ejemplares de Condorito, Archie, Memín Pinguín, Ricky Ricón, Patoaventuras, El libro Vaquero y un sinfín de historietas de dudosa calidad pero de enorme entretenimiento y que mantenían, al menos en su aspecto de hábito, al lector leyendo.
En quinto de primaria, dándole la primera hojeada al flamante libro de español lecturas, nuevo, recién forrado, oloroso al papel grueso en el que estaba fabricado, me encontré con un texto llamado Macondo. Quedé fascinado. Más adelante, en el mismo libro, había otro mini texto llamado La casa de José Arcadio Buendía. Y me fasciné de nuevo. Sin embargo, ni en uno ni en otro había la más mínima pista de que aquellos dos textos pertenecían al mismo todo, y que ese todo se llamaba Cien años de Soledad y tenía por aquellos entonces, menos de una década de haberle dado el Nobel de literatura a su creador, un tal Gabriel García Márquez.
Cuatro años de oscuridad. Sexto de primaria, que se trató de aprender a interpretar los calores que de pronto hacían nido en partes del cuerpo donde nunca habían estado, de intentar aprender que las niñas servían para algo más que utilizarlas como enemigo ideal en los juegos del recreo y en fin, de disfrutar el ser niño antes de que fuera demasiado tarde. Y al terminar el verano ya era demasiado tarde, y se vino encima la secundaria, los otros tres años de oscuridad, la llegada de C.C. Sánchez a mi joven e inocente concepto literario y la intoxicación verborreica, moralina, emocionaloide, que -carajo- era muy entretenida.
Tenía dieciséis años. Medía un metro y sesenta y cinco centímetros. Pesaba cincuenta y cuatro kilogramos. Era joven, rico y lleno de azúcar. Era obvio que algo iba a pasar. Y lo que pasó fue un ejemplar roto y medio correteado de Cien años de soledad, que llegó a mis manos vía mi maestra de taller de lectura y redacción, la muy venerada Norma Morales (conocida en el bajo mundillo preparatoriano como Mafafa), que me lo dio en modalidad "lo lees y lo regresas" porque por aquellos entonces yo andaba publicando muy malos poemas en la gaceta escolar y supongo que se sintió obligada a cortarme los naipes para que viera que lo mío era basura y que más me valía empezar a mejorar.
Cien años es definitivamente el libro que me hizo un lector “serio”. Hubo tantas cosas, tantos pequeños y grandes detalles que no entendí la primera vez que lo leí, que en definitiva me sentí obligadísimo a releerlo. Recuerdo así por mencionar algunas cosas, el asombro sin límites que me causó la primera historia del libro, cuando el coronel Aureliano Buendía va de la mano de su padre José Arcadio a conocer el hielo. El que García Márquez no se conformara con empezar a contar un relato diciendo que el primer personaje del que hablaba estaba a punto de morir fusilado, sino que además el primer recuerdo del condenado se remontara hasta la temprana infancia y a un hecho tan insólito como ver por primera vez el hielo –una cotidianeidad para un adolescente como yo, cuyos abuelos fueron dueños por mucho tiempo de una gran nevería- simplemente me compró para siempre como un fiel devoto de la narrativa del colombiano. Recuerdo con la misma intensidad que al descubrir desde el segundo párrafo aquella descripción de Macondo que me había hipnotizado a los nueve años, supe con toda certeza que Cien años de soledad me había estado esperando durante siete años, en el librero de aquella maestra de literatura, entre las repisas empolvadas, quizá entre Horacio y Sófocles o tal vez entre Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Como sea, esa historia había estado aguardando por mis ojos ahí, tan tranquila y reposada como si hubiera sabido desde siempre que un día yo iba a llegar a ayudarle a suceder de nuevo, como había sucedido setecientas mil veces (el número de ejemplares vendidos en lengua castellana en la década de los 80) frente a otros ojos.
Por supuesto, llegué al final del libro de la misma manera en que uno podría atravesar el amazonas desnudo y descalzo. Estragado por la sed, mordido por serpientes venenosas, herido por las fieras y dado a la miseria. Endiabladamente feliz. Había descubierto la literatura y el sinfín de posibilidades que esta retoñaba en su vasto jardín. Había recorrido todo Macondo, con la omnisciencia y la omnipresencia que sólo podía dar un narrador tan integral y completo como el Gabo, había visto nacer y morir a generaciones enteras de Buendías, había visto subir al cielo a Remedios la Bella, había visto el homicidio masivo de Roque Carnicero (nací hijo de puta y muero hijo de puta), había presenciado la convivencia real entre vivos y muertos en los diálogos de Melquíades con los Aurelianos y había vislumbrado, más allá del horizonte de la historia, hacia dónde iba la vida cuando uno no tiene más que esta maldición de narrar para enfrentar a la muerte.
Al día siguiente comencé a leerlo de nuevo. Y tres días después lo leí por tercera vez. A la fecha, lo he leído veintidós veces y le debo cuatro al maestro para cumplir con mi pacto de leerlo una vez por cada año de mi vida. Me sigue pareciendo una historia perfecta y maravillosa, pero por algún motivo, me parece cada vez más corta. No es un defecto, ni me desanima en absoluto, ni mucho menos demerita la virtud creadora de GGM, pero es un hecho que cada vez lo termino más rápido y me quedo más y más con la sensación de haber salteado pedazos, de haber soltado partes aquí y allá.
Sólo con El otoño del patriarca he vuelto a ver al García Márquez de Cien Años de soledad. He vuelto a encontrar esa casi magia con la que me hace creer en lo improbable como si fuera lo más lógico. El resto de sus libros, aunque los he disfrutado enormemente, me parecen mucho más áridos. Sólo en Cien años y en El otoño está ese Gabo místico, totalmente aldeano, supersticioso, exagerado, grandilocuente y soberbio que me volvió un lector compulsivo.
Por supuesto es muy poco lo que este servidor podría aportar críticamente a los cientos de kilos de papel que se han gastado escribiendo sobre García Márquez y su obra (una obra, además de todo, pletórica, vasta y multidisciplinaria, que pasa por la novela, el cuento, el periodismo, el guión cinematográfico, la crónica y casi cualquier cosa escrita que tenga nombre), pero dentro de lo poquísimo que puedo ofrecer, es mi certeza de que fue él y específicamente esta historia suya los que me hicieron descubrir las posibilidades reales de la narrativa y abandonar definitivamente la poesía y sus vericuetos para entrar al mundo de la prosa en el que navego desde entonces, con más o menos suerte y para bien mío y de cuantos me han leído.
Al Gabo le pasó eso cuando leyó a Kafka, y años después, a Rulfo. Yo, en las horas que ocupo en lanzar el anzuelo a ver si las palabras pican, no puedo sino esperar que, como al Gabo le hizo La metamorfosis y el Pedro Páramo y a mí me hizo Cien años de soledad, una tarde de jueves un niño tome en sus manos un libro con mi nombre y cuando lo suelte, una semana después, ya no sea el mismo niño, sino otro distinto, más lleno de magia, de posibilidades e imaginación. Otro contagiado de eso que los mamadores de gallo de la cueva llamaban “el sarampión literario”. Así es uno de ambicioso, qué se le va a hacer.
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