Regina contemplaba la noche a través de la ventana. Las dos luciérnagas habían quedado dormitando sobre las hojas frescas del laurel, y un saltamontes furtivo hacía su cena de los pétalos blancos del rosal. Regina comía un trozo de regaliz y toda la habitación rezumaba el olor de caramelo de aquella masticación irregular y de chasquidos frecuentes en cuya profusa salivación podía suponerse con toda claridad el deleite que el sabor a cereza causaba bajo la lengua de Regina, en la parte interior de sus mejillas, el calor extraño que le recorría los costados del vientre y hacía una espiral en los pezones por el gusto todavía infantil del regaliz.
Bernardo caminaba sin pausas sobre el linóleo alfombrado de la habitación, a veces mirando a Regina, siempre entretenida en desenrollar el regaliz y comer un trocito más, contemplando las luciérnagas durmientes y el saltamontes gourmet, a veces embebido en sus propios pensamientos. Había qué hacer algo con el vecino y con esa manía de dejar su basura en la banqueta ajena, con ese hábito tan poco sano de amontonar las hojas doradas pardas del otoño en la base del tronco del almendro. Había que hacer algo, sin duda, con el vidrio roto del ventanal del patio, por donde se colaba, sobre todo los lunes en la noche, una fresca ventisca que amenazaba con provocarle un buen resfriado a Regina cualquier mañana de estas.
Regina quería que Bernardo viniera hasta la cama, recostara la cabeza en su regazo y la dejase jugar con su melena grisácea mientras seguía masticando el regaliz. Pero a él le disgustaban los tonos dulzones del aroma que desprendía la golosina siempre al ritmo del masticado de la muchacha. Por eso seguía mirando la ventana y sólo vigilaba con el rabillo del ojo el sigiloso caminar de Bernardo, cuyos pasos apenas hacían un eco grave en la suave superficie blanco y negro de la alfombra. Él quería que Regina se pusiera de pie y fuera con él hasta el jardín y quizá corretearan juntos a las libélulas y él atraparía al maldito saltamontes que mordisqueaba todas las noches su botón favorito.
Era muy noche, él lo sabía, Regina nunca salía tan tarde hasta el jardín. A veces, cuando mucho, se servía una copa de merlot y caminaba con ella hasta los grandes cojines de la sala, ponía un viejo vinil de Debussy y lo escuchaba completo, bebiendo a sorbos muy lentos aquel vino oscurísimo que también tenía un recóndito olor de regaliz, mientras Bernardo comía algún bocado recostado en el suelo junto a ella. Regina siempre le acariciaba el lomo, frotaba el espacio detrás de sus orejas y pensaba en lo inteligente que había sido al comprar un gato que acompañara su soledad esas largas, eternas, noches de noviembre.
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