Mi padre siempre fue uno de esos hombres a la antigüa: un gran proveedor, un firme aplicador de la disciplina, un trabajador incansable y un líder contra el que no cabían las discusiones. Nunca jamás me pegó, ni tampoco le di motivos, pero creo que no lo hubiera hecho aún teniéndolos. Nunca en mi infancia tuvimos una conversación distinta a preguntas sobre la escuela y uno que otro regaño por mis tonterías de niño y mi arraigadísimo vicio de jugar maquinitas.
La primera vez que lo vi orgulloso, que me sentí realmente a la altura de lo que mi padre esperaba de mi, fue la primera vez que me vestí con el uniforme del equipo de béisbol de ligas menores. La única afición intensa de mi padre fue siempre el béisbol. Nunca disfrutó del cine, el teatro, beber con los amigos o apostar. El béisbol fue siempre su remanso y dentro del béisbol, su equipo bienamado: Los Mayos de Navojoa.
Mi padre creció frente al Estadio Oro, un viejo recinto deportivo que en los años 50 y 60 fue la casa de Los Mayos, y desde que era un niño en pantalones cortos encontró siempre la forma de colarse a los partidos los fines de semana. Equipos que ya no existen, como los Rieleros de Empalme o los Ostioneros de Guaymas jugaron ahí contra los Mayos de mi padre, y sus jugadores escucharon las rechiflas y los insultos de la palomilla del niño que fue. Me resulta bien difícil imaginar a mi padre de niño, sabiendo que mi abuela siempre fue una vieja miserable que no supo quererlo, pero sé de buena fuente que era un mocoso extremadamente trabajador. Hizo de todo, el viejo, desde bolear zapatos con un cajoncito de madera por las calles del centro a vender paletas y periódicos y desde ayudarle a sus abuelos en los quehaceres de rancho hasta comerciar con las melcochas que hacía su nana Trini. Pero los días que jugaban los Mayos, dejaba guardado el cajón de bola, la canasta de melcochas y lo que hubiera, para ponerse una gorra vieja y doblada y colarse al estadio a ver el béisbol.
Cuando yo empecé a jugarlo de manera seria, mi padre empezó a comprar junto con su boleto para cada partido, un boleto infantil. Ahí puedo decir que empezó la etapa real de convivencia con mi padre. Antes de eso, yo había sido el niño al que mantenía y al que supongo que siempre amó. Pero a partir de nuestras noches en el estadio, sentados lado a lado, comentando las jugadas del partido, las características de tal o cuál jugador, empezamos realmente a ser Padre e Hijo.
Mi padre me enseñó lo que es un Wild Pitch, un Squeeze Play, un "podrido", me llevó de la mano por los más intrincados recovecos del argot beisbolero: La cuenta de las delgadinas, el Lucky 7, un Mata Rally y me habló de tantos jugadores y tantos partidos como apenas puedo recordar. Me acuerdo que me maravillaba que el anunciador dijera en el sonido local: "Cambio de pitcher, sale Héctor "el caballo" Heredia y entra..." y antes de que tuviera tiempo de decirlo, mi padre decía algo como "entra Isabel "Chabelo" Ceceña" e inmediatamente después el anunciador lo confirmaba. También mi padre me contaba detalles biográficos de los bateadores. Cuando anunciaban por ejemplo a Remigio Díaz, mi padre me decía "este muchacho es de Benjamín Hill, tiene 27 años y antes era segunda base, pero quedó mejor en el short. No batea mucho pero es muy confiable con el guante". Y yo me quedaba atónito de que mi padre supiera tantas cosas de tanta gente.
Yo, por supuesto, no iba tanto por el juego como por el sinfín de chucherías que vendían en el estadio y por la facilidad ridícula con la que mi padre accedía a comprarme todo lo que cotidianamente me negaba. Si yo le pedía dinero para, por ejemplo, unas pizzerolas, siempre me preguntaba "¿y ya comiste?", si le pedía para una coca cola me decía "te va a doler la panza" y así. Pero en el estadio podía cómodamente pedir un elote, una bolsa gigante de doritos, un montón de chocolatinas, un duro con chamoy, y mi padre no sólo no preguntaba nada, sino que se compraba su propia dotación de cacahuates, su propio elote y su coca cola y los comíamos juntos, prediciendo la próxima jugada, el inminente ponche, el esperado jonrón.
A mí me gustaba ser amigo de mi padre. Cuando el equipo hacía una de esas proezas heroicas, como regresar de un marcador de 5-0 para ganar en extra innings 6-5 con un largo y panorámico doblete, mi padre gritaba eufórico y rápidamente buscaba mis pequeñas manos infantiles para chocarlas en alto con las suyas. Era siempre el primer aficionado con el que festejaba, por encima de sus amigos y de los asistentes eternos con los que también habíamos terminado por camarear. Después de todo habíamos compartido tantas alegrías y tantas penas en este estadio que ser amigos era el único remedio. Pero mi padre siempre celebró primero conmigo.
Muy pronto el béisbol dejó de ser mi deporte. En la secundaria descubrí el futbol y empezó mi fiebre que perdura hasta el día de hoy. A mi padre nunca le entusiasmó gran cosa que yo jugara futbol, a pesar de que tuve algunos logros mejores que los que tuve en el béisbol, pues el deporte de las patadas siempre le pareció demasiado chilango. Nunca dejamos de ir al estadio y a mí cada vez me gustaba más ver los partidos y estar con mi padre. Un día me aventuré a hacer mis propios comentarios sobre las decisiones del coach y me senti muy orgulloso de que mi padre, el conocedor, las aprobara con la cabeza. Ya por la preparatoria empezamos a estar en desacuerdo y los partidos se volvían cada vez más divertidos. Él pensaba que era mejor meter al cerrador desde la séptima y yo sostenía que era mejor tener un intermedio y relevarlo en la octava con un taponero y discutíamos hasta que el mánager hacía una de las dos cosas y el partido terminaba en victoria o derrota para los Mayos y para uno de nosotros.
Cuando me fui de casa de mis padres, Papá fue dejando paulatinamente de ir al estadio. Siempre argumentando que el equipo iba mal, que no tenía tiempo, que esto y aquello. La verdad -y yo siempre lo he sabido- es que dejó de ir porque ya no estaba su eterno compañero de palco, el aficionado al que él le enseñó a amar el equipo y los colores con su misma pasión. La prueba de ello es que cada vez que voy por unos días a visitarlos, mi padre me recibe con boletos para Los Mayos y nos pasamos por lo menos una noche en el estadio, volviendo a conocer al equipo, haciendo nuestros pronósticos ingenuos de siempre y comiendo todo lo que nos quepa en el estómago.
El domingo pasado, sin embargo, la cosa volvió a ser única y mágica. A mi padre y a mí se nos unió un invitado especialísimo: El único nieto de mi padre, mi hijo de cuatro años. No pudimos evitar pensar en el niño que fue mi padre colándose al estadio, y el niño que fui yo, llegando de la mano de mi padre a un estadio distinto a ver al mismo equipo. Pero cuando Ángel se comió sus primeras golosinas teniendo como fondo musical los aplausos de la gente y el crujido de los bates al golpear la de hueso, creo que tanto mi padre como yo entendimos que la vida sólo da vueltas para mejorar.
1 comentario:
Entonces García Márquez tenía razón en que las cosas dan vuelta, y ciertamente así parece ser. Ahora procedo a hacerte una pregunta medio estúpida y que quizás ya te hayan hecho: ¿qué se siente ser papá? A parte de que te gusta ver caricaturas con él y llevarlo al beis.
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