Abrí las hojas del diario. Uno de los dos columnistas que solía leer con deleite no había publicado. Era jueves. No había disculpa escrita, ni justificación para su ausencia. Leí al otro. Su columna era desabrida ese día, como casi nunca. Los dos chistes que incluyó, uno como prefacio, el otro colofón, los conocía yo desde la infancia. En lugar de la otra columna, la que me faltaba esa mañana, estaba una colaboración de alguien a quien supuse intelectual y supuse sureño. No me dio la gana concederle una oportunidad.
Pasé a los deportes. Mi equipo había ganado. Claro que había ganado. Era el equipo de mi padre y él sí que sabía elegir al bando ganador. Volveríamos a ser campeones de liga si se ganaba uno de tres encuentros que faltaban por disputar. Los coleros de la liga. El olor a trofeo, a cerveza, a la tela suave y lustrosa de la camiseta oficial –novecientos pesos avalaban su suavidad y su lustre- acariciaron suavemente mi nariz. Anoté en el blackberry que esa tarde habría de llamar a De la Rosa para preguntarle en donde sería el festejo el próximo domingo. De la Rosa era el lateral izquierdo del equipo con el que dábamos a veces pena y a veces risa en una liga local. Alto, fuerte, de cabello endiabladamente ensortijado y una cara que era mil veces más de filósofo renacentista que de defensor, De la Rosa era también el icono pop de la ciudad.
Bebí el café que Luisa había preparado. El primer trago, como de costumbre, me quemó la lengua. Puteé a Luisa y a su puta manía de dejar encendida la resistencia de la cafetera eléctrica, hirviendo al café más tiempo del necesario. A Luisa, ocupada en recoger por toda la casa las muchas miserias que esa semana se habían acumulado, le valió madre. Le agradecí humildemente al dios de los desarrapados que me hubiera mandado a Luisa, la maldita mije a la que le importaban dos carajos mi mal genio y mi completa ausencia de dotes domésticos.
La pantalla de la laptop se iluminó, respondiendo a la caricia de una servilleta de tela con la que quité dos gotas de café del teclado. Dos recuadros destellaban un azul muy brillante, anunciándome que alguien, vía mensajería instantánea, tenía algo qué decir. Inhalé profundamente el venerado aroma del café que seguía humeando desde su negro tazón antes de abrir la primera ventana.
(Aquí usted puede ser un lector ortodoxo y continuar en el párrafo siguiente, o ser un lector heterodoxo y dar clic aquí para husmear en la vida del narrador más allá de lo que éste quiere contarle, hasta las minucias verdaderas de lo que aquél efectivamente ve)
La sección de Política estuvo entretenida. Ya faltaban dos años para la elección estatal. Era la víspera de los destapes, las apuestas a los caballos políticos y las equivocaciones de todos a la hora de elegir bando. A mi me gustaba elegir y apoyar con toda la anticipación posible al gran perdedor, sólo para sacarle úlceras nuevas a mi padre, siempre en el escuadrón de los gloriosos.
Yo admiraba a mi padre. Me embelesaba y me hacía sentir un orgullo culposo el verlo bajar de la gran camioneta del poder, enfundado en su traje de corte impecable, la corbata al viento, mancuernas doradas con estilo y discreción, un tipazo de presencia demoledora. Descendía para encontrarse a la corte usual de lame suelas, le daba la mano a uno o dos, su apretón siempre firme, quizá hasta la caridad de unas palabras, cómo está licenciado, un gusto, saludos a su señora, etcétera.
Nadie recordaba. Nadie quería recordar, que el ínclito Diputado Reséndiz, el gran legalista, el político severo, el economista hábil, le había roto una pierna al gigante. Yo lo recordaba. Yo quería recordarlo. Yo tenía un morral de hilo muy viejo, huichol de origen, que dormía bajo mi cama desde hacía muchos años, regalo de mi abuela, la gran matriarca de los Reséndiz Albán. Un morral lleno de fotografías, de recortes de diario, de declaraciones de principios, de folletos y pasquines, de convocatorias multitudinarias, de órdenes de aprehensión, de actas de cateo, de colaboraciones subterráneas para fanzines nebulosos, y en todos ellos estaba mi padre, César Reséndiz, uno de los hombres fuertes del gobierno estatal, de la sociedad capitalina, cuando era otro, cuando era apenas “el truco” Reséndiz, un alias que a los periodistas de planta de las banquetas de palacio se les había hecho muy fácil embonarle, basados en la gran destreza del viejo en artimañas legaloides para entrar y salir del bote en un tris.
El viejo era de buena casa. Mis abuelos se habían hecho ricos cuando la minería derramó sus dones por el norte del estado y los dueños de terrenos llenos de piedras y sahuaros se enteraron que eran dueños también de toneladas de plata. Los pueblos chicos donde apenas y se enteraban del progreso cuando visitaban la capital, se vieron de pronto llenos de grandes casas con jardines amazónicos, columnas de piedra, ornamentos de mármol, herrerías artesanales, lámparas de Italia, albercas azules que todo el año se llenaban de las hojas caídas de los tamarindos enormes que reinaban los patios y de abejas muertas de cansancio tras chupar las azaleas y begonias cuyos tiestos cubrían los linderos del cerco.
Las familias deslumbradas por el dinero que no dejaba de caer en las arcas domésticas se empecinaban en todo tipo de empresas. Lo mismo se dragaba un río para hacer que un arroyo bordeara el pueblo que se decidía plantar cien hectáreas de árboles de ciruelo, a sabiendas de que jamás había brotado uno en aquellas tierras agrestes. La buena racha no parecía tener ocaso. Se daban los ciruelos, el arroyo hacía crecer un follaje verde donde antes era un páramo lodoso, los primeros tractores azules cuyas llantas eran más altas que un caballo sustituían a los viejos jamelgos del arado y los jornaleros de siempre se sentían príncipes montados en la máquina gigante que dibujaba surcos en toda una parcela en medio día de trabajo. Los techos de las casas empezaron a poblarse de antenas parabólicas, un invento descabellado que había puesto a la televisión a hablar en mil idiomas babélicos y les había mostrado a los niños la maravilla de los dibujos animados y a los padres el recurso estimulante del cine erótico y el acabóse de la pornografía a toda hora.
Entonces el gobierno decidió expulsar a los chinos. Y la gente se dio cuenta de repente de que los chinos se iban a ir y que con ellos se iba a ir un pedazo muy grande de la suerte que le estaba sonriendo al pueblo, porque eran los chinos los que trabajaban más duro y por menos dinero en las minas del norte, y eran también los chinos los que pizcaban más algodón y cosechaban más rápido el trigo y barbechaban mejor la tierra para echar la semilla del tomatillo y atendían mejor que nadie las dolencias de los viejos a los que la droga del doctor Franco no les hacía nada con sus artes antiquísimas de clavar agujas en el cuerpo y de tronar los huesos para que se confortara el alma en su cajita, y eran los chinos también los que comerciaban las telas más ricas y los perfumes más exquisitos y las artesanías más primorosas y las hierbas más raras, desde las semillas de cardamomo para trabajar todo el día y las pepitas de calabaza para comer sin comer y las raíces de jengibre para ser un tigre en la cama sin despertarse al día siguiente sintiendo que el tigre había sido la mujer y no uno.
La gente de pueblo, que no sólo había recibido de buen grado a los chinos, sino que incluso había trabado amistad con ellos, que había basado su negocio en los lazos que tenía con ellos y que había aprendido de ellos la diligencia extrema, la disciplina rígida, la administración quisquillosa, cerró filas en torno a aquel pueblo silencioso, cuyas figuras espigadas y vestidas en trajes verticales de lienzo azul marino se veían regresar muy tarde a sus casas después de las jornadas agotadoras.
La vida siguió su curso. Se levantaban los tenderetes al alba, cuando el sol apenas se desperezaba tras los cerros más lejanos. Se escuchaba el trajín de los mineros que se amontonaban en los grandes camiones para dirigirse a la veta, los jornaleros terminaban su itacate y salían de sus casas sin despertar a nadie y las calles se empezaban a llenar de la campanilla del lechero y los gritos del viejito de las verduras.
Hasta la mañana de mayo en que mi abuela se despertó, la nuca apoyada en su grueso almohadón de plumas, el cuerpo arropado por el suave edredón que le habían traído de Bruselas unas jovencitas encantadoras que los vendían a plazos, la cara todavía fresca del hálito de agua de flores que mi abuelo usaba para las visitas formales, y se dio cuenta de que por primera vez en quince años, había amanecido sola en la cama.
Se vistió medio a las volandas, preocupada de que por primera vez en el largo historial de su estable vida conyugal se le hubiera hecho tarde para esperar a su marido en el lado opuesto de la mesa, tras el tazón humeante de café negro recién molido y el plato con los tres huevos cocidos y las lonjas de tocino que le servían al desayuno, y sólo cuando se hubo puesto el segundo de sus zapatos reparó que en el hermoso reloj de péndulo que adornaba la estancia, eran las seis de la mañana y diez minutos, la hora exacta a la que el abuelo se había despertado cada uno de los días durante los últimos quince años, antes de meterse a bañar y vestirse con los minutos contados para aparecer en el comedor a las siete.
Doña Juanita, la mayor de las sirvientas de la casa, fue la encargada de decirle que el patrón había salido en la mañana con una maleta pequeña y se había llevado el chevrolet. Hacia el final del día, cuando la abuela decidió aceptar el hecho de que su marido no volvería a pisar la casa, una de las sirvientas más jóvenes, la única que todavía no le daba tiempo de aprenderse su nombre, le musitó con mucha pena el nombre de Esperanza Wong.
-La hija del médico- le dijo – el viejito ese que les clava agujas a las señoras en la espalda y en las orejas quesque para adelgazar y pa’ las dolencias de todo.
La verdad es que sólo mi abuela ignoraba los pormenores de ese desliz. Desde el octubre anterior, cuando el doctor Wong había instalado un futón, dos taburetes y unos lienzos grandes con dragones rojos en las paredes del cuartito que estaba junto a la barbería donde se acicalaba don Eleazar Reséndiz, y le había clavado afuera un maderito con la leyenda: Wong Hai, medicina naturista, medio pueblo murmuraba que era demasiado el tiempo que duraban las consultas de don Eleazar y que era mucho más raro que no se conformara con las sesiones de acupuntura del doctor Wong, sino que le dedicara muchos más minutos a los delicados masajes que su hija Esperanza administraba como parte alternativa del tratamiento.
Mensaje de:
6625596230 Mónica
Texto:
Buenos días, Lic. Nada más
para avisarle que le llamó el
Sr. Correa, que le urge que
se comunique.
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Mensaje de:
6625091827 Lic. Reséndiz
Texto:
Buenos días, Mónica, por
favor sea tan amable de
decirle al Sr. Correa que no
esté chingando, que me
llame a mi celular si tiene
tanta prisa.
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Si vieras cómo me pudre que me interrumpan para idioteces como esta cuando estoy recordando cosas que realmente no recuerdo, sino que supongo y que he ido armando con la providencial ayuda de mi madre, esa gran biógrafa de las ramitas paternas de mi árbol genealógico; si tuvieras una idea mínima de cuánto me rompe los huevos que una persona, no importando que tenga el soberbio par de nalgas que te adornan la cajuela, me quite estos preciosos momentos en los que aparento tener noción de los orígenes de estos que somos los Reséndiz actuales, lo pensarías tres veces antes de arriesgar tan feo el asientito ultra confort que con tanto cariño le compré en el office depot a tu riquísimo par de posaderas y mandarías a Correa, ese nefasto analfabeto que le juega al editor en un pasquín sobrevaluado, directito a
Mensaje de:
6625596230 Mónica
Texto:
Ok, Lic. Yo le digo, cómo
a q hr lo veo?
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Mensaje de:
6625091827 Lic. Reséndiz
Texto:
A las nueve y media,
como todos los días,
¿Necesita algo?
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¿En qué estaba? Ah, sí. Resultó que mi abuelo había sido amante de Esperanza Wong durante más de seis años, tenía con ella una niña que en los días de la fuga estaba por cumplir los tres y era rubia como él pero de rasgos finos y ojos muy rasgados como ella. Fue él quién hizo el gasto de instalar el consultorio del doctor Wong y también él quien se encargó de que su clientela fuera aumentando de a poco, sobre todo con la artimaña del rumor de que en aquellas agujas se escondía el secreto de la virilidad desbocada y cerril que por supuesto ya era cosa deseada en aquellos empolvados entonces. Esperanza quería a mi abuelo con una veneración tan tranquila como la de una madre hacia su hijo y le soportaba los berrinches, los desplantes, las borracheras, las a veces insoportables ausencias cuya justificación era siempre mi abuela, con una paciencia y unos silencios eternos y estoicos que sólo podían ser orientales.
A lo mejor por eso el abuelo no pudo pensar en algo mejor aquella madrugada, cuando alguien cuya identidad francamente ignoro le pasó la noticia de que al día siguiente empezaba el éxodo de los chinos, que irse a su casa, empacar sus ropas más indispensables y desaparecerse para siempre en su viejo chevrolet de ocho cilindros con aquella mujer con la que no tenía ninguna seguridad más que la de que ella lo quería más de lo que la quería él.
Las nueve. Qué clase de recordador tan malo debo ser si me ha tomado casi media hora hacer esta simple sinopsis de cómo mi abuelo escogió su vida al lado de la menuda y silenciosa amante sobre la de lujo y renombre que tenía al lado de la abuela.
Media hora para llegar a la oficina. Y seguro que hay un tráfico de mierda.
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