04 diciembre 2008

El buscador de cabezas.

No hay manera de evocar el odio. Existe quien, en retrospectiva, echado en un sillón, logra recuperar algún retazo de alegría infantil, despreocupación y fatiga; existe quien logra extraer de ese manojo de artificios de la memoria una sonrisa, una erección, sabiduría. Pero las emociones que sacuden, que hacen rechinar los dientes y hervir el cerebro no pueden recordarse, no pueden entenderse una vez que su fluido deja de burbujear y se termina el deseo por la mujer tendida a nuestro lado y se termina el deseo de la mujer y en el aire queda un olor a tedio -que se mantendrá hasta que el deseo regrese.

O quizá sí es posible. O quizá sólo me digo eso para creer -para que ustedes crean y alguien crea- que soy un cándido, que no hice lo que hacía, que aquel que marchaba con el par de botas negras o la ropa de la Dirección era un tipo inexplicable que se ha desvanecido, que lo conozco por haber visto su nombre en un listado de matones o un diccionario biográfico.

¿Quién puede creer, en verdad, en lo que hacen y dicen una serie de tipos enfundados en ropas negras, quién puede creer que sean reales, que esos gestos viriles demasiado acentuados no sean una pantomima, que sus ideas sobre el comportamiento de los hombres no son parte de una broma o una promoción comercial incomprensible?

Les diré quién lo cree. Les diré que al marica que cuelga de una viga por los pies, molido a golpes por cuatro niños, no le queda más remedio que creerlo porque le han roto los testículos con una pala y porque han pisoteado sus plantas, cultivadas con una delicadeza que los golpeadores jamás presintieron.

Lo cree el trasvestido, capturado de noche en su esquina y sobre quien los policías se vacían luego, en el asiento trasero de una patrulla, con un entusiasmo que sus mujeres no han conocido en años. Lo cree el oficinista que es detenido por pedir su diario habitual al voceador, un diario prohibido por no retratar los desfiles del Movimiento con el necesario cariño. Lo cree el niño que debe tirar los libros de Historia de sus hermanos a la basura, porque en la escuela le han dado libros nuevos y la maestra, con la obediencia de quien no distingue su lengua de sus pies, proclama a la Patria "esa parte del universo que Dios nos ha concedido para construirle un altar".


Lean El buscador de cabezas, de Antonio Ortuño (Joaquín Mortiz, 2006). Buenísimo.

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