He salido de mí mismo. Me he alejado de aquél que soy o de éste que fui o de cualquiera de los irreconocibles fulanos que alguna vez pude ser o fui o efectivamente soy sin aceptarlo o darme positiva cuenta.
Estoy mal. Lo confieso: estoy mal. No sé si sean estas fechas -de ordinario tristes para mí, funestas, depresivas- o si sea el stock de infortunios con los que mis recientes días se han vestido de invierno, pero estoy mal. Me siento triste. Meridianamente triste. Y mi tristeza es tan bella y pura y pulcra e invencible que la admiraría si yo fuera un espectador de mi tristeza y no una víctima como efectivamente soy sin aceptarlo o darme positiva cuenta.
Estoy hecho de despojos de otros yo que fueron sin duda mejores. Soy como esa cobija hecha de retazos que debería servir para quitar el frío pero por cuyas costuras se cuela la tortura de un enero cruel y cuya fealdad ofende a las miradas. O como ese guiso hecho de sobras que uno pudiera comer sólo para quitarse el hambre, pero cuyo aspecto y aroma y consistencia insultan los sentidos y reducen el apetito a un estado de náusea permanente.
Lo más triste del asunto es que soy mejor persona de lo que he sido en toda mi vida. Y nunca había estado más lejos de mí mismo. Tal vez algunos nacemos para villanos y pelear nuestra naturaleza nos convierte en un sinónimo del héroe cobarde o la protagonista meretriz.
Tal vez.
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