Me considero un hombre muy difícil de querer. La verdad es que quiero poco a unos pocos, quiero mucho a menos de cinco personas y a la gran mayoría me unen lazos de sangre que me hacen casi obligatorio quererlos y le quitan todo el mérito a mi escaso y poco amor. Hay en mi propia familia personas a las que no quiero y cuyas vidas me tienen sin cuidado. Amo rabiosamente a dos personas: mi mujer y mi hijo, y amo con muchos matices a mis hermanas y a mis padres.
Digo que los amo con muchos matices porque con pocas personas soy capaz de enfurecerme tan rápido como lo hago con ellos cuatro. Mis padres dominan el arte de hacerme trinar de coraje en dos frases y mis hermanas me parecen dos de los peores ejemplos de cómo no debe ser una hija.
Con mi mujer y mi hijo me une un amor límpido y libre de impurezas. Ángel, siendo un niño pequeño y de corazón enorme, saca lo mejor de mí, siempre. Abrazarlo, hablar con él, escuchar sus historias (la mayoría producto más de su imaginación que de la vida real) son motivos de felicidad. Su inocencia y su hambre de aventura me hace vivir a través de sus palabras una película de la infancia cada vez más lejana que fue mía y con la que puedo tejer tantos paralelismos que a veces mi pregunto cómo se las ingenia la vida para repetirse con tanta simetría.
Mi mujer simplemente es indefectible. Por supuesto es caprichosa, necia, testaruda, inoportuna, gritona, consentida y un largo, largo etcétera. Pero es la mujer perfecta. Lo mejor que ha podido pasarle a un escéptico del amor como yo. Hablar con ella, verla acomodarse el cabello detrás de la oreja para coquetearme, escuchar su voz cuando llora de impotencia porque se le pone grave un paciente, saberla capaz de amar a la gente (que por supuesto no merece ser amada, ni remotamente), me conmueve. Para bien o para mal, pero me conmueve. Me gusta que tenga la boca chiquita y los ojos grandes, que tenga las manos blancas y los dedos delgados, que no fume ni beba aunque yo amo que las mujeres fumen y beban y se odien; me gusta que ella puede bailar en medio de un centro comercial con cientos de personas si la canción que suena se lo pide, me gusta que grita de espanto cuando ve una cucaracha, pero aprieta los dientes y se serena ante un fémur sangrante que sale de una pierna rota. Me gusta que es machista y se cree feminista, me gusta que no sabe cocinar pero le encanta comer, me gusta que no ve televisión, que no conoce el nombre de ningún expulsado de ningún reality show y que sabe pedir perdón con el corazón, de una manera en que sólo he visto hacer a ella.
Pero me pierdo, me doy cuenta, en hacer un recuento de virtudes. Me alejo del punto original que era esta idea: Yo soy difícil de querer. Y soy difícil de querer porque soy difícil de conocer. Por lo general hay dos o tres facetas de mi personalidad que hay que pasar como habitaciones y pasillos antes de llegar al que soy yo. Creo que primero está un egocéntrico detestable que suele pasarse más tiempo del necesario peleándose con la gente que está mal (que es casi toda la gente) por cosas tan estúpidas como la ignorancia apática, la falta de cultura general, la superficialidad y otros conceptos similares. El egocéntrico es mi perfil defensivo de primer grado, uno que rara vez suele ser sobrepasado.
Después viene el maestro del disfraz. Desde que era muy pequeño desarrollé un gusto peculiar por crear personalidades alternas, cuadros sicológicos completos y complejos de hombres sociales que puedo ser según la situación lo requiera. La buena vida que me ha tocado vivir y la mucha tierra que el destino me ha dejado pisar han traído consigo un sinfín de recursos para enriquecer, aderezar y complementar esos cuadros bizantinos en los que ya se convirtieron mis múltiples personalidades.
En alguna ocasión comenté aquí que me gusta inventarles historias a los taxistas con los que cada dos o tres meses me veo forzado a convivir en los viajes que hago por múltiples motivos. He sido empleado de un conglomerado farmacéutico, traductor de una editorial con sede en Barcelona, médico cirujano con especialidad en patologías cardiacas, importador de vinos y licores de Asia y Europa, entre muchas otras cosas.
Alguna vez hice un personaje para una novela (que me robaron junto con mi laptop original) que tenía esa misma debilidad y se inventaba personajes para cada casero al que le rentaba un departamento. Nunca me funcionó, costaba volverlo un personaje creíble. Así de “rara” es mi costumbre, pero la disfruto mucho.
Y bueno, sobra decir que la segunda etapa por la que es necesario pasar para conocerme/quererme es una habitación ocupada por uno de esos personajes. No siempre es algo tan sofisticado o elaborado como los anteriores. A veces soy yo mismo transfigurado. En un mal día me clavo demasiado en ser un escritor maldito (asco) y me doy golpes de pecho por ser un incomprendido (risa loca); otro día quiero cambiar al mundo con una conciencia revolucionaria y emprendedora y creo ideas y conceptos útiles, innovadores y prácticos que jamás terminan de cuajar por la historia de siempre: viene otro día y se lleva ese leit motif.
Resulta difícil saber cuál de esas personas soy yo por la misma razón que es imposible precisar cuál de las olas es el mar. Ninguna ola es el mar. Todas las olas son el mar.
La última habitación con luz es, en el colmo de lo predecible, una recámara infantil. El niño que la mayoría de los hombres nunca dejamos de ser. Ese niño, en mi caso, es uno crecido en un pueblo costero, que amó su bicicleta más de lo que muchos aman algo en toda su vida y que tiene los recuerdos tan claros hoy como al día siguiente de vivirlos. Un niño que si hubiera podido tener un deseo, ese hubiera sido poder leer todos los libros, pero que nunca eligió leer un libro por encima de treparse a un árbol. Un niño que podría haber correteado con Huckleberry Finn o robado en las calles con Oliver Twist, pero al que nunca dejaron ser paqueterito del supermercado.
Pocas, muy pocas personas llegan alguna vez a caminar por las tres habitaciones de la casa de infonavit que soy. Ni se diga a la terraza de flores y viento que mira siempre a mi playa y donde vive el amor que siempre he sido capaz de prodigar, pero que sólo han merecido unos cuantos. Y no porque mi amor valga más o menos que el de nadie, sino porque mi amor, por ser poco, es más difícil de conseguir.
Por eso suelo ser feliz cuando estoy triste y suelo ponerme de un triste horrendo cuando estoy feliz. Reconozco la finitud de mis estados de ánimo y en prolongarlos no encuentro más placer que en el cortarlos como mala hierba. Cada vez que abrazo a mi mujer o beso a mi hijo estoy consciente de que toda mi vida, toda en absoluto, se resume a ese preciso momento y nada más. En ningún otro momento me brilla con tanta luz el corazón y me aturde con tanta fuerza la música de la dicha más completa.
En ese sentido, como en todos, ser un hombre difícil de querer es una más de las muchas bendiciones que he recibido. Porque las personas que me quieren, las que me quieren de verdad, lo hacen de una vez y para siempre.
11 noviembre 2010
14 septiembre 2010
Han sido un par de malos meses, como suelen ser los dos protagonistas del verano en la ciudad. Por lo general evito como la peste salir a la calle antes de las seis o siete de la tarde, cuando el sol ya va en picada y el termómetro empieza a bajar las escaleras del 46 habitual al 38 o 39 humanamente soportable.
Me rondan el desánimo y la inercia: Hago poco. Mis días son casi deducibles de impuestos. Despierto a las 8 o 9 a.m, bebo un licuado, voy al gimnasio. Paso ahí quizá una hora y media, regreso a casa, desayuno en forma (huevos, fruta, café). Aseo un poco el departamento (barrer y trapear el lunes, lavar ropa el martes, ordenar el desorden el miércoles y así). Luego me doy un baño para quitarme todos los sudores juntos y me recuesto en el clima artificial de mi recámara a leer por horas.
La semana pasada leí Ángeles del Abismo y Sputnik, mi amor, de Enrique Serna y Haruki Murakami. Difícil pensar en algo más contrastante que un narrador chilango campechano y artificioso y un japonés multipremiado que se perfila como nobel al corto plazo. Difícil todavía más, encontrar puntos comunes entre una historia y la otra.
En Ángeles, Serna hace una amena sátira más o menos real de la historia de una falsa beata de la Nueva España, víctima del incesto y las crueldades del padre, que se amanceba con un indígena que a su vez se debate entre el cristianismo de los frailes que lo educaron y la religión prehispánica del padre al que accidentalmente aesinó.
En Sputnik, Murakami cuenta como siempre, una historia de Murakami, con mujeres que
a fuerza de rellenar termina vaciando y un hombre que pasa toda la vida explicando cosas para llegar a la conclusión de que no entiende nada. Murakami es a la vacuidad lo que Vila Matas es a la desaparición: Un buscador constante.
Una joven japonesa, Sumire, descubre su inclinación lésbica cuando conoce a Myû, una mujer madura y encantadora. La joven que jamás había experimentado deseo sexual, enloquece por la mujer y emprende con ella un viaje por Europa, donde desaparece. El narrador, mejor amigo de Sumire, que además vive enamorado perdidamente de ella, acude a Grecia a reunirse con Myû e intentar desvelar el misterio del paradero de la chica. Todo esto lleva a una especie de pentágono amoroso (nunca llega a ser un triángulo, lo entenderán si la leen) que resulta agotador. Es una historia fantástica si uno está dispuesto a aceptar que Murakami no se detiene a explicar las cosas. El deber del lector es creerle y seguir adelante.
Esta semana empecé Amrita, de Banana Yoshimoto, pero aún es muy pronto para emitir un juicio, por supuesto. Quizá para el fin de semana ya tenga algo fundamentado qué decir. Mientras tanto me limitaré a decir que escribe bien.
Mi proyecto está estancado, como ya es habitual. Tras el viaje a Guadalajara en el que descubrí un montón de cosas que deben estar en el relato y avancé con una fluidez maravillosa, caí en un bache del que no he encontrado la forma ni la energía para salir. En dos meses debo dar el taller sobre creación novelística y me voy a sentir un cínico hablando de disciplina y método cuando esas dos cosas me están regalando unos cotidianos dolores de cabeza.
En quince días cumpliré tres años viviendo de nuevo en Hermosillo. Reconozco que me duele el orgullo de haberme quedado tanto tiempo. Prometo que no cumpliré cuatro, pase lo que pase. Si alguien sabe de un buen empleo en Kuala Lumpur, Burkina Faso o Rand McNally, por favor hágamelo saber.
Me rondan el desánimo y la inercia: Hago poco. Mis días son casi deducibles de impuestos. Despierto a las 8 o 9 a.m, bebo un licuado, voy al gimnasio. Paso ahí quizá una hora y media, regreso a casa, desayuno en forma (huevos, fruta, café). Aseo un poco el departamento (barrer y trapear el lunes, lavar ropa el martes, ordenar el desorden el miércoles y así). Luego me doy un baño para quitarme todos los sudores juntos y me recuesto en el clima artificial de mi recámara a leer por horas.
La semana pasada leí Ángeles del Abismo y Sputnik, mi amor, de Enrique Serna y Haruki Murakami. Difícil pensar en algo más contrastante que un narrador chilango campechano y artificioso y un japonés multipremiado que se perfila como nobel al corto plazo. Difícil todavía más, encontrar puntos comunes entre una historia y la otra.
En Ángeles, Serna hace una amena sátira más o menos real de la historia de una falsa beata de la Nueva España, víctima del incesto y las crueldades del padre, que se amanceba con un indígena que a su vez se debate entre el cristianismo de los frailes que lo educaron y la religión prehispánica del padre al que accidentalmente aesinó.
En Sputnik, Murakami cuenta como siempre, una historia de Murakami, con mujeres que
a fuerza de rellenar termina vaciando y un hombre que pasa toda la vida explicando cosas para llegar a la conclusión de que no entiende nada. Murakami es a la vacuidad lo que Vila Matas es a la desaparición: Un buscador constante.
Una joven japonesa, Sumire, descubre su inclinación lésbica cuando conoce a Myû, una mujer madura y encantadora. La joven que jamás había experimentado deseo sexual, enloquece por la mujer y emprende con ella un viaje por Europa, donde desaparece. El narrador, mejor amigo de Sumire, que además vive enamorado perdidamente de ella, acude a Grecia a reunirse con Myû e intentar desvelar el misterio del paradero de la chica. Todo esto lleva a una especie de pentágono amoroso (nunca llega a ser un triángulo, lo entenderán si la leen) que resulta agotador. Es una historia fantástica si uno está dispuesto a aceptar que Murakami no se detiene a explicar las cosas. El deber del lector es creerle y seguir adelante.
Esta semana empecé Amrita, de Banana Yoshimoto, pero aún es muy pronto para emitir un juicio, por supuesto. Quizá para el fin de semana ya tenga algo fundamentado qué decir. Mientras tanto me limitaré a decir que escribe bien.
Mi proyecto está estancado, como ya es habitual. Tras el viaje a Guadalajara en el que descubrí un montón de cosas que deben estar en el relato y avancé con una fluidez maravillosa, caí en un bache del que no he encontrado la forma ni la energía para salir. En dos meses debo dar el taller sobre creación novelística y me voy a sentir un cínico hablando de disciplina y método cuando esas dos cosas me están regalando unos cotidianos dolores de cabeza.
En quince días cumpliré tres años viviendo de nuevo en Hermosillo. Reconozco que me duele el orgullo de haberme quedado tanto tiempo. Prometo que no cumpliré cuatro, pase lo que pase. Si alguien sabe de un buen empleo en Kuala Lumpur, Burkina Faso o Rand McNally, por favor hágamelo saber.
13 septiembre 2010
Moliére y Faulkner.
M: "Un escritor es congénitamente incapaz de decir la verdad. Por eso es que llamamos a lo que hace Ficción".
F: Escribir es como la prostitución: Primero lo haces por amor, luego por unos pocos amigos y al final por dinero.
F: Escribir es como la prostitución: Primero lo haces por amor, luego por unos pocos amigos y al final por dinero.
17 agosto 2010
Bestiario
Tengo una amiga que es flaca, morena, de ojos grandes y boca de labio grueso. Dientes grandes y muy derechos por obra de años de aparatos correctores de la sonrisa. Mi amiga usa sombreros ridículos y ropa que de ninguna manera podría ser considerada como combinación. A mi amiga le gustan los clásicos griegos. Le gusta citar a Hesíodo en medio de una plática casual y poner en tela de juicio si Demóstenes era mejor poeta que Homero (pista: si). Mi amiga tiene un empleo estupendo en el gobierno y si usted la observa en su oficina, notará que viste un impecable uniforme hecho de traje sastre y blusa formal con el orondo escudo del Nuevo Sonora (ahora con 25% más funcionarios ineptos). Mi amiga es enemiga jurada de peines y cepillos y su cabello es una oda al cubismo en su estado más puro.
Tengo una amiga que vive en un pueblo pequeñísimo donde uno sólo va con afán de comer platillos típicos, observar lindos paisajes y quizá vivir los últimos años de su vida, si es norteamericano. Mi amiga prepara tragos en un bar todas las tardes. Es morena, de ojos grandes y lindos y nariz pequeña y graciosa. La típica belleza mestiza. Y si uno la observa en su trabajo piensa, casi indefectiblemente que es una pueblerina que mantiene a un trío de escuincles preparando cocteles en ese bar. La verdad es que es una Socióloga apasionada, con una especialidad, varios años de trabajo en la sierra y en la selva, y que puede citar una cantidad escalofriante de obras y estudios cuyos autores tienen nombres todavía más escalofriantes. Una mujer para la que términos como análisis fenomenológico a través de la revisión casuística le son tan comunes como a ustedes el botón de "me gusta" en feisbuk.
Como pueden ver, a mi vida no le faltan personajes, ni tramas, ni motivos para ser fan del humor negro. Y lo soy.
Pero hablando en serio. Poco a poco han ido saliendo de mi vida, de mi cotidianeidad, las personas cuyo relato más interesante consta de describir sus quehaceres diarios. Sinceramente, lector(a) querido(a), a menos que vos seáis un cazador de pterodáctilos robot, un notable ingeniero genético, una prestigiada dominatriz, es poco probable que me interese escuchar lo que haces todo el día. Si te despiertas, desayunas, te vistes, vas a trabajar, regresas a casa, comes, vas al gimnasio, ves televisión, todo eso y lo que hagas enmedio (cagar, hacerte fan del circo atayde en el FB, seguir al güiri güiri en twitter) me importa un soberano carajo. Y al mundo también.
¿Sabes por qué el Big brother dejó de venderse? Porque hay miles de millones de big brother gratis en la red. Todo mundo tiene un blog, un myspace, un hi5, FB, Twitter, metroflog y demás sarta de aplicaciones y redes sociales que permiten compartirle al mundo lo fútil, nimio, intrascendente y perdónenme que lo diga, estúpido de nuestras vidas. Hace más de dos años Jorge Pinto (Bunsen cómics) que es un genio, ya se quejaba de la escasez de usuarios 2.0 del internet. Bueno, malas noticias, el problema sigue ahí, cada vez más grave.
Y no me malinterpreten: respeto enormemente que Saramago haya tenido un blog, que Carmen Aristegui y Ruy Xoconostle twiteen todo el día, que Cracked tenga un perfil de FaceBook. Pero lo respeto porque esas personas y entidades entienden la utilidad de las aplicaciones cuya naturaleza radica en compartir información útil o interesante (no necesariamente ambas cosas) mientras que los usuarios promedio comparten información tan útil e interesante como un gamborimbo.
El mundo, lamentablemente, seguirá caminando siempre hacia allá. Y yo tendré cada vez menos amigos, hasta que al final sólo haya doce personas que puedan sentarse en mi mesa y compartir el pan y el vino antes de que los fariseos vengan por... No, esperen, ese era otro mesías. El asunto es que no me molesta, mientras queden pendientes en el mundo unos tres o cuatro mil buenos libros por leer, sólo necesito que alguien siga poniendo gasolina en mi carro, salchichas en el super y café en el punta-del-cielo para que el pedazo de mundo que me importa esté maravillosamente bien. Brindo por eso. Tomad y bebed... No, no, ese era el libreto viejo. Corten.
Tengo una amiga que vive en un pueblo pequeñísimo donde uno sólo va con afán de comer platillos típicos, observar lindos paisajes y quizá vivir los últimos años de su vida, si es norteamericano. Mi amiga prepara tragos en un bar todas las tardes. Es morena, de ojos grandes y lindos y nariz pequeña y graciosa. La típica belleza mestiza. Y si uno la observa en su trabajo piensa, casi indefectiblemente que es una pueblerina que mantiene a un trío de escuincles preparando cocteles en ese bar. La verdad es que es una Socióloga apasionada, con una especialidad, varios años de trabajo en la sierra y en la selva, y que puede citar una cantidad escalofriante de obras y estudios cuyos autores tienen nombres todavía más escalofriantes. Una mujer para la que términos como análisis fenomenológico a través de la revisión casuística le son tan comunes como a ustedes el botón de "me gusta" en feisbuk.
Como pueden ver, a mi vida no le faltan personajes, ni tramas, ni motivos para ser fan del humor negro. Y lo soy.
Pero hablando en serio. Poco a poco han ido saliendo de mi vida, de mi cotidianeidad, las personas cuyo relato más interesante consta de describir sus quehaceres diarios. Sinceramente, lector(a) querido(a), a menos que vos seáis un cazador de pterodáctilos robot, un notable ingeniero genético, una prestigiada dominatriz, es poco probable que me interese escuchar lo que haces todo el día. Si te despiertas, desayunas, te vistes, vas a trabajar, regresas a casa, comes, vas al gimnasio, ves televisión, todo eso y lo que hagas enmedio (cagar, hacerte fan del circo atayde en el FB, seguir al güiri güiri en twitter) me importa un soberano carajo. Y al mundo también.
¿Sabes por qué el Big brother dejó de venderse? Porque hay miles de millones de big brother gratis en la red. Todo mundo tiene un blog, un myspace, un hi5, FB, Twitter, metroflog y demás sarta de aplicaciones y redes sociales que permiten compartirle al mundo lo fútil, nimio, intrascendente y perdónenme que lo diga, estúpido de nuestras vidas. Hace más de dos años Jorge Pinto (Bunsen cómics) que es un genio, ya se quejaba de la escasez de usuarios 2.0 del internet. Bueno, malas noticias, el problema sigue ahí, cada vez más grave.
Y no me malinterpreten: respeto enormemente que Saramago haya tenido un blog, que Carmen Aristegui y Ruy Xoconostle twiteen todo el día, que Cracked tenga un perfil de FaceBook. Pero lo respeto porque esas personas y entidades entienden la utilidad de las aplicaciones cuya naturaleza radica en compartir información útil o interesante (no necesariamente ambas cosas) mientras que los usuarios promedio comparten información tan útil e interesante como un gamborimbo.
El mundo, lamentablemente, seguirá caminando siempre hacia allá. Y yo tendré cada vez menos amigos, hasta que al final sólo haya doce personas que puedan sentarse en mi mesa y compartir el pan y el vino antes de que los fariseos vengan por... No, esperen, ese era otro mesías. El asunto es que no me molesta, mientras queden pendientes en el mundo unos tres o cuatro mil buenos libros por leer, sólo necesito que alguien siga poniendo gasolina en mi carro, salchichas en el super y café en el punta-del-cielo para que el pedazo de mundo que me importa esté maravillosamente bien. Brindo por eso. Tomad y bebed... No, no, ese era el libreto viejo. Corten.
29 junio 2010
Bienaventurados los perros.
Inevitablemente, la gente ha dado por llamarme Jerry London. Cuando digo mi nombre en una reunión social o me presentan a la amiga de una amiga; cuando veo mi registro en el directorio electrónico del celular de cualquier conocido, ahí está: Jerry London.
La gente, al parecer, tiene problemas con que me llame Gerardo Hernández, y ha decidido resolver el problema creándome ese alter-ego hipersocializado que estoy seguro que soy para más de tres. Jerry London, bartender de uno de los lugares de moda de esta ciudad hervorosa, un tipo que prepara buenos cócteles, cuenta buenas historias y “al parecer escribe libros o algo así”.
Fácilmente puedo pensar en diez clientes que han comprado mi novela y puedo apostar cada uno de los dedos de mis manos a que no la han leído. Creo que suelen conformarse con mi foto en la solapa y la garantía de que están bebiendo con un cantinero que se ha certificado en el departamento de contar historias. Ya he perdido la cuenta de cuántos me han dicho: “Mi vida te daría para dos o tres libros”. Seguro. En casi cualquier vida yace una historia, pero que alguien se sienta digno de ser personaje ya me provoca la suficiente pereza como para garantizar que no seré yo quien lo convierta.
Decía, sin embargo, que todo este asunto de ser Jerry London comienza a ser aburrido y, además, inconveniente. Hace un par de días tuve la oportunidad de conversar con uno de los gurús del teatro local en una exposición de pintura. Hablamos sobre todo de eso: teatro, pintura, el desierto para la danza de este año, las próximas luces literarias. El tipo resultó un admirador de mi novela, de la que incluso me corrigió un par de errores de continuidad (los cuales yo ya había visto, pero que la editorial se negó a corregir en la última versión). El asunto es que, casi al final de la plática, cuando vio mi cara con mejor iluminación, me soltó a bocajarro un: ¿No eres el cantinero de London Pub?
Efectivamente, soy yo, le dije. Su expresión fue de confusión, por decir algo. Hago eso para pagar la renta, seguí, del mismo modo que Tolkien daba clases de lingüística o Rulfo regenteaba su escritorio en el Instituto Nacional Indigenista.
“Murakami fue bartender” me dijo tras una larga pausa. “Muy bueno, según dicen los que probaron sus martinis”. Curiosamente yo estoy leyendo a Murakami ahora. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Al sur de la frontera, al oeste del sol antes de eso. Y Sputnik, mi amor, tan pronto termine.
Entonces quizá yo sea dentro de unos años un Rulfo, un Tolkien o un Murakami, contesté yo. Y ambos nos reímos. Yo me reí porque no lo creo. Él se rió porque quizá lo cree. Quizá.
Definitivamente en algún lugar del mundo se están formando los próximos escritores cuyos apellidos alguien utilizará para ejemplificar pesos pesados de la letra universal. Entre los que hoy son jóvenes yo lo tengo fe a Enrique Serna, que hace los mejores cuentos en castellano que he leído en los últimos cinco años; Antonio Ortuño escribió la novela más amena que le he leído a un mexicano joven (lo siento, Velasco) y Guillermo Fadanelli representa esa ala tosca, cruda y callejera que a la literatura (y a mi literatura) siempre le viene bien.
Si yo o alguno de mis colegas cercanos, con los que de pronto coincido en el café (de la forma como García Márquez coincidía con Hemingway en las calles de París y
Cortázar solía toparse con Sartre en el Le Monde, éste acompañado de su Simone y aquél solo, en la forma en que los que lo conocieron dicen que sólo Cortázar sabía estar así de solo. La aliteración es adrede. Si yo o alguno de mis colegas cercanos, decía, llegaremos en 20 o 40 años a ese Olimpo que es el mundo de los escritores que realmente venden libros y que además escriben bien (conceptos que suelen estar peleados) es un gran enigma para mí. Sobre todo tras conocer a una docena de personas que al enterarse de que escribo resultan haber publicado sus propios libros en la lejana juventud y ahora son prósperos empresarios, respetables periodistas, alegres catedráticos. Y las letras, bien, gracias.
Claro que además ahora vamos contra la revolución de la ignorancia y la anti-cultura. Después de la maravilla que significaron los 70’s y 80’s para el mundo literario (los libros baratos, los grandes escritores publicando mucho, la No-existencia del internet, la televisión por cable, el iPhone y Stephanie Meyer aprendiendo a usar las toallas sanitarias), ahora los que queremos hemos de topar contra todo eso y además con la bendita verdad de que el hábito de la lectura está para todos los efectos, extinto.
Labrarse entonces un nombre, parece cosa complicada, por lo menos en el mundo de las letras. En el mundo de la fiesta y el bartending, por el contrario, ha sido tan fácil como llamarme Gerardo, un nombre larguísimo y complicado, para haberme vuelto muy pronto Jerry. Jerry London. Nombre que ni siquiera puedo utilizar como seudónimo sin riesgo de que me crean heredero de Jack London, que a mi edad ya tenía un nombre literario rimbombante. Eran otros tiempos.
La gente, al parecer, tiene problemas con que me llame Gerardo Hernández, y ha decidido resolver el problema creándome ese alter-ego hipersocializado que estoy seguro que soy para más de tres. Jerry London, bartender de uno de los lugares de moda de esta ciudad hervorosa, un tipo que prepara buenos cócteles, cuenta buenas historias y “al parecer escribe libros o algo así”.
Fácilmente puedo pensar en diez clientes que han comprado mi novela y puedo apostar cada uno de los dedos de mis manos a que no la han leído. Creo que suelen conformarse con mi foto en la solapa y la garantía de que están bebiendo con un cantinero que se ha certificado en el departamento de contar historias. Ya he perdido la cuenta de cuántos me han dicho: “Mi vida te daría para dos o tres libros”. Seguro. En casi cualquier vida yace una historia, pero que alguien se sienta digno de ser personaje ya me provoca la suficiente pereza como para garantizar que no seré yo quien lo convierta.
Decía, sin embargo, que todo este asunto de ser Jerry London comienza a ser aburrido y, además, inconveniente. Hace un par de días tuve la oportunidad de conversar con uno de los gurús del teatro local en una exposición de pintura. Hablamos sobre todo de eso: teatro, pintura, el desierto para la danza de este año, las próximas luces literarias. El tipo resultó un admirador de mi novela, de la que incluso me corrigió un par de errores de continuidad (los cuales yo ya había visto, pero que la editorial se negó a corregir en la última versión). El asunto es que, casi al final de la plática, cuando vio mi cara con mejor iluminación, me soltó a bocajarro un: ¿No eres el cantinero de London Pub?
Efectivamente, soy yo, le dije. Su expresión fue de confusión, por decir algo. Hago eso para pagar la renta, seguí, del mismo modo que Tolkien daba clases de lingüística o Rulfo regenteaba su escritorio en el Instituto Nacional Indigenista.
“Murakami fue bartender” me dijo tras una larga pausa. “Muy bueno, según dicen los que probaron sus martinis”. Curiosamente yo estoy leyendo a Murakami ahora. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Al sur de la frontera, al oeste del sol antes de eso. Y Sputnik, mi amor, tan pronto termine.
Entonces quizá yo sea dentro de unos años un Rulfo, un Tolkien o un Murakami, contesté yo. Y ambos nos reímos. Yo me reí porque no lo creo. Él se rió porque quizá lo cree. Quizá.
Definitivamente en algún lugar del mundo se están formando los próximos escritores cuyos apellidos alguien utilizará para ejemplificar pesos pesados de la letra universal. Entre los que hoy son jóvenes yo lo tengo fe a Enrique Serna, que hace los mejores cuentos en castellano que he leído en los últimos cinco años; Antonio Ortuño escribió la novela más amena que le he leído a un mexicano joven (lo siento, Velasco) y Guillermo Fadanelli representa esa ala tosca, cruda y callejera que a la literatura (y a mi literatura) siempre le viene bien.
Si yo o alguno de mis colegas cercanos, con los que de pronto coincido en el café (de la forma como García Márquez coincidía con Hemingway en las calles de París y
Cortázar solía toparse con Sartre en el Le Monde, éste acompañado de su Simone y aquél solo, en la forma en que los que lo conocieron dicen que sólo Cortázar sabía estar así de solo. La aliteración es adrede. Si yo o alguno de mis colegas cercanos, decía, llegaremos en 20 o 40 años a ese Olimpo que es el mundo de los escritores que realmente venden libros y que además escriben bien (conceptos que suelen estar peleados) es un gran enigma para mí. Sobre todo tras conocer a una docena de personas que al enterarse de que escribo resultan haber publicado sus propios libros en la lejana juventud y ahora son prósperos empresarios, respetables periodistas, alegres catedráticos. Y las letras, bien, gracias.
Claro que además ahora vamos contra la revolución de la ignorancia y la anti-cultura. Después de la maravilla que significaron los 70’s y 80’s para el mundo literario (los libros baratos, los grandes escritores publicando mucho, la No-existencia del internet, la televisión por cable, el iPhone y Stephanie Meyer aprendiendo a usar las toallas sanitarias), ahora los que queremos hemos de topar contra todo eso y además con la bendita verdad de que el hábito de la lectura está para todos los efectos, extinto.
Labrarse entonces un nombre, parece cosa complicada, por lo menos en el mundo de las letras. En el mundo de la fiesta y el bartending, por el contrario, ha sido tan fácil como llamarme Gerardo, un nombre larguísimo y complicado, para haberme vuelto muy pronto Jerry. Jerry London. Nombre que ni siquiera puedo utilizar como seudónimo sin riesgo de que me crean heredero de Jack London, que a mi edad ya tenía un nombre literario rimbombante. Eran otros tiempos.
23 junio 2010
Antes que nada, Escritor
Pocas cosas en mi vida me han dado las satisfacciones que me da constantemente la literatura. Desde los eventos sencillos y cotidianos (esperar en la lavandería mis pantalones leyendo a Murakami, viajar en autobús leyendo a Eco), hasta lo poco común (presentar mi novela frente a un centenar de personas, dar un taller literario a preparatorianos entusiastas) las letras son unas compañeras benditas, solidarias, incansables de este servidor de todos ustedes.
Escribir es, de todas maneras, un ejercicio solitario. Fuera de algunos casos extraordinarios como El ciclo de la puerta de la muerte, los escritos a cuatro manos suelen ser obras resquebrajadas en las que es sencillo identificar cuáles manos son de cada quién y es inevitable tener pasajes favoritos del todo, distinguir los ingredientes del guiso, vaya. Sólo solo es posible adentrarse lo suficiente en los vericuetos de la propia historia que está intentando contarse (o ser contada, mire usted) para hacerlo de forma armónica, sutil, sin pasos en falso.
En ese sentido, escribir una buena historia es como caminar en el hielo, con el riesgo constante de que el siguiente paso sea sobre una capa muy delgada y uno termine hundiéndose en un relato que ni siquiera se parece al que se quería contar. Recuerdo que en alguna crónica biográfica de García Márquez, éste afirmaba que El Otoño del patriarca era su historia más querida, por la simple y sencilla razón de que era la única que se había dejado contar completa de principio a fin.
Para alguien que no escriba, la anterior puede resultar una afirmación de lo más confusa. ¿Quién cuenta una historia si no aquél que la escribe? Pues ni más ni menos que los personajes. That’s who. Un buen personaje, como un buen hijo, llega a una edad en la que camina solo, come, se baña y actúa sin preguntarte qué carajos pretendías hacer con él. A diferencia de un hijo, sin embargo, un personaje es susceptible de que le recuerdes que al final es tu personaje y si quiere seguir viviendo más le vale ajustarse o bien puedes hacer que lo atropelle un camión de sandías. También puedes hacer que a tu hijo lo atropelle un camión de sandías pero la última vez que revisé, seguía siendo ilegal (y aunque la cárcel es un gran lugar para escribir, también es un lugar perfecto para experimentar el sexo anal no consentido, usted decida).
Un personaje maduro experimentará siempre la etapa rebelde en la que tratará de decidir por sí mismo qué hacer. Y es sabido que los personajes deciden siempre mal. Lo cual no quiere decir que esos personajes vayan a hacer una mala historia, pero sí que, casi en la totalidad de los casos, harán una historia diferente en todo a la que usted había planeado hacer con ellos. Imagínese nada más que el día de mañana usted pusiera en una olla dos tomates, pimentón, camarones, arroz y azafrán, encendiera el fuego y media hora después, al revisar el guiso, se encontrara con un gazpacho de camarones en lugar de la paella que estábamos planeando. Caótico. No necesariamente malo, ¿me explico? Pero definitivamente inesperado.
Y un escritor debe haber dejado muy claro al principio de la hoja que las sorpresas están reservadas para el lector y no para sí mismo. Está muy bien que al final el asesino no sea el mayordomo, siempre y cuando uno sepa que el asesino es en realidad el Doctor Hughes. De lo contrario puede uno convertirse en John Katzenbach y encontrarse un día en una firma de libros ante quinientas personas preguntándose cuándo las chaquetas mentales se volvieron un ingrediente principal de los best-seller del sanborns local.
Quizá por eso escribir sea un acto tan íntimo como masturbarse. Nadie mejor que uno mismo para saber lo que le pone a tono. Quizá por eso yo todavía me sonrojo cuando me entero que mi abuela ha leído uno de mis cuentos y pienso prontamente en una excusa para evadir la próxima cena familiar. Porque uno escribe de la misma forma que uno cocina cuando tiene invitados: sabiendo que todos van a juzgar el resultado, pero a final de cuentas uno también habrá de tragárselo completo.
Escribir es, de todas maneras, un ejercicio solitario. Fuera de algunos casos extraordinarios como El ciclo de la puerta de la muerte, los escritos a cuatro manos suelen ser obras resquebrajadas en las que es sencillo identificar cuáles manos son de cada quién y es inevitable tener pasajes favoritos del todo, distinguir los ingredientes del guiso, vaya. Sólo solo es posible adentrarse lo suficiente en los vericuetos de la propia historia que está intentando contarse (o ser contada, mire usted) para hacerlo de forma armónica, sutil, sin pasos en falso.
En ese sentido, escribir una buena historia es como caminar en el hielo, con el riesgo constante de que el siguiente paso sea sobre una capa muy delgada y uno termine hundiéndose en un relato que ni siquiera se parece al que se quería contar. Recuerdo que en alguna crónica biográfica de García Márquez, éste afirmaba que El Otoño del patriarca era su historia más querida, por la simple y sencilla razón de que era la única que se había dejado contar completa de principio a fin.
Para alguien que no escriba, la anterior puede resultar una afirmación de lo más confusa. ¿Quién cuenta una historia si no aquél que la escribe? Pues ni más ni menos que los personajes. That’s who. Un buen personaje, como un buen hijo, llega a una edad en la que camina solo, come, se baña y actúa sin preguntarte qué carajos pretendías hacer con él. A diferencia de un hijo, sin embargo, un personaje es susceptible de que le recuerdes que al final es tu personaje y si quiere seguir viviendo más le vale ajustarse o bien puedes hacer que lo atropelle un camión de sandías. También puedes hacer que a tu hijo lo atropelle un camión de sandías pero la última vez que revisé, seguía siendo ilegal (y aunque la cárcel es un gran lugar para escribir, también es un lugar perfecto para experimentar el sexo anal no consentido, usted decida).
Un personaje maduro experimentará siempre la etapa rebelde en la que tratará de decidir por sí mismo qué hacer. Y es sabido que los personajes deciden siempre mal. Lo cual no quiere decir que esos personajes vayan a hacer una mala historia, pero sí que, casi en la totalidad de los casos, harán una historia diferente en todo a la que usted había planeado hacer con ellos. Imagínese nada más que el día de mañana usted pusiera en una olla dos tomates, pimentón, camarones, arroz y azafrán, encendiera el fuego y media hora después, al revisar el guiso, se encontrara con un gazpacho de camarones en lugar de la paella que estábamos planeando. Caótico. No necesariamente malo, ¿me explico? Pero definitivamente inesperado.
Y un escritor debe haber dejado muy claro al principio de la hoja que las sorpresas están reservadas para el lector y no para sí mismo. Está muy bien que al final el asesino no sea el mayordomo, siempre y cuando uno sepa que el asesino es en realidad el Doctor Hughes. De lo contrario puede uno convertirse en John Katzenbach y encontrarse un día en una firma de libros ante quinientas personas preguntándose cuándo las chaquetas mentales se volvieron un ingrediente principal de los best-seller del sanborns local.
Quizá por eso escribir sea un acto tan íntimo como masturbarse. Nadie mejor que uno mismo para saber lo que le pone a tono. Quizá por eso yo todavía me sonrojo cuando me entero que mi abuela ha leído uno de mis cuentos y pienso prontamente en una excusa para evadir la próxima cena familiar. Porque uno escribe de la misma forma que uno cocina cuando tiene invitados: sabiendo que todos van a juzgar el resultado, pero a final de cuentas uno también habrá de tragárselo completo.
06 mayo 2010
A-race-zona
Un preciso sumario de cómo será el procedimiento de distinción entre residentes legales e ilegales en Arizona. Los invito a que por lo menos por sentido de la humanidad dejen de ir por un par de semanas de compras a Tucson, Nogales o Phoenix. Ya que lo único que les duele a los gringos es el dinero, peguémosles ahí.
05 mayo 2010
El lugar del que aunque nunca me voy, siempre regreso.
Hoy me tomé un café con uno de mis grandes amigos: Otto Gómez Esperón. Como suele pasar entre nosotros, ambos conversadores insaciables y teóricos amateur de casi todos los campos de la psique humana, fueron casi tres horas de darle rienda suelta a la palabrería, coincidir en algunos puntos, diverger en otros y pasarla muy bien.
Otto se casó hace poco con su amor de siempre, una chica a la que conoció en la primaria y con la que siempre tuvo un romance secreto, hasta que ella se enteró y el romance dejó de ser secreto y se volvió una relación de poco más de un año, que se convirtió en matrimonio hace un mes y algunos días. Hablamos un poco de eso, de la transición, de adaptarse, de preservar el amor y de hacerlo crecer todo día con día.
Me da mucho gusto que mis amigos más queridos estén felices, casados, con buenos empleos y algunos de ellos ya criando a uno o dos pequeños. La madurez, las etapas, todo eso que llega con el tiempo, ha ido llegando poco a poco para todos.
Yo -lo digo con frecuencia- soy papá desde hace mucho. En eso radica una de mis mayores felicidades y uno de los grandes motores de mi vida. La paternidad ha sido una bendición, una enorme alegría, un sinfín de sorpresas y emociones. El matrimonio, por otro lado, sigue siendo un gran misterio.
En fin, fue bueno ver a mi amigo, verlo contento, emocionado en este nuevo principio, recordar que confío mucho en él, siempre he sabido que le irá bien en todo. De ahí fui a tomarme otro cafée (por lo tanto creo que hoy no voy a dormir) con mi gran amiga Edith Cota, fotógrafa y periodista, mi compañera infaltable de cine y eventos culturosos en esta ciudad soleada. Dos buenos cafés bien conversados que me dieron ganas de postear. Desafortunadamente para ustedes, tengo una emergencia desde el tercer párrafo de este post, así que por el momento es todo, pero al parecer ya voy a empezar a publicar de nuevo.
Mientras regreso, hablen entre ustedes sobre la Ley de Inmigración que se promulgó la semana pasada en Arizona y discutan diversas maneras de demostrar nuestro desprecio al país que nos desprecia. Cuéntenmelo todo en el apartado de comentarios y yo lo tomaré en cuenta. Besitos.
Otto se casó hace poco con su amor de siempre, una chica a la que conoció en la primaria y con la que siempre tuvo un romance secreto, hasta que ella se enteró y el romance dejó de ser secreto y se volvió una relación de poco más de un año, que se convirtió en matrimonio hace un mes y algunos días. Hablamos un poco de eso, de la transición, de adaptarse, de preservar el amor y de hacerlo crecer todo día con día.
Me da mucho gusto que mis amigos más queridos estén felices, casados, con buenos empleos y algunos de ellos ya criando a uno o dos pequeños. La madurez, las etapas, todo eso que llega con el tiempo, ha ido llegando poco a poco para todos.
Yo -lo digo con frecuencia- soy papá desde hace mucho. En eso radica una de mis mayores felicidades y uno de los grandes motores de mi vida. La paternidad ha sido una bendición, una enorme alegría, un sinfín de sorpresas y emociones. El matrimonio, por otro lado, sigue siendo un gran misterio.
En fin, fue bueno ver a mi amigo, verlo contento, emocionado en este nuevo principio, recordar que confío mucho en él, siempre he sabido que le irá bien en todo. De ahí fui a tomarme otro cafée (por lo tanto creo que hoy no voy a dormir) con mi gran amiga Edith Cota, fotógrafa y periodista, mi compañera infaltable de cine y eventos culturosos en esta ciudad soleada. Dos buenos cafés bien conversados que me dieron ganas de postear. Desafortunadamente para ustedes, tengo una emergencia desde el tercer párrafo de este post, así que por el momento es todo, pero al parecer ya voy a empezar a publicar de nuevo.
Mientras regreso, hablen entre ustedes sobre la Ley de Inmigración que se promulgó la semana pasada en Arizona y discutan diversas maneras de demostrar nuestro desprecio al país que nos desprecia. Cuéntenmelo todo en el apartado de comentarios y yo lo tomaré en cuenta. Besitos.
17 marzo 2010
Vueltas Devueltas
La vida no se cansa de ser circular y perfecta.
Todo lo que me sucede me ha sucedido antes, me volverá a suceder, quizá, en otro momento futuro y entonces pensaré de nuevo que todo lo que me sucede me ha sucedido antes y me volverá a suceder quizá en otro momento futuro y así hasta la náusea.
La existencia del ciclo y su forma circular es lo que acerca nuestras cotidianeidades a la perfección, lo que hace nuestras rutinas a veces insoportables y lo que vuelve armónico y estable el devenir de nuestras vidas. Así hay personas y lugares a los que no sentimos conocer, sino simplemente reencontrar.
Me sucede con nuevos amigos que siento como viejos, me sucede con lugares nunca visitados que siento como parte del pasado y cuyos rincones recorro con una falsa sensación de deja-vuh.
Quizá por eso soy una persona de tan pocos amigos y con tan pocos y contados momentos inolvidables. Porque quizá no necesito recordar las cosas que al final volverán a suceder y estarán de nuevo disponibles para mí y volveré a caminar entre ellas como entre los pasillos de un wal mart cualquiera.
Ayer regresé de un viaje (Otro, sí, la gran maravilla de haberme dejado chupar por el sistema es que puedo costear esas cosas superficiales y estúpidas y pretenciosas y sentirme bien por hacerlo), esta vez de nuevo a Guadalajara (Álamos antes de eso, La FIL, Guanajuato), que es mi destino irresuelto desde siempre y donde he vivido y sido feliz y donde he conocido la tristeza y la miseria y la dicha y el amor. Fue un viaje corto pero sustancial, en el que tuve la oportunidad de recorrer los lugares que recorría en aquellos entonces, cuando la vida era menos sencilla y las cosas más confusas y ahora nebulosas.
Al parecer mi mecenas murió. La gran señora que me alimentaba y me proveía de techo y que cantaba ópera por las mañanas mientras yo preparaba mis libros y apuntes para la facultad parece haberse ido. Su casa está oscura y abandonada, sus flores marchitas. Parece haberle dicho adiós al mundo, pero yo no tuve el valor de tocar la puerta y ver si había quién me confirmara el temor. Toda la gente que vale la pena ha muerto o se prepara para morir y a mí me aterra que cada una de las cosas que he escrito ha encontrado la manera de suceder. No debo volver a redactar un párrafo profético y por eso ahora sólo relato crónicas pasadas.
Pero de nuevo, si han de volverme a suceder, no son crónicas pasadas, sino presagios del próximo viaje que hice dentro de dos meses atrás. O algo así. No lo sé. Extraño esa época que viene donde todo era más simple que antes.
Todo lo que me sucede me ha sucedido antes, me volverá a suceder, quizá, en otro momento futuro y entonces pensaré de nuevo que todo lo que me sucede me ha sucedido antes y me volverá a suceder quizá en otro momento futuro y así hasta la náusea.
La existencia del ciclo y su forma circular es lo que acerca nuestras cotidianeidades a la perfección, lo que hace nuestras rutinas a veces insoportables y lo que vuelve armónico y estable el devenir de nuestras vidas. Así hay personas y lugares a los que no sentimos conocer, sino simplemente reencontrar.
Me sucede con nuevos amigos que siento como viejos, me sucede con lugares nunca visitados que siento como parte del pasado y cuyos rincones recorro con una falsa sensación de deja-vuh.
Quizá por eso soy una persona de tan pocos amigos y con tan pocos y contados momentos inolvidables. Porque quizá no necesito recordar las cosas que al final volverán a suceder y estarán de nuevo disponibles para mí y volveré a caminar entre ellas como entre los pasillos de un wal mart cualquiera.
Ayer regresé de un viaje (Otro, sí, la gran maravilla de haberme dejado chupar por el sistema es que puedo costear esas cosas superficiales y estúpidas y pretenciosas y sentirme bien por hacerlo), esta vez de nuevo a Guadalajara (Álamos antes de eso, La FIL, Guanajuato), que es mi destino irresuelto desde siempre y donde he vivido y sido feliz y donde he conocido la tristeza y la miseria y la dicha y el amor. Fue un viaje corto pero sustancial, en el que tuve la oportunidad de recorrer los lugares que recorría en aquellos entonces, cuando la vida era menos sencilla y las cosas más confusas y ahora nebulosas.
Al parecer mi mecenas murió. La gran señora que me alimentaba y me proveía de techo y que cantaba ópera por las mañanas mientras yo preparaba mis libros y apuntes para la facultad parece haberse ido. Su casa está oscura y abandonada, sus flores marchitas. Parece haberle dicho adiós al mundo, pero yo no tuve el valor de tocar la puerta y ver si había quién me confirmara el temor. Toda la gente que vale la pena ha muerto o se prepara para morir y a mí me aterra que cada una de las cosas que he escrito ha encontrado la manera de suceder. No debo volver a redactar un párrafo profético y por eso ahora sólo relato crónicas pasadas.
Pero de nuevo, si han de volverme a suceder, no son crónicas pasadas, sino presagios del próximo viaje que hice dentro de dos meses atrás. O algo así. No lo sé. Extraño esa época que viene donde todo era más simple que antes.
07 marzo 2010
Post para leer escuchando Be-bop a lula, versión Presley
Por extraños e insondables motivos hoy tengo las ganas y el tiempo para postear. El día está horrendo en Hermosillo, gris, encapotado, lluvioso y melancólico. Recién me tomé un café más cargado que un buen torero y me preparé una de mis comidas favoritas. Todo ello me dejó en un estado de gracia similar a la meditación de la que me sacó recordar que hoy voy a ver el remake de la historia de Carroll que dirigió Burton y del que aún soy virgen de críticas y spoilers.
Con ello en mente abro el website de cinepolis y mi buscador me recuerda que yo solía tener un blog y que además solía actualizarlo de cuando en cuando (mi buscador, como ven, gusta del humor negro y la mezquindad), lo que me llevó a abrirlo y revisar las últimas cosas que había estado publicando. Y bueno, ¿qué puedo decir? Sí se nota un franco desgano en la parrafada que aunque nunca ha sido brillante, al menos no solía adolecer de contenido (como si los blogs se distinguieran por su buen contenido).
Quizá pueda culpar a ese advertido desgano de la larga, muy larga ausencia de nuevas publicaciones en Monitor; quizá pueda culpar también a que de pronto se me juntaron los proyectos y los trabajos y he andado del tingo al tango, entre el Simposium de la Sociedad Sonorense de Historia, el Festival de Cine en el Desierto, la puesta en marcha de mi proyecto para FECAS, mi debut como locutor, la asistencia y enorme disfrute del Festival Alfonso Ortiz Tirado (9 asistencias en 10 años, nenas) y esto y aquello y lo otro. Pero no. La verdad es que no puedo culpar a eso ni a nada, ni voy a hacerlo. No escribí porque simple y sencillamente no tuve ganas de hacerlo y santa vaca.
La semana pasada mi papá sufrió un problema cardiaco que se juntó con su largo historial de problemas de hiperglucemia y sus nuevos y mejorados problemas renales y entre los tres lo llevaron al hospital por cinco días. Nos sacó un buen susto, a mí en lo personal cuando lo vi con varios kilos menos y su legendaria pancita de renacuajo en franca retirada. Pero el lunes lo dieron de alta y desde el martes empezó a dirigir de nuevo el negocio con el teléfono en una mano y el control remoto en la otra. Buena señal.
La madre de mi hijo vino a Hermosillo el fin de semana para entregar las invitaciones de su boda próxima a Celebrarse (con C mayúscula) y eso dio ocasión de poder pasar un fabuloso sábado con mi hijo unigénito al que como no me canso de decir, amo con todo el corazón. Después de prepararle su desayuno favorito nos fuimos al parque infantil y corrimos y nos divertimos y reímos y él se paseó en todos los juegos mientras yo lo veía reír y abstraerse y recordaba un tiempo que ahora parece tan lejano en el que esos mismos juegos lo hacían llorar de miedo. Mi hijo crece muy rápido, cada vez lee mejor y eso me emociona y me hace pensar en lo maravilloso que sería que la lectura se le vuelva un vicio insaciable y poder dejarle mis libros, centenares de libros con los que él pasará las horas conociendo el mundo.
¡Miren, está saliendo el sol!
Con ello en mente abro el website de cinepolis y mi buscador me recuerda que yo solía tener un blog y que además solía actualizarlo de cuando en cuando (mi buscador, como ven, gusta del humor negro y la mezquindad), lo que me llevó a abrirlo y revisar las últimas cosas que había estado publicando. Y bueno, ¿qué puedo decir? Sí se nota un franco desgano en la parrafada que aunque nunca ha sido brillante, al menos no solía adolecer de contenido (como si los blogs se distinguieran por su buen contenido).
Quizá pueda culpar a ese advertido desgano de la larga, muy larga ausencia de nuevas publicaciones en Monitor; quizá pueda culpar también a que de pronto se me juntaron los proyectos y los trabajos y he andado del tingo al tango, entre el Simposium de la Sociedad Sonorense de Historia, el Festival de Cine en el Desierto, la puesta en marcha de mi proyecto para FECAS, mi debut como locutor, la asistencia y enorme disfrute del Festival Alfonso Ortiz Tirado (9 asistencias en 10 años, nenas) y esto y aquello y lo otro. Pero no. La verdad es que no puedo culpar a eso ni a nada, ni voy a hacerlo. No escribí porque simple y sencillamente no tuve ganas de hacerlo y santa vaca.
La semana pasada mi papá sufrió un problema cardiaco que se juntó con su largo historial de problemas de hiperglucemia y sus nuevos y mejorados problemas renales y entre los tres lo llevaron al hospital por cinco días. Nos sacó un buen susto, a mí en lo personal cuando lo vi con varios kilos menos y su legendaria pancita de renacuajo en franca retirada. Pero el lunes lo dieron de alta y desde el martes empezó a dirigir de nuevo el negocio con el teléfono en una mano y el control remoto en la otra. Buena señal.
La madre de mi hijo vino a Hermosillo el fin de semana para entregar las invitaciones de su boda próxima a Celebrarse (con C mayúscula) y eso dio ocasión de poder pasar un fabuloso sábado con mi hijo unigénito al que como no me canso de decir, amo con todo el corazón. Después de prepararle su desayuno favorito nos fuimos al parque infantil y corrimos y nos divertimos y reímos y él se paseó en todos los juegos mientras yo lo veía reír y abstraerse y recordaba un tiempo que ahora parece tan lejano en el que esos mismos juegos lo hacían llorar de miedo. Mi hijo crece muy rápido, cada vez lee mejor y eso me emociona y me hace pensar en lo maravilloso que sería que la lectura se le vuelva un vicio insaciable y poder dejarle mis libros, centenares de libros con los que él pasará las horas conociendo el mundo.
¡Miren, está saliendo el sol!
23 enero 2010
Los orígenes del nudo (y viceversa)
¿Acaso todos compartimos una infancia?
Leo y releo párrafos completos de La misteriosa llama de la reina Loana, de Umberto Eco y no consigo desligar los recuerdos infantiles de Yambo Bodoni, su protagonista único y tangencialmente del propio Eco, de mis propios recuerdos de la infancia.
El hombre acomodado de la urbe metropolitana que pierde la memoria por un suceso traumático y se ve obligado a reconstruirla mediante un viaje a la denostada casa de los primeros años en un pueblo en las villas cordilleranas de Italia. Una casa en Solara donde las cabras pacen en el llano,las gallinas se reparten el patio y los gusanos y una mujer hacendosa recoge los huevos, ordeña las vacas y cocina con leña. Una casa que bien podría ser en Huatabampo, al resguardo del viejo y grande patio fiel donde ahora nacen papayas nuevas en el lugar que antes ocupaba la palmera de los dátiles dulces y amielados.
El hombre que se refugia en el desván a hurgar entre las pertenencias del niño que fue para recrear al hombre que es pero que se ha olvidado de ser. Quién sabe cuántos sueños uno va llenando de polvo en el camino hasta dejarles sepultados y condenarlos al olvido inmisericorde. Quién sabe cuánto de niño uno deja guardado en cajas de cartón cuyo destino es tan insondable como la botella de plástico que arrojó al mar una niña de cuatro años en Acapulco hace mil días y termina enredándose en mis pies en San Carlos hoy. El hombre, ese hombre, puedo ser yo dentro de 40 años.
Refugiado pero también oculto para hurgar en los recuerdos de alguien que ya no soy yo. El niño que fuimos muy rara vez es el hombre que somos. En mi caso, no hay excepción. El niño que fui es muy amado por el hombre que soy, pero no existe más. Ni su inocencia, ni su energía, ni su vivacidad. Pero su recuerdo, vivo, llameante, convive con el recuerdo más cercano de la semana pasada en los labios de mi mujer y puedo invocarlo con los ojos entornados y verlo montando su bicicleta verde a través de hectáreas de trigo, por un sendero que bordeaba el arroyo y moría en el lecho de un río de aguas mansas. Puedo verlo sentado ahí, bajo unos álamos gigantes, sentado al lado de su mejor amigo -Andrés, que hace un par de días cumplió años y sólo entonces, mirando el calendario recordé que no tengo idea dónde vive, ni quién es ahora- y bebiendo sorbos de una coca cola mientras hablan de lo que un niño de 10 años piensa que es la vida.
Yambo Bodoni hojea con nueva sorpresa los cómics de la infancia, de la misma forma en la que yo recorrería con placer el libro viejísimo de Las Travesuras de Floro. Él revisa los enredos de Topolino con el mismo callado reconocimiento con que yo podría recapitular centenares de Archies. Se imagina a sí mismo reconstruyendo una aventura de Flash Gordon como yo me recordaría acompañando al Fantasma por la selva del Amazonas.
Me siento Bodoni, y al mismo tiempo me siento Eco, porque también yo fui ese niño. Solo, en un mundo de adultos, en una realidad que distaba mucho de ser mi realidad (¿Qué son para un niño palabras como Guerra, Política, Bagdad, Kuwait?) y como ellos descubrí la sexualidad en el relámpago furtivo de una fotografía demasiado sugerente y conocí el latigazo del amor en una niña de pecho todavía plano y ojos claros que jamás se dignó a mirarme.
Por eso leo y releo los libros que me gustan. Por eso tolero a Eco a pesar de sus continuos alardes de erudito (que lo es) y su verborrea insaciable. Porque una historia que logra que uno mismo sea el protagonista y logre volver a contarme mi propia historia, arrojando luces en las zonas que permanecían oscuras, siempre será recompensa digna a la misión.
Leo y releo párrafos completos de La misteriosa llama de la reina Loana, de Umberto Eco y no consigo desligar los recuerdos infantiles de Yambo Bodoni, su protagonista único y tangencialmente del propio Eco, de mis propios recuerdos de la infancia.
El hombre acomodado de la urbe metropolitana que pierde la memoria por un suceso traumático y se ve obligado a reconstruirla mediante un viaje a la denostada casa de los primeros años en un pueblo en las villas cordilleranas de Italia. Una casa en Solara donde las cabras pacen en el llano,las gallinas se reparten el patio y los gusanos y una mujer hacendosa recoge los huevos, ordeña las vacas y cocina con leña. Una casa que bien podría ser en Huatabampo, al resguardo del viejo y grande patio fiel donde ahora nacen papayas nuevas en el lugar que antes ocupaba la palmera de los dátiles dulces y amielados.
El hombre que se refugia en el desván a hurgar entre las pertenencias del niño que fue para recrear al hombre que es pero que se ha olvidado de ser. Quién sabe cuántos sueños uno va llenando de polvo en el camino hasta dejarles sepultados y condenarlos al olvido inmisericorde. Quién sabe cuánto de niño uno deja guardado en cajas de cartón cuyo destino es tan insondable como la botella de plástico que arrojó al mar una niña de cuatro años en Acapulco hace mil días y termina enredándose en mis pies en San Carlos hoy. El hombre, ese hombre, puedo ser yo dentro de 40 años.
Refugiado pero también oculto para hurgar en los recuerdos de alguien que ya no soy yo. El niño que fuimos muy rara vez es el hombre que somos. En mi caso, no hay excepción. El niño que fui es muy amado por el hombre que soy, pero no existe más. Ni su inocencia, ni su energía, ni su vivacidad. Pero su recuerdo, vivo, llameante, convive con el recuerdo más cercano de la semana pasada en los labios de mi mujer y puedo invocarlo con los ojos entornados y verlo montando su bicicleta verde a través de hectáreas de trigo, por un sendero que bordeaba el arroyo y moría en el lecho de un río de aguas mansas. Puedo verlo sentado ahí, bajo unos álamos gigantes, sentado al lado de su mejor amigo -Andrés, que hace un par de días cumplió años y sólo entonces, mirando el calendario recordé que no tengo idea dónde vive, ni quién es ahora- y bebiendo sorbos de una coca cola mientras hablan de lo que un niño de 10 años piensa que es la vida.
Yambo Bodoni hojea con nueva sorpresa los cómics de la infancia, de la misma forma en la que yo recorrería con placer el libro viejísimo de Las Travesuras de Floro. Él revisa los enredos de Topolino con el mismo callado reconocimiento con que yo podría recapitular centenares de Archies. Se imagina a sí mismo reconstruyendo una aventura de Flash Gordon como yo me recordaría acompañando al Fantasma por la selva del Amazonas.
Me siento Bodoni, y al mismo tiempo me siento Eco, porque también yo fui ese niño. Solo, en un mundo de adultos, en una realidad que distaba mucho de ser mi realidad (¿Qué son para un niño palabras como Guerra, Política, Bagdad, Kuwait?) y como ellos descubrí la sexualidad en el relámpago furtivo de una fotografía demasiado sugerente y conocí el latigazo del amor en una niña de pecho todavía plano y ojos claros que jamás se dignó a mirarme.
Por eso leo y releo los libros que me gustan. Por eso tolero a Eco a pesar de sus continuos alardes de erudito (que lo es) y su verborrea insaciable. Porque una historia que logra que uno mismo sea el protagonista y logre volver a contarme mi propia historia, arrojando luces en las zonas que permanecían oscuras, siempre será recompensa digna a la misión.
21 enero 2010
El conflicto entre ser mexicano, ser librepensador y ser rico.
Existe un punto en la existencia de todos nosotros, en el que se forjan los ideales. Puede no ser un día preciso, sino una época completa, en la que las vivencias, el aprendizaje, la entronización de figuras paternas y otro sinfín de eventualidades, nos moldearán para ser un arquetipo determinado, y ese arquetipo, a menos que medien unas circunstancias tremendas, seremos por el resto de nuestras vidas.
Curiosamente, casi todos damos algún golpe de timón en el trayecto y terminamos llevando la barca hacia un lugar no-pensado. He ahí que hay hijos de médicos que terminan ellos mismos como brillantes cirujanos o excelentes pediatras, mientras que hay otros vástagos de magníficos neurólogos que malviven como pintores muralistas becados por alguna institución paraestatal. Hay cosas, millares de cosas que intervienen.
Pero más allá del destino (y su primo gramatical más cercano: el desatino), el talento, la propia decisión, la perseverancia y la disciplina, en el momento de las decisiones interviene el factor X, donde X= Cantidad de dinero que uno podrá llevarse a los bolsillos realizando la tarea determinada.
Y no nos engañemos: Yo soy tan romántico como cualquiera de ustedes, pero honestamente me gusta comer mucho más que a la mayoría, me gusta vivir en mi departamento con todos los servicios (incluídos el internet y la televisión por cable tan innecesarios como disfrutables), me gusta tener mi carro listo para salir a carretera si me da la gana pasar la noche en la playa, me gusta poder llevar a mi mujer al restaurante más caro de la ciudad y siempre y sobre todo, me gusta que mi hijo no sufra de ninguna privación.
Al igual que todos ustedes, pobres muchachos del lado equivocado del escritorio, yo soy un asalariado. No somos muchos los asalariados que podemos darnos la dolce vita con lo que nos llega en el cheque. Es por ello que, además de ser un asalariado, soy un freelancer en campos como la publicidad, el diseño creativo y esencialmente, la literatura. Eso significa, por un lado, darle hilo a un papalote donde vuelan mis ambiciones vitales (una carrera editorial destacada, una cátedra literaria en una buena universidad): significa, por el otro lado, una lanita extra que cae por aquí y por allá, dándome la oportunidad de vivir como algo que no soy (rico) pero que quizá algún día sea, si se me ocurre un best seller de maguitos nerds o vampiros muy bonitos (¿vampiros nerds? humm...)
Sin embargo, como lo he dicho hasta el cansancio, el dinero no pasa de ser un medio. Y el problema es que la gente en general (hablo por supuesto de la gente que me rodea, sabiendo que existe gente muy chida y espiritual y buena onda mil goei) el dinero es un fin. Un fin en sí mismo. Como en "cuando sea grande, quiero tener mucho dinero".
Por ejemplo cuando sea mayor -puesto que ya soy grande- me gustaría tener una casa muy bonita, onda loft moderrrno minimalista. Me gustaría tener una camioneta pequeña onda Liberty o algo de Jeep. Me gustaría pagarle buenas escuelas a mi hijo actual y a los futuros, si llegan. Para todo eso, por supuesto, voy a necesitar dinero. Pero no por el dinero, ¿o sí? El dinero se cambia por productos y servicios. Veinte dólares compran mucho maní.
Ahora enfrentemos la realidad de vivir en un país donde hacer dinero es cada vez más difícil -a menos que uno se apellide Slim, Saba, Hank o equivalentes- y perder dinero es cosa de todos los días -IVA al 16%, gasolina aumentando semanalmente, tenencia y predial- y uno tiene un cóctel perfecto para el estrés.
¿Y saben para qué sirve el estrés? Para una chingada, para eso. Estresado uno toma las peores decisiones, arruina su salud, pierde el cabello y come mal o peor. Estresado uno repele al sexo opuesto, disminuye considerablemente su desempeño sexual y crea mala vibra a su alrededor. Ninguna de esas cosas, salvo la calvicie, se llevan bien con el éxito.
El asunto es ser distinto. El asunto es crear. El asunto es arrojarse y ser fuerte, ser decidido y sobre todo, ser honesto con uno mismo. Nadie creyó que un puñado de libros sobre un niño huérfano que viaja todos los años a estudiar a una escuela de magia fueran a convertir a Rowling en la mujer más rica de Inglaterra, y lo es. Nadie pensó que una red social dedicada por entero a subir fotos y publicar breves notas a tus amigos y conocidos llegaría a costar miles de millones de dólares (es un chingado anuario electrónico, joder) pero los cuesta. No los vale, ¿ok? Los cuesta. Sin embargo esa mujer y esos tipos lo hicieron de todos modos, porque creían en su proyecto. Y ahí está.
Sin concesiones, sin doblarse para recibirla por detrás. Sin ceder. Con la fuerza para defender lo que hacemos y con valor para hacerlo cada vez mejor. Vamos a hacer algo por nosotros y con ello, lo haremos por el mundo. Vengan, el futuro es allá adelante.
Curiosamente, casi todos damos algún golpe de timón en el trayecto y terminamos llevando la barca hacia un lugar no-pensado. He ahí que hay hijos de médicos que terminan ellos mismos como brillantes cirujanos o excelentes pediatras, mientras que hay otros vástagos de magníficos neurólogos que malviven como pintores muralistas becados por alguna institución paraestatal. Hay cosas, millares de cosas que intervienen.
Pero más allá del destino (y su primo gramatical más cercano: el desatino), el talento, la propia decisión, la perseverancia y la disciplina, en el momento de las decisiones interviene el factor X, donde X= Cantidad de dinero que uno podrá llevarse a los bolsillos realizando la tarea determinada.
Y no nos engañemos: Yo soy tan romántico como cualquiera de ustedes, pero honestamente me gusta comer mucho más que a la mayoría, me gusta vivir en mi departamento con todos los servicios (incluídos el internet y la televisión por cable tan innecesarios como disfrutables), me gusta tener mi carro listo para salir a carretera si me da la gana pasar la noche en la playa, me gusta poder llevar a mi mujer al restaurante más caro de la ciudad y siempre y sobre todo, me gusta que mi hijo no sufra de ninguna privación.
Al igual que todos ustedes, pobres muchachos del lado equivocado del escritorio, yo soy un asalariado. No somos muchos los asalariados que podemos darnos la dolce vita con lo que nos llega en el cheque. Es por ello que, además de ser un asalariado, soy un freelancer en campos como la publicidad, el diseño creativo y esencialmente, la literatura. Eso significa, por un lado, darle hilo a un papalote donde vuelan mis ambiciones vitales (una carrera editorial destacada, una cátedra literaria en una buena universidad): significa, por el otro lado, una lanita extra que cae por aquí y por allá, dándome la oportunidad de vivir como algo que no soy (rico) pero que quizá algún día sea, si se me ocurre un best seller de maguitos nerds o vampiros muy bonitos (¿vampiros nerds? humm...)
Sin embargo, como lo he dicho hasta el cansancio, el dinero no pasa de ser un medio. Y el problema es que la gente en general (hablo por supuesto de la gente que me rodea, sabiendo que existe gente muy chida y espiritual y buena onda mil goei) el dinero es un fin. Un fin en sí mismo. Como en "cuando sea grande, quiero tener mucho dinero".
Por ejemplo cuando sea mayor -puesto que ya soy grande- me gustaría tener una casa muy bonita, onda loft moderrrno minimalista. Me gustaría tener una camioneta pequeña onda Liberty o algo de Jeep. Me gustaría pagarle buenas escuelas a mi hijo actual y a los futuros, si llegan. Para todo eso, por supuesto, voy a necesitar dinero. Pero no por el dinero, ¿o sí? El dinero se cambia por productos y servicios. Veinte dólares compran mucho maní.
Ahora enfrentemos la realidad de vivir en un país donde hacer dinero es cada vez más difícil -a menos que uno se apellide Slim, Saba, Hank o equivalentes- y perder dinero es cosa de todos los días -IVA al 16%, gasolina aumentando semanalmente, tenencia y predial- y uno tiene un cóctel perfecto para el estrés.
¿Y saben para qué sirve el estrés? Para una chingada, para eso. Estresado uno toma las peores decisiones, arruina su salud, pierde el cabello y come mal o peor. Estresado uno repele al sexo opuesto, disminuye considerablemente su desempeño sexual y crea mala vibra a su alrededor. Ninguna de esas cosas, salvo la calvicie, se llevan bien con el éxito.
El asunto es ser distinto. El asunto es crear. El asunto es arrojarse y ser fuerte, ser decidido y sobre todo, ser honesto con uno mismo. Nadie creyó que un puñado de libros sobre un niño huérfano que viaja todos los años a estudiar a una escuela de magia fueran a convertir a Rowling en la mujer más rica de Inglaterra, y lo es. Nadie pensó que una red social dedicada por entero a subir fotos y publicar breves notas a tus amigos y conocidos llegaría a costar miles de millones de dólares (es un chingado anuario electrónico, joder) pero los cuesta. No los vale, ¿ok? Los cuesta. Sin embargo esa mujer y esos tipos lo hicieron de todos modos, porque creían en su proyecto. Y ahí está.
Sin concesiones, sin doblarse para recibirla por detrás. Sin ceder. Con la fuerza para defender lo que hacemos y con valor para hacerlo cada vez mejor. Vamos a hacer algo por nosotros y con ello, lo haremos por el mundo. Vengan, el futuro es allá adelante.
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