Alguna vez relaté aquí mismo -en forma de cuento breve- las tres ocasiones en que la muerte, esa ósea burócrata de las oficinas de lo eterno, me ha enviado citatorios que la vida, esa rebelde sin inhibiciones, me ha evitado cumplir. Pues bien, hace casi una semana recibí el cuarto y esta vez, por ser yo mayor y un poco más consciente, creo que ha sido la impresión más profunda hasta el sol de hoy.
Nadaba en Manzanillo, el día era de nubes, cielo gris, vientos encontrados. El oleaje ligeramente embravecido derivando en corrientes bastante más fuertes que las del mar tranquilo y manso de mi infancia. Con el nivel del agua por los hombros, me entretenía en capotear las olas de cuarenta a sesenta centímetros que reventaban a escasos metros de mí y de vez en cuando en bromear con los muchachos sobre anécdotas viejas y nuevas. Recuerdo con certidumbre que cerca de mí nadaban Lala, Toño y Jesús -tres tapatíos muy recientemente conocidos- y que justo por esos momentos yo pensaba que aquello se parecía mucho a la dicha. Entonces ocurrió. Una ola apenas más grande -sería de quizá ochenta centímetros, me sumergió totalmente y el jalón intenso de la marea de reflujo me llevó casi un metro más allá de donde estaba, hacia el fondo. A juzgar por el declive natural de la arena, no debía haber problema, pues el agua debía darme a -quizá- el mentón, pero Poseidón se sentía bromista y en lugar de pisar normalmente, mis pies se fueron varios centímetros más abajo: era un hoyo que recibió la mitad de mis piernas, dejándome por ahí de medio metro bajo el agua, con muy poco aire en los pulmones.
Mi primer instinto fue saltar, sacar el rostro del agua y jalar oxígeno que me permitiera una reacción más serena. Sin embargo, a pesar de que mi salto en el agua siempre ha sido bastante bueno, apenas y alcancé a estar una fracción de segundo fuera, inhalar casi nada y de vuelta al silencio lapidario del mar. Me asusté. Me asusté todavía más cuando me di cuenta que, lejos de luchar en el mismo lugar, la corriente había empezado a jalarme más hacia dentro. Volví a saltar y esta vez logré aspirar casi la bocanada completa, llevé mi cuerpo a la posición horizontal y comencé a bracear hacia la costa. Toño, a unos cuatro metros de mí, debe haber notado mi rictus de preocupación, porque me gritó: "¿Estás bien?" "Sí"-recuerdo que contesté- "Caí en un hoyo y no tenía aire, pero ya bien". Error. Confiado en mi confianza, Toño empezó su propia salida -la corriente ya era obviamente homicida, todos los bañistas empezaban el abandono de las aguas- y yo seguí nadando con la vista al sol, con la garganta un poco estragada por la sal.
Creo que el verdadero miedo empezó cuando me sumergí por tercera vez, golpeado por una ola grande y pesada, y cuando recuperé la vertical y salté para asomar la cabeza, me di cuenta que los cuatro metros que me separaban de Toño se habían duplicado: La marea me había estado manteniendo en el mismo sitio a pesar de que nadaba con mis pocas fuerzas. En la desesperación de quien se siente de pronto en peligro de morir, me di tiempo de escuchar mi respiración y ahí estaba el chillido del asma: mis pulmones se pasaban al bando contrario. Me sumergí voluntariamente por última vez, me impulsé hacia el frente y nadé con todas mis fuerzas. No tenía ningunas ganas de entregar los converse en esa inmensidad salada y voluntariosa.
Nadé por un par de minutos antes de que se me terminara el impulso del oxígeno. Cuando me detuve a flotar, me di cuenta, esta vez con pánico genuino, que me había alejado un poco más de la orilla. Una ola repentina me empujó hacia el fondo y al salir sólo escuché el lejano grito de Lala: "Ay, no maaa-mes". Giré rápidamente la cabeza para ver la razón: una ola de casi dos metros de alto y unos doscientos kilogramos de fuerza reventó sobre mi cuerpo y me envió definitivamente al fondo, ya sin aire ni fuerzas para pelear.
Había llegado a Manzanillo menos de 24 horas antes. Había volado dos horas, recorrido cuatro más por carretera, tenido un par de semanas de doble trabajo para dejar todo estable en los escasos días en que mi ausencia podía ser un problema, había administrado mis finanzas de la mejor manera posible para que los imprevistos no lo fueran, había dormido mal y comido peor. Y de pronto me golpeó la idea de haber hecho todo eso como los preparativos finales de mi muerte.
¿En qué se piensa cuando uno es consciente de que va a morir en cuestión de minutos? No sé decirlo con certeza. En mi caso, el único del que puedo hablar fehacientemente, sentí una especie de aceptación, rabia, una tristeza infinita y varias ideas sueltas que supongo, fueron al mismo tiempo el impulso final. Pensé al mismo tiempo en la sonrisa de mi pequeño enano cuando tenía un par de meses de nacido, pensé en los labios de ella -los labios que creía haber conocido pero en realidad aún no termino de conocer- pensé en una plenitud literaria que aún no llega y que, de haber muerto entonces, no habría llegado nunca, y pensé que había valido la pena ir a morir a ese mar y a ese minuto, si era el precio por vivir tanto amor y tanta vida y tantos sueños.
Luego no pensé más, porque la inconsciencia empezó a abrazarme y a contarme maravillas de las blancas praderas de la muerte, donde el descanso se prolonga hasta más allá de los atardeceres y el horizonte sigue difuminándose aunque uno se acerque y se acerque y se acerque.
Yo no pude acercarme más, porque justo entonces sentí una fuerza ciclópea arrojándome por las piernas hacia el frente, sentí mi cabeza salir del agua, mi cuerpo jaló aire por puro instinto, abrí los ojos y vi venir otra gran ola. La monté y con unas fuerzas que no sé de dónde salieron, nadé sobre ella por algunos metros. Cuando esa repentina energía terminó, me di cuenta que ya podía pisar la arena y mantener mi cabeza fuera del agua. La marea, aunque seguía siendo muy fuerte, ya no me arrastraba hacia adentro, sino sólo entorpecía mucho mi salida. Sentía que había hecho gárgaras con hojas de afeitar, me temblaba todo el cuerpo por el miedo y cada uno de los músculos del cuerpo me punzaba. Pero estaba vivo.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en la arena mirando al cielo y pensando en lo maravilloso que es Dios cuando decide hablarte directamente.
Me contaron que Jesús -que fue quién me dio el empujón submarino que a la postre me salvó la vida- tuvo que nadar varios metros para llegar hasta mí y que incluso él -que es uno de los nadadores más diestros y veloces que he tenido oportunidad de ver, tuvo dificultades serias para salir del punto donde yo estuve a punto de doblar para siempre mi bandera. Vaya desde aquí mi sincero y eterno agradecimiento para él.
Y pues nada, sigo vivo. Sonrío, me entristezco, duermo, despierto, como, y hago las cosas como normalmente las hago. Pero lo acepto, algo es distinto. No sé si sea el descubrirme de pronto otra vez tan frágil, no sé si sea el haber visto de nuevo a las órbitas vacías de la helada Átropos, o si sea el haber descubierto, casi al mismo tiempo, que estoy rabiando de amor desde hace tiempo, pero de pronto la vida es mucho más bella. Y eso, incluso para la vida, es un gran mérito.
5 comentarios:
La muerte y tú parecen tener una relación extraña, eso es todo lo que puedo decir.
A pesar de que me considero buena nadadora, siempre le he tenido pavor al mar. Me alegra haber podido leer tu 4to citatorio,que bueno que estés bien, no podías morirte sin terminar tu libro de cuento, o ¿Acaso crees que no tienes fanS?
Y ahora sí que, salud!
Char: Digamos que somos enemigos cordiales. Ella es bromista y yo juguetón.
Perse: No sabía que te podía contar entre mis lectoras "serias", pero sí es así, muchas gracias. El cuentario queda listo esta semana, sine dubio.
Y salud!
Hey deberias contar la parte donde Erika dice: "y q querian, q me metiera a salvarlos?" y todos: "PS SII!", estaria botanisimo. Saludos Abogao!
Jejejeje Erika es la onda!!! todavía que fue por sus regaños que te metiste al agua!!
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