Yo alguna vez fui un estereotipo del muchacho que toda madre quiere para su hija. Hace mucho, mucho tiempo, pero lo fui. Era cotidiano verme recorriendo los pasillos de una facultad inmaculada, enfundado en mis dockers de pinzas, camisa planchada a la perfección, cinturón y zapatos a juego, reloj de acero, lentes de lectura, dos o tres volúmenes jurídicos bajo el brazo, un maletín de documentos y legajos colgado de mi hombro, buscando entre distraído y divertido un número de aula. Al igual que hoy no fumaba, ni bebía, manejaba un automóvil relativamente nuevo, tenía un empleo bien visto y otro bien remunerado, y acudía religiosamente a mis clases siete horas al día.
Era, en resumen, el yerno que las mamis de todas ustedes hubieran querido. Atento, caballeroso, de buena cuna, económicamente desahogado, de familia católica apostólica y romana, amante de la literatura, el buen cine, el teatro y todas las formas de arte, buen conversador, de una nobleza vergonzante y practicante activo del celibato. Coordinaba un área de la sociedad de alumnos, participaba en la campaña de un candidato a gobernador, litigaba en un despacho de prestigio y escribía cuentos a veces malos y a veces regulares y algunos poemas que pecaban de dulces pero que cumplían el cometido de tocarle una fibra a la destinataria ocasional.
Era un asco de ser humano, claro, me causaba arcadas el 90% de la gente con la que convivía, detestaba mi trabajo, se me hacía repelente verme en un espejo y parecerme tan ajeno, tenía pláticas inteligentes cuando mucho dos veces al mes y el resto del tiempo lo gastaba en charlas que no me interesaban o en casos drásticos me hacían sentir más falso que un billete de tres pesos. Pero era exactamente lo que mis padres, mis jefes, mis maestros y el mundo en general esperaban que fuera.
Y un día me di cuenta de que estaba cansado, muy cansado, de no sólo trabajar, estudiar, escribir y organizar congresos, conferencias, eventos deportivos y un largo etcétera, sino además de hacer todo eso siendo alguien más. Era como ser actor de tiempo completo, en un rol que no sólo no me correspondía, sino que con el tiempo había terminado por volvérseme aborrecible.
Renuncié a la sociedad de alumnos. Renuncié al despacho. Renuncié al restaurante. Renuncié a los dockers de pinzas y a las camisas cavallati, a los zapatos y al cinturón, al automóvil y al maletín de expedientes y demandas. Renuncié a todo lo que pudiera considerarse un rastro de lo que yo había sido y una buena mañana me desperté con la perspectiva maravillosa de tener 16 horas por delante sin tener la más mínima idea de por dónde comenzar a armar la nueva rutina de mis días.
Tomé un autobús de la ruta 16 hasta el centro de la ciudad y caminé por largos minutos entre los puestos y tenderetes del mercado, recorrí las librerías de viejo, escudriñé las curiosidades de las tiendas de segunda, me senté a leer a Benedetti en la vieja plaza de armas, comí unas chimichangas exquisitas en el viejo parque de rectoría. Mis pasos dejaban huellas polvosas tras de mí, los pies cómodos en los añorados vans de aquellos días, las piernas malcubiertas por unos rotos pantalones de mezclilla, en el rostro los primeros indicios de una barba que crecía furiosa por los largos meses de represión y en los ojos el brillo de la ausencia. Salía de mí mismo y proyectaba mi ser hacia todas las cosas que rodeaban mi cuerpo y bajo el mediodía blanco y naranja de la ciudad de aquel entonces mi mente tomaba una nueva conciencia de las cosas.
En esos días decidí que sería escritor. Mis tablas se reducían un par de cientos de libros leídos y a una imaginación pletórica de recursos para apuntalar como estacas largas y sosegadas historias de amores contrariados, sueños psicotrópicos, tragedias urbanas de esas de todos los días, visceralidades propias de una adolescencia apenas concluída y narrativas serenas más coherentes con la madurez que se veía venir tranquilamente por la gran avenida del tiempo. Fue así que escribí mis primeros cuentos –Bohemia de un amor que no existió, Aquella mala película francesa, Se fueron los pájaros, entre otros- y algunas de mis escasas poesías –De ausencia, Extraños, Líquida, por mencionar las menos malas. Fue así también que escribí mi primera novela –Quince minutos tarde- que fue un intento valiente pero falto de prudencia de narrar con recursos estilísticos más acabados que aún estaban fuera de mi alcance. Seguí escribiendo por varios meses, más por capricho que por convicción, hasta que una mala tarde decidí mandar el folder con el manuscrito al cesto de la basura y olvidarlo para siempre.
Me consolaba pensando en Hemingway, uno de los gordos, cuyos cuentos eran estructuras sólidas como el concreto, pero cuyas novelas cojeaban siempre de una pata invisible. Así que el cuento breve se convirtió en mi herramienta idónea para producir sin grandes riesgos –“cuentos de una sentada” les llamaba entonces, pues si no los escribía de principio a fin de un solo tirón y en menos de tres horas no los terminaba nunca y quedaban para siempre en el limbo de lo que pudo ser- y la novela en ese objetivo futuro e incorpóreo en el que uno pone a las cosas que desea y teme al mismo tiempo.
Una noche, mientras escribía uno de esos “cuentos de una sentada”, asistí al momento providencial del nacimiento literario. Recuerdo haberle puesto el punto final a la frase corolaria de aquella historia, haberle dado enter a la opción de “guardar archivo como”, haberle puesto nombre al documento –Aurora, se llamaba- y haberme levantado de la silla, dispuesto a buscar algún bocado en la cocina. Y luego me recuerdo de nuevo frente al teclado, escribiendo enfebrecido lo que a la postre sería el segundo capítulo de Dos píldoras azules. No fue, por supuesto, la primera vez que una historia decidió por sí misma lo que había de pasar, pero quizá haya sido, hasta el momento, la más afortunada.
Desde hace tiempo me considero, sobre todos los oficios y empleos que pueda tener, un escritor. Tal vez ya no sea el muchacho aquel que toda madre sueña para su hija, pero soy un tipo que ha encontrado su lugar en el mundo. Y eso, en muchos sentidos, es mejor.
3 comentarios:
Cuando uno se encuentra el resto de las cosas parece ordenarse sola y adquieren un nuevo sentido, es como ver el mundo con claridad después de haber pasado un tiempo sin entender nada. También a veces resulta que uno es otra cosa de lo que se había imaginado que era.
hola...
ni siquiera se si te acuerdas de mi, pero soy una amiga tuya que hace muchos años te perdio el rastro. Creo que la ultima vez que te vi estaba sentada en el porche de mi casa con mi mama, y mi tio acompañandome, y bajo los efectos de unas pastillitas maravillosas, que hacian que olvidara el dolor que me albergaba en esos momentos, llegaste tu en un carro, y angelica atras... me preguntaste como estaba y me limite a decir que bien, y desde ese dia te perdi el rastro... creeme que me da muchisimo gusto haberte encontrado, y ojala que si te acuerdes de mi... por lo menos yo si te recuerdo con mucho cariÑo, y no tengo como agradecerte que hayas sido mi amigo por tanto tiempo...
espero porder platicar largo y tendido, algun dia los dos andemos por alla en nuestra tierra.
por cierto por si no te acuerdas de mi te dare una pista....
tu fuiste mi paÑo de lagrimas toda la secundaria, y platicabamos horas en el arbol de mi tia gela....
haber si te acuerdas....
Me gusta más el que parece que eres ahora.
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