14 enero 2006

¿De qué se habla un sábado nublado, gris como vida de cartero?
Quizá de nada. Quizá sea mejor quedarse en silencio, contemplando a través de la ventana, de la misma manera en que muchos observan irse la vida, cómo el cielo se esfuerza en chuparte la energía con una voracidad de sanguijuela, cómo te jala toda la vitalidad con la simple proyección de la melancolía natural de un día tan densamente nublado.
Pero no, no creo que sea buena idea dejarse arrastar por esa anomia climatológica que se cierne sobre mi cabeza, hoy cubierta por una gorra Puma regalo de Padre, verde, el color que más aborrezco, muestra de que Padre, a pesar de sus buenas intenciones, sabe un carajo de mis gustos. Suficiente de Padre, ya en el post de ayer divagué suficiente de él.
Anoche empecé el penúltimo capítulo del péndulo de foucault. Aquellos de ustedes que ya lo leyeron podrían encontrar risible mi próximo comentario, pero por el giro que da la narrativa en esta parte del libro en particular, estoy encontrando que Dan Brown encontró una forma muy velada de fusilarse en forma vergonzante la trama de el péndulo para escribir su Código DaVinci. Repito: Usted, que ya leyó el péndulo, puede reirse si quiere; yo, que no leo aún el final, tengo la esperanza de estar equivocado, de no tener la razón al pensar que Brown, como lo han hecho cientos, quizá miles de autores, se fusiló el temita que incluye templarios, rosacruces, un grial, le agregó algunos balazos, un protagonista altamente maricón, una protagonista que tenía más bolas que su contraparte masculino y la sobada propuesta de que Jesucristo le ponía alegremente con María Magdalena. Voilá, un best-seller. Otra vez: es sólo la impresión que tengo hasta el momento. Curiosamente, no estaba hablando del código, sino del péndulo, ¿porqué permito que mis dedos escriban lo que se les antoja?

Ayer hice algo que desde hace mucho tiempo no hacía: Leí bebiendo café. Yo detesto el café, lo detesto tanto que le pongo azúcar. No se engañe: si usted endulza su café es porque lo detesta. Pregúntele a cualquier cafetalero de pura cepa y se lo dirá: el café debe beberse "negro" para disfrutar su sabor verdadero, el del grano que ha crecido en esa tierra perpetuamente húmeda, que se ha impregnado de ese aroma delicioso, de un sabor que tiene tanto de primitivo en cuanto guarda dentro el más profundo de los secretos de la vida que absorbe de la tierra. Si usted, como yo, es tan pobre que no puede costearse algo mejor que un "Ni-es-café" o un "Combate" o peor todavía, un café "Único", lamento decírselo amigo, pero usted jamás ha bebido café.
Es simple: Uno no come huevos de mojarra y va por ahí presumiendo que comió caviar. Ni madres, el caviar es de esturión, no simplemente huevos de pescado. Lo mismo con el café. Dénse una vuelta por Chiapas o Veracruz, vaya, incluso Nayarit, si su bolsillo no puede hacer algo mejor, una vez ahí, localicen una casa en el campo, lejos de la urbe, y supliquen a los dueños por un café. Cuando lo hayan bebido me darán la razón.
Si de plano usted no puede hacer eso y se aferra a seguir comprando café "de lata" o peor aún "de bolsita", por lo menos piérdale el amor a unos pesos más y compre Folgers.

Decía que no suelo beber café cuando leo. Generalmente tomo café cuando converso con premeditación. Me gusta que mis citas vespertinas o nocturnas sean a tomar café. Yo soy un tipo aburrido, eso cualquiera puede decírselos. Odio los antros, discotecas, bares, y cualquier otro lugar donde te metan un trago en el 400% de su precio de mercado. No soy un avaro, y eso también puede decírselos cualquiera, sin embargo, me rehúso totalmente a aceptar la filosofía del antro, esa que dice que debes ir bien vestido, que debes lamerle las bolas al tipejo que guarda la cadena para que te deje entrar, que una vez dentro debes de pagarte copas a precios de estupidez, que si quieres decirle algo a uno de tus amigos o a una mujer debes gritárselo, que debes bailar como un maldito antropófago (y separado de tu pareja, colmo de colmos).
Ni madres. Yo quedo en café y quizá cine antes o después. Eso del cine, por cierto, es clara muestra de lo poco avaro que soy, dado que en el cine también te venden todo a un 500% de su precio real y yo lo pago gustosamente porque -carajo- lo disfruto muchísimo. Me gusta ir a un café con una persona que sepa conversar, que pueda seguir cualesquier tema sin hacer preguntas de ¿qué es eso? o comentarios de "yo de eso no entiendo/hablo/opino".
En el café bebo café básicamente porque no tengo opción. Pero no café americano, generalmente moka o el clásico capuccino. Sí, sé que suena de lo más homosexual. A mi sentido del gusto no le importa, no es homofóbico.

Vaya que hoy he divagado. Quizá es porque es uno de esos días en que el mundo te "cambia la pichada". Se suponía que a esta hora debía estar al volante de un Sentra con camino a Hermosillo, cuatro horas y media de soberano aburrimiento con el plus de ir tolerando la charla (parloteo incesante sería más correcto) de Abuela, que me contaría sus historias al menos diez veces cada una. Yo, por supuesto, ya tenía el plan perfecto: mi mp3 player con audífonos tipo bean inalámbricos dentro de mi vestíbulo auditivo tocando a Café Tacvba o en el mejor de los casos un compilado quemazónico de Guitar Vader. Con esto listo, programar el cerebro para emitir un intermitente "ajá" más o menos cada 26.3 segundos, para que Abuela pensase que la estoy escuchando.
Sin embargo, y por un motivo que permanece oculto a mi conocimiento (o sea, quién sabe qué pedo) Abuela decidió irse en bus. Miren mi cara de desilusión por no tener que soportar 4 horas y media de la carretera más aburrida del universo, con la mujer más aburrida del universo, además de un regreso el mismo día de 6 horas, en línea económica, con el plus (que emoción, siempre hay un plus) de que el lunes tendría que hacer el viaje de nuevo, pero ahora tras el volante del Señor de los Cielos, mi Amado Carrillo.

Pinche sábado nublado.

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