Amable lectorio: mi semestre ha terminado.
Anoche recibí mi último promedio, no sin cierto pánico puesto que un mal resultado me hubiese condenado a acortar mis vacaciones en casi quince días, lo cuál, tomando en cuenta que planeo pasármelas al lado de mi hermoso heredero, hubiera sido un castigo peor que escuchar un lápiz sin punta rayando un cuaderno durante esas dos semanas. Afortunadamente aprobé y ahora estoy dando los últimos ajustes a mi viaje, que será mañana a las 4:30.
En unos minutos me lanzo a la lavandería, luego tengo que ir al banco a hacer un par de trámites, de ahí a la facultad a hacer un trámite más y a las 2:00 tenemos cita en el Scratch du Ouro con la banda ñoña de la carrera para una comida de despedida. Para quienes no son de Guanatos, el Scratch es un restorán tipo buffet de comida brasilera, en particular de esa variedad llamada "espadas" que consiste en cortes de jugosa carne ensartada en largas varillas de metal. Suena, bien, ¿no es cierto?
Por la tarde quiero ir a Taiwán de Dios a mercar la última piratería del año. A mi esos comerciales de "me saqué un 10 pirata" me invitan a cagarme de la risa de sus débiles intentos, que no succionen, si quieren que compre las películas originales no las pongan a más de $200. Estaría dispuesto a pagar si acaso $150 y eso sólo por películas que venero. Como lamentablemente esas películas no rebasan las 10 y hay otras muchas que me agrada ver como entretenimiento sin llegar a la obnubilación (o sin sufrir comportamientos esquizoides como cuando vi matrix o LOTR) pues seguiré acudiendo al mercado corsario. Lo siento, IP.
Por cierto, tuve dos 100 en mis resultados de este semestre, además de un 95. Lo demás pues fue igual aprobatorio, pero nada sobresaliente. (Mano sobre el Silmarilliön) Pero prometo que el próximo semestre lo haré mejor y estabilizaré mi promedio lo suficiente como para poder entrar de intercambio a Alemania o Tokio. He dicho.
16 diciembre 2005
13 diciembre 2005
De espirales, círculos y otras curvas innecesarias
Cada vez me convenzo más que la frase del coronel Aureliano Buendía en Cien Años de Soledad era cierta y que el tiempo no pasa, sino que da vueltas en redondo.
Hay eventos, ciertos eventos, que por su continuidad marcan una especie de hito en etapas de nuestra vida. Eventos como una escuela, un tipo de gente, una actividad cualquiera, que conforman lo que llamamos un parteaguas. Tan pronto como ese evento termina, se cierra un ciclo, una vuelta de la espiral y se abre uno nuevo.
Sin embargo, irremediablemente esos círculos dan la vuelta en redondo, la espiral cambia su sentido y uno se encuentra de pronto viviendo esa época de su vida, pero ahora con conocimiento previo de móviles y causas y quizá hasta dones premonitorios para los que la viciosa retroactividad del tiempo lo ha preparado.
La vida no es una línea como la recta numérica que nos enseñaban en la primaria, aquella de los saltitos de rana que marcaban momentos, números, y que de ser nuestro modelo de vida marcaría fechas, eventos. Siguiendo con la analogía, la vida es más bien ese círculo enorme en el que señalar un punto es algo tan impreciso como buscarle esquinas. Hay fechas, concuerdo, hay momentos, concuerdo, pero discurro totalmente de la idea del antes y el después. Lo dudo. Creo que existe un solo instante y que ese instante único es el que se vive ahora y ahora y ahora y ahora.... tienen la idea.
¿Se han dado cuenta a cuántas personas sigue importándoles algo? Es patético, carajo. Hoy tripulaba un 258A rumbo a la facultad, 12:30p.m. tráfico bastante pesado, un chofer que seguramente fue traído desde el Destruction Rally y un camión atestado. Parada en Alcalde, aborda una señora con un bebé en los brazos y otro en proceso de gestación (estaba embarazada, por favor díganme que este paréntesis es inútil). Bueno, en condiciones normales uno diría "alguno de los muchos jóvenes que van cómodamente sentados se preocuparon de darle su asiento a la buena mujer que está próxima a traer al mundo a una personita que quizá revolucione este gigantesco depósito de heces fecales que llamamos país" ¿Cierto? Pobres ilusos. Por supuesto que no, bastó que la señora contemplara las filas de asientos llenos para que todo mundo hiciera un revire que hubiera envidiado Fernando Valenzuela y se pusieran a mirar disimulademente por la ventana. En derecho procesal, eso se llama "alegar demencia", en castellano vulgo eso se llama "hacerse muy pendejo"
No sé porqué hago bilis. Ya debería haberme acostumbrado a que "este mundo es este mundo" (op. cit. mafalda), a que la gente va en una recta descendente hacia el más puro de los darwinismos y a que por más que uno se intranquilice, cada vez importa menos.
No quiero caer en clichés ni mucho menos en sermones, así que declaro oficialmente censurado el choro mareador y moralizante que iba aquí <<<>>>
Desahogado como me siento, procedo a una larga noche de estudio. Mañana se decide mi calificación de Histología y junto con ella la duración de mis vacaciones. Se aceptan rezos y buena vibra.
Hay eventos, ciertos eventos, que por su continuidad marcan una especie de hito en etapas de nuestra vida. Eventos como una escuela, un tipo de gente, una actividad cualquiera, que conforman lo que llamamos un parteaguas. Tan pronto como ese evento termina, se cierra un ciclo, una vuelta de la espiral y se abre uno nuevo.
Sin embargo, irremediablemente esos círculos dan la vuelta en redondo, la espiral cambia su sentido y uno se encuentra de pronto viviendo esa época de su vida, pero ahora con conocimiento previo de móviles y causas y quizá hasta dones premonitorios para los que la viciosa retroactividad del tiempo lo ha preparado.
La vida no es una línea como la recta numérica que nos enseñaban en la primaria, aquella de los saltitos de rana que marcaban momentos, números, y que de ser nuestro modelo de vida marcaría fechas, eventos. Siguiendo con la analogía, la vida es más bien ese círculo enorme en el que señalar un punto es algo tan impreciso como buscarle esquinas. Hay fechas, concuerdo, hay momentos, concuerdo, pero discurro totalmente de la idea del antes y el después. Lo dudo. Creo que existe un solo instante y que ese instante único es el que se vive ahora y ahora y ahora y ahora.... tienen la idea.
¿Se han dado cuenta a cuántas personas sigue importándoles algo? Es patético, carajo. Hoy tripulaba un 258A rumbo a la facultad, 12:30p.m. tráfico bastante pesado, un chofer que seguramente fue traído desde el Destruction Rally y un camión atestado. Parada en Alcalde, aborda una señora con un bebé en los brazos y otro en proceso de gestación (estaba embarazada, por favor díganme que este paréntesis es inútil). Bueno, en condiciones normales uno diría "alguno de los muchos jóvenes que van cómodamente sentados se preocuparon de darle su asiento a la buena mujer que está próxima a traer al mundo a una personita que quizá revolucione este gigantesco depósito de heces fecales que llamamos país" ¿Cierto? Pobres ilusos. Por supuesto que no, bastó que la señora contemplara las filas de asientos llenos para que todo mundo hiciera un revire que hubiera envidiado Fernando Valenzuela y se pusieran a mirar disimulademente por la ventana. En derecho procesal, eso se llama "alegar demencia", en castellano vulgo eso se llama "hacerse muy pendejo"
No sé porqué hago bilis. Ya debería haberme acostumbrado a que "este mundo es este mundo" (op. cit. mafalda), a que la gente va en una recta descendente hacia el más puro de los darwinismos y a que por más que uno se intranquilice, cada vez importa menos.
No quiero caer en clichés ni mucho menos en sermones, así que declaro oficialmente censurado el choro mareador y moralizante que iba aquí <<<
Desahogado como me siento, procedo a una larga noche de estudio. Mañana se decide mi calificación de Histología y junto con ella la duración de mis vacaciones. Se aceptan rezos y buena vibra.
12 diciembre 2005
De paralelos, bisectrices y otras rectas inútiles
Si tuviera un centavo por cada vez que he decidido ser una buena persona, tendría 3 centavos.
-Cita escuchada en algún lugar que ya olvidé.
Han de saber, oh caros lectores (sí, ustedes dos) que el que escribe estas líneas tiene ya oficialmente cuatro meses viviendo en Guadalajara, una de las ciudades más bellas de México, enorme como corresponde a su calidad de "área metropolitana", de un clima tan agradable como nosotros los sonorenses sólo somos capaces de soñar y con gente tan amable que a veces a uno se le olvida que el D.F. está a menos de seis horas.
Ayer domingo, mientras regresaba del partido de futbol, comentaba con Gabo y Omar que quizá esta sea la ciudad con más parques del país. Por supuesto no tengo el dato exacto (dudo que ese dato exista) pero vamos, aquí hay, por lo menos en la zona céntrica un parque cada dos cuadras. Saquen cuentas. Además en el meritito corazón de Guanatos, entre la catedral, plaza de armas, rotonda de los hombres ilustres y etcétera, hay por lo menos diez parques en un área de quizá dos kilómetros cuadrados. Esos son muchos parques.
Tristemente, cada parque de esa zona, tiene además de su quiosco, su estatua, sus palomos y su vendedor de jericallas, a uno, dos o diez mendicantes, seres de esos a los que la vida les pasó por encima, metió reversa y luego les patinó hasta que terminó de hacerles cachitos toda alegría de vivirla.
Uno que se pone emotivo a veces (sí, tengo un corazón, aunque no lo uso mucho) tiene que tragar saliva cuando ve a la parejita de ancianos que tocan una guitarra y una armónica en el callejón que lleva a la plaza de armas viniendo por pedro moreno, viéndolos cómo tocan a pesar que apenas pueden tenerse en pie, derrotando a cada segundo la fragilidad ya demasiado evidente de sus cuerpos cansados, la erosión casi audible de sus huesos roídos por el tiempo, la cicatrización de los ojos sin luz de él, las arrugas marchitas que circundan los labios de ella. Pero todo termina de explotar cuando uno los ve terminar su canción, alargar la mano que sostiene un vaso de hieloseco donde habrán de caer una o dos monedas y tomarse la mano para comenzar a caminar. Sí, tomarse de la mano.
Entendamos: Son ancianos, son pobres hasta extremos lastimeros, seguramente están bastante enfermos. Pero están juntos. Se tienen. Y esa mutua pertenencia, les aseguro, no la cambiarían ni por juventud, ni por salud, ni por fortunas inmensas.
He visto muchas cosas que mis ojos de provinciano no habían visto antes.
Lo frívolo: centros comerciales donde encuentras desde un tattoo place hasta un cine de catorce salas, desde un dunkin'donuts hasta una sucursal de radio shack.
Lo extravagante: Sex Shops que incluyen cafetería, servicio de bar, desfiles de pasarela y filmaciones "calientitas" para que te animes a comprar.
Lo beato: templos católicos que llegan a estar a menos de dos cuadras de distancia uno del otro (aunque no hay ciudad mexicana que le haga la competencia a Morelia, hay más iglesias que cantinas, dicen).
Lo económico: Bara, bara, tiendas alrededor de San Juan donde te llevas 5 camisetas por $100, 3 pares de calcetines por $25, un paquete de 4 pilas DuraSel (sic) por $10, 5 tacos y un refresco por $15 (varios microorganismos incluidos sin costo).
Lo variopinto: Punketines de pelos verdes de 40cm de altura (los pelos, no los punketines) con unas botas que pondrían verde a Robocop y tantos aretes en la jeta que me encantaría acercarles un gigantesco imán.
Lo sublime: Gente que te hace mil recomendaciones y te da consejos desinteresados cuando se da cuenta que eres un pueblerino con cara de perro extraviado en plena autopista.
Lo urbano: Un tren ligero, que es lo más parecido que este servidor ha visto al metro, y que va tan rápido que el otro día me bajé antes de subirme (estupidez patrocinada por empresas Gabo).
Y bueno, para los que no están muy enterados, vivo en una casa bastante guapa, en una colonia muy tranquila y bonita bastante cerca de La Minerva (qué chiquita es la Minerva cuando uno ya no tiene 14 años y la ve todos los días). La casa es de dos plantas, tiene ocho recámaras, tres y medio baños (medio significa sin regadera, no crean que tienen que evacuar de aguilita o que el agua se tira por la mitad que falta, neófitos). Tiene cochera que espero utilizar el próximo semestre, tiene un balcón muy agradable para ver amanecer o anochecer, un jardín interior que si estuviera en Sonora sería el punto perfecto para una carne asada; tiene piscina, pero ya tiene un par de años sin usarse porque se rompió una tubería.
La gente que vive en las otras habitaciones me es casi ajena. Verán, yo estoy en casa de nueve de la noche a diez de la mañana, hora que no es precisamente la más adecuada para presentaciones, diálogos y esas cosas. Generalmente estoy encerrado en mi habitación, ya sea escribiendo algo en la computadora, leyendo alguno de los libros que me presta Vidhi o escuchando agradable música. Sin embargo, me he ido enterando del resto de los asistidos que son:
1.-Vidhi, una mujer hindú que andará por los treinta y tantos, pequeña como salario mínimo, pero bastante culta. Vive acá porque está haciendo una maestría en literatura hispanoamericana en la Universidad de Guadalajara. Como ya mencioné, es mi fuente gratuita de literatura.
2.-Alicia, otra otoñal damisela, ciega como un murciélago, que se dedica a la venta de medicina naturista y milita en las filas de la cientología.
3.-Yesenia, una jovenzuela que estudia diseño de modas (gran futuro el suyo<-sarcasmo gratis) gorda como la cartera de Montiel y fea como su reputación.
4.-Nadia o Nidia, quién sabe, que hace de hostess en un restaurant y a la que he visto una vez en mi vida. Su historia me es tan ajena como indiferente, pero sospecho que está bastante pirada y eso me basta para cerrar con seguro en la noche. No quiero despertar y verla con un cuchillo en la mano tratando de abrirme otro ombligo.
5.-Pepe, un tipo que fue rico y que lo perdió todo apostando. Uno de esos infelices cuya historia podría contarse en una novela si no fuera tan reservado y lo viéramos más.
Mi vida en casa se puede resumir con la palabra Ermitaño. No hablo con nadie y trato de que me correspondan en la misma forma. No es ni petulancia ni nada por el estilo, simplemente sé que no congenio con ninguno y no quiero desgastarnos en hipocresías. Cuando mucho nos damos los buenos días /tardes/ noches y ahí te ves.
Intentaré continuar este tema otro día, hoy la idea se difuminó.
-Cita escuchada en algún lugar que ya olvidé.
Han de saber, oh caros lectores (sí, ustedes dos) que el que escribe estas líneas tiene ya oficialmente cuatro meses viviendo en Guadalajara, una de las ciudades más bellas de México, enorme como corresponde a su calidad de "área metropolitana", de un clima tan agradable como nosotros los sonorenses sólo somos capaces de soñar y con gente tan amable que a veces a uno se le olvida que el D.F. está a menos de seis horas.
Ayer domingo, mientras regresaba del partido de futbol, comentaba con Gabo y Omar que quizá esta sea la ciudad con más parques del país. Por supuesto no tengo el dato exacto (dudo que ese dato exista) pero vamos, aquí hay, por lo menos en la zona céntrica un parque cada dos cuadras. Saquen cuentas. Además en el meritito corazón de Guanatos, entre la catedral, plaza de armas, rotonda de los hombres ilustres y etcétera, hay por lo menos diez parques en un área de quizá dos kilómetros cuadrados. Esos son muchos parques.
Tristemente, cada parque de esa zona, tiene además de su quiosco, su estatua, sus palomos y su vendedor de jericallas, a uno, dos o diez mendicantes, seres de esos a los que la vida les pasó por encima, metió reversa y luego les patinó hasta que terminó de hacerles cachitos toda alegría de vivirla.
Uno que se pone emotivo a veces (sí, tengo un corazón, aunque no lo uso mucho) tiene que tragar saliva cuando ve a la parejita de ancianos que tocan una guitarra y una armónica en el callejón que lleva a la plaza de armas viniendo por pedro moreno, viéndolos cómo tocan a pesar que apenas pueden tenerse en pie, derrotando a cada segundo la fragilidad ya demasiado evidente de sus cuerpos cansados, la erosión casi audible de sus huesos roídos por el tiempo, la cicatrización de los ojos sin luz de él, las arrugas marchitas que circundan los labios de ella. Pero todo termina de explotar cuando uno los ve terminar su canción, alargar la mano que sostiene un vaso de hieloseco donde habrán de caer una o dos monedas y tomarse la mano para comenzar a caminar. Sí, tomarse de la mano.
Entendamos: Son ancianos, son pobres hasta extremos lastimeros, seguramente están bastante enfermos. Pero están juntos. Se tienen. Y esa mutua pertenencia, les aseguro, no la cambiarían ni por juventud, ni por salud, ni por fortunas inmensas.
He visto muchas cosas que mis ojos de provinciano no habían visto antes.
Lo frívolo: centros comerciales donde encuentras desde un tattoo place hasta un cine de catorce salas, desde un dunkin'donuts hasta una sucursal de radio shack.
Lo extravagante: Sex Shops que incluyen cafetería, servicio de bar, desfiles de pasarela y filmaciones "calientitas" para que te animes a comprar.
Lo beato: templos católicos que llegan a estar a menos de dos cuadras de distancia uno del otro (aunque no hay ciudad mexicana que le haga la competencia a Morelia, hay más iglesias que cantinas, dicen).
Lo económico: Bara, bara, tiendas alrededor de San Juan donde te llevas 5 camisetas por $100, 3 pares de calcetines por $25, un paquete de 4 pilas DuraSel (sic) por $10, 5 tacos y un refresco por $15 (varios microorganismos incluidos sin costo).
Lo variopinto: Punketines de pelos verdes de 40cm de altura (los pelos, no los punketines) con unas botas que pondrían verde a Robocop y tantos aretes en la jeta que me encantaría acercarles un gigantesco imán.
Lo sublime: Gente que te hace mil recomendaciones y te da consejos desinteresados cuando se da cuenta que eres un pueblerino con cara de perro extraviado en plena autopista.
Lo urbano: Un tren ligero, que es lo más parecido que este servidor ha visto al metro, y que va tan rápido que el otro día me bajé antes de subirme (estupidez patrocinada por empresas Gabo).
Y bueno, para los que no están muy enterados, vivo en una casa bastante guapa, en una colonia muy tranquila y bonita bastante cerca de La Minerva (qué chiquita es la Minerva cuando uno ya no tiene 14 años y la ve todos los días). La casa es de dos plantas, tiene ocho recámaras, tres y medio baños (medio significa sin regadera, no crean que tienen que evacuar de aguilita o que el agua se tira por la mitad que falta, neófitos). Tiene cochera que espero utilizar el próximo semestre, tiene un balcón muy agradable para ver amanecer o anochecer, un jardín interior que si estuviera en Sonora sería el punto perfecto para una carne asada; tiene piscina, pero ya tiene un par de años sin usarse porque se rompió una tubería.
La gente que vive en las otras habitaciones me es casi ajena. Verán, yo estoy en casa de nueve de la noche a diez de la mañana, hora que no es precisamente la más adecuada para presentaciones, diálogos y esas cosas. Generalmente estoy encerrado en mi habitación, ya sea escribiendo algo en la computadora, leyendo alguno de los libros que me presta Vidhi o escuchando agradable música. Sin embargo, me he ido enterando del resto de los asistidos que son:
1.-Vidhi, una mujer hindú que andará por los treinta y tantos, pequeña como salario mínimo, pero bastante culta. Vive acá porque está haciendo una maestría en literatura hispanoamericana en la Universidad de Guadalajara. Como ya mencioné, es mi fuente gratuita de literatura.
2.-Alicia, otra otoñal damisela, ciega como un murciélago, que se dedica a la venta de medicina naturista y milita en las filas de la cientología.
3.-Yesenia, una jovenzuela que estudia diseño de modas (gran futuro el suyo<-sarcasmo gratis) gorda como la cartera de Montiel y fea como su reputación.
4.-Nadia o Nidia, quién sabe, que hace de hostess en un restaurant y a la que he visto una vez en mi vida. Su historia me es tan ajena como indiferente, pero sospecho que está bastante pirada y eso me basta para cerrar con seguro en la noche. No quiero despertar y verla con un cuchillo en la mano tratando de abrirme otro ombligo.
5.-Pepe, un tipo que fue rico y que lo perdió todo apostando. Uno de esos infelices cuya historia podría contarse en una novela si no fuera tan reservado y lo viéramos más.
Mi vida en casa se puede resumir con la palabra Ermitaño. No hablo con nadie y trato de que me correspondan en la misma forma. No es ni petulancia ni nada por el estilo, simplemente sé que no congenio con ninguno y no quiero desgastarnos en hipocresías. Cuando mucho nos damos los buenos días /tardes/ noches y ahí te ves.
Intentaré continuar este tema otro día, hoy la idea se difuminó.
11 diciembre 2005
pausas
Siempre he preferido el tequila a las certezas, por ser aquél menos amargo. Creo que el mundo está hecho de muy pocas cosas y estoy seguro que esas pocas se desentienden en forma continua de su orden y se revuelcan de pálidos dolores en un rincón cualesquiera. Alguna vez fui rico y ahora soy pobre hasta la miseria, pero en ninguno de los dos extremos encontré lo necesario para existir en forma independiente.
Me detengo. Respiro. Exhalación. Respiro. Soy conciente de estar reescribiendo el mismo párrafo, la misma sucesión de trivialidades que a nadie habrán de interesarle o de robarle los mínimos dos minutos necesarios para leerlo de cabo a rabo, respirar, exhalar, respirar otra vez y luego conmiserarse de la debilidad de espíritu que no le permitió hacer una bola amorfa con este desventurado papel que porta estas desventuradas letras en las que ahora plasmo que sigo escribiendo el mismo párrafo que he escrito muchas veces, totalmente conciente de estar haciéndolo y totalmente adivinando la multitud de futuros que habrán de tener estas palabras aleatoriamente concatenadas sin fines distintos a la repetición eterna de este párrafo tantas veces repetido y nunca comprendido, este párrafo sucesivo, glorioso, blasfemo, en el que me quejo y me gozo y me siento de pronto como flotando en espesos mares de líquenes anversos, de lirios marchitos y tétricos coágulos de sangre cardiaca.
Pausa. No hay respiro ni exhalación ni nuevo respiro. Se ha marchado para siempre el instante en el que dilato mis fosas nasales y ejercito los músculos aspiradores para atascarme de ese oxígeno enrarecido y el aire nauseabundo de esta habitación saturada de una fetidez oculta, de una humedad acumulada en las venas mismas de las paredes, del tabaco podrido y añejado en cientos y cientos de sudores que alguna vez mojaron las sábanas de la cama, toda esa multitud de humanidades diseminada en moléculas ínfimas viajando por mi nariz, mi faringe, la tráquea, un pulmón y de regreso, purificadas, contenidas en la molécula nueva, absuelta y renacida de la exhalación.
Bebo un trago largo y ansioso al café que ondula en el tazón junto a la libreta de notas. No tiene azúcar. Detesto el sabor ácido y algo metálico del café sin azúcar en la parte trasera de la lengua. Lo bebo porque es lo único disponible en esta casa además de licor y no he podido encontrar endulzante en ningún lado.
Respiro. Gusto el aire que se mete hasta el fondo de los pulmones y lo paladeo como si se tratara de un sorbo de vino. No encuentro los resabios de humedad, ni de tabaco ni de sudores ocultos. Exhalo.
Me detengo. Respiro. Exhalación. Respiro. Soy conciente de estar reescribiendo el mismo párrafo, la misma sucesión de trivialidades que a nadie habrán de interesarle o de robarle los mínimos dos minutos necesarios para leerlo de cabo a rabo, respirar, exhalar, respirar otra vez y luego conmiserarse de la debilidad de espíritu que no le permitió hacer una bola amorfa con este desventurado papel que porta estas desventuradas letras en las que ahora plasmo que sigo escribiendo el mismo párrafo que he escrito muchas veces, totalmente conciente de estar haciéndolo y totalmente adivinando la multitud de futuros que habrán de tener estas palabras aleatoriamente concatenadas sin fines distintos a la repetición eterna de este párrafo tantas veces repetido y nunca comprendido, este párrafo sucesivo, glorioso, blasfemo, en el que me quejo y me gozo y me siento de pronto como flotando en espesos mares de líquenes anversos, de lirios marchitos y tétricos coágulos de sangre cardiaca.
Pausa. No hay respiro ni exhalación ni nuevo respiro. Se ha marchado para siempre el instante en el que dilato mis fosas nasales y ejercito los músculos aspiradores para atascarme de ese oxígeno enrarecido y el aire nauseabundo de esta habitación saturada de una fetidez oculta, de una humedad acumulada en las venas mismas de las paredes, del tabaco podrido y añejado en cientos y cientos de sudores que alguna vez mojaron las sábanas de la cama, toda esa multitud de humanidades diseminada en moléculas ínfimas viajando por mi nariz, mi faringe, la tráquea, un pulmón y de regreso, purificadas, contenidas en la molécula nueva, absuelta y renacida de la exhalación.
Bebo un trago largo y ansioso al café que ondula en el tazón junto a la libreta de notas. No tiene azúcar. Detesto el sabor ácido y algo metálico del café sin azúcar en la parte trasera de la lengua. Lo bebo porque es lo único disponible en esta casa además de licor y no he podido encontrar endulzante en ningún lado.
Respiro. Gusto el aire que se mete hasta el fondo de los pulmones y lo paladeo como si se tratara de un sorbo de vino. No encuentro los resabios de humedad, ni de tabaco ni de sudores ocultos. Exhalo.
10 diciembre 2005
¿y qué?
No niego que esto, el sólo hecho de sentarme aquí, frente a este papel en blanco, sin más armas que este bolígrafo de tinta generosamente negra, teniendo tan cerca que puedo olerlo un tazón de café caliente cuyo exquisito aroma anticipa un sabor agradabilísimo y cometer el acto egoísta de desentenderme de cuantos problemas puedan estar aquejando en este instante simultáneo a tantos y tantos habitantes como tiene este sórdido y venido a menos planeta que nos tocó en suerte habitar sea en modo alguno distinto de la vanidad, esa vanidad inherente a los seres humanos que, como yo, han tenido la suerte de que un personaje perdido en las brumas del pasado se haya tomado un par de meses de su también sórdida y venida a menos existencia para enseñarnos a escribir y consecuentemente a leer, acto ese también, si no de una vanidad pura, si por lo menos de un conato de ella, puesto que la lectura, ese paréntesis en las vidas de cualquier manera sosegadas, esa introspección de los ojos a una ventana siempre abierta, ese fisgoneo inacabado de nuestras secuestradas infancias, no es sino la manera que tenemos los insignificantes seres vivos de consolar nuestros patéticos espíritus con el ficticio recorrido de vidas menos áridas.
08 diciembre 2005
11:11
A veces uno simplemente se queda sin nada qué decir.
A veces uno se encuentra con que, a pesar de que podría decir tantísimas cosas, ninguna tiene sentido.
A veces uno se encuentra solo, en la más absoluta y pura de las ausencias, preguntándose cómo fue que eso pasó.
A veces uno ve que es jueves, que son las 11:11 de la noche y el mundo le ha dejado fuera.
a veces uno no entiende, por más que se rompa la cabeza y se exprima el alma, no entiende una maldita cosa.
A veces uno aprecia lo que despreció y desprecia lo que apreció.
A veces uno olvida que no hay riesgo mayor que enamorarse.
A veces uno recuerda que no hay sacrificio peor que reprimirse.
A veces uno simplemente escribe para evitar las ganas de llorar.
A veces uno quisiera estar más allá de lo terrenal, para poder exorcizarse de sentimientos, de lágrimas y risa, de corazones ajenos y propio, de vida, de muerte, simplemente desalojarse de este cuerpo ancla que lo mantiene sujeto a los vaivenes de la humanidad y desprenderse como una libélula, volando, brillando, difuminándose.
A veces yo no entiendo y me da rabia.
A veces, sin embargo, entiendo, y eso es peor.
A veces uno se encuentra con que, a pesar de que podría decir tantísimas cosas, ninguna tiene sentido.
A veces uno se encuentra solo, en la más absoluta y pura de las ausencias, preguntándose cómo fue que eso pasó.
A veces uno ve que es jueves, que son las 11:11 de la noche y el mundo le ha dejado fuera.
a veces uno no entiende, por más que se rompa la cabeza y se exprima el alma, no entiende una maldita cosa.
A veces uno aprecia lo que despreció y desprecia lo que apreció.
A veces uno olvida que no hay riesgo mayor que enamorarse.
A veces uno recuerda que no hay sacrificio peor que reprimirse.
A veces uno simplemente escribe para evitar las ganas de llorar.
A veces uno quisiera estar más allá de lo terrenal, para poder exorcizarse de sentimientos, de lágrimas y risa, de corazones ajenos y propio, de vida, de muerte, simplemente desalojarse de este cuerpo ancla que lo mantiene sujeto a los vaivenes de la humanidad y desprenderse como una libélula, volando, brillando, difuminándose.
A veces yo no entiendo y me da rabia.
A veces, sin embargo, entiendo, y eso es peor.
05 diciembre 2005
miénteme
Hay mañanas -como la de hoy- en las que me despierto simplemente con la inquietud recorriéndome las fibras del cuerpo como pequeñas descargas eléctricas. Es un calambre juguetón que se siente de pronto en la espalda, luego en los brazos y después desaparece para volver a aparecer en la piel del rostro. Es el impulso de contar lo que sucede, lo que ya ha sucedido o lo que no ha de ocurrir jamás, pero que me gusta suponer que sí lo hizo.
Mi madre dice que fui un niño muy preguntón. En honor a la verdad, debo decir que no lo recuerdo. Las cosas que más recuerdo de mi infancia no son en realidad recuerdos míos, sino memorias de cosas que ella misma me ha contado a lo largo de nuestra coexistencia. Mi infancia, a diferencia de muchas otras infancias que conozco, es una bruma cenagosa en la que pocas fotografías son fáciles de ubicar en un contexto de nostalgias comprimidas. Para infortunio de aquellas personas que han llegado a quererme, esta es la raíz de la mitomanía que ha condenado la mitad de mis relaciones al fracaso y la otra mitad al sinsentido.
Aprendí a mentir muy joven, impulsado no por el instinto malsano de disfrazar verdades que me incomodaran, sino por una descomunal pobreza de espíritu que me impedía averiguar esas mismas verdades. Poco a poco fui aprendiendo a tejer historias para resarcir los huecos entre un retazo y otro de los eventos de mi vida y así me encontré un día con que la invención se me había vuelto una herramienta tan preciosa que me era casi imprescindible. Entonces empecé a escribir.
La escritura es un oficio de mentirosos. Quien escriba y opine lo contrario, está mintiendo, por lo tanto tiene potencial. También es, para desgracia de muchos, oficio de locos. Nadie en su sano juicio escribe algo digno de ser leído. Ninguna mente estéril puede producir frutos sabrosos. Las mentes desviadas son mucho más fértiles.
Mi madre dice que fui un niño muy preguntón. En honor a la verdad, debo decir que no lo recuerdo. Las cosas que más recuerdo de mi infancia no son en realidad recuerdos míos, sino memorias de cosas que ella misma me ha contado a lo largo de nuestra coexistencia. Mi infancia, a diferencia de muchas otras infancias que conozco, es una bruma cenagosa en la que pocas fotografías son fáciles de ubicar en un contexto de nostalgias comprimidas. Para infortunio de aquellas personas que han llegado a quererme, esta es la raíz de la mitomanía que ha condenado la mitad de mis relaciones al fracaso y la otra mitad al sinsentido.
Aprendí a mentir muy joven, impulsado no por el instinto malsano de disfrazar verdades que me incomodaran, sino por una descomunal pobreza de espíritu que me impedía averiguar esas mismas verdades. Poco a poco fui aprendiendo a tejer historias para resarcir los huecos entre un retazo y otro de los eventos de mi vida y así me encontré un día con que la invención se me había vuelto una herramienta tan preciosa que me era casi imprescindible. Entonces empecé a escribir.
La escritura es un oficio de mentirosos. Quien escriba y opine lo contrario, está mintiendo, por lo tanto tiene potencial. También es, para desgracia de muchos, oficio de locos. Nadie en su sano juicio escribe algo digno de ser leído. Ninguna mente estéril puede producir frutos sabrosos. Las mentes desviadas son mucho más fértiles.
tres
El miércoles parece que los días no pretenden sino volverse peores. Despierto después del mediodía, arrullado por el ruido del aire acondicionado y en la modorra de la oscuridad casi total de la recámara. La garganta me duele más que ayer, a pesar de que antes de dormir me tomé dos cápsulas de antibiótico y un té.
Comienzo a hilar mis pensamientos contra la voluntad del cuerpo y la primera idea que me viene a la mente es la del paquete de carne que dejé anoche en el fregadero para descongelarlo. Veo la hora en el despertador: 02:30 p. m. Una imagen nítida se me dibuja entonces en el revés de los párpados, un paquete de carne verdosa, con una baba espesa y cubierta de pequeños gusanos blanquecinos. El asco me retuerce las tripas.
Lo primero que hago es toser tres veces. El dolor de la garganta se hace más obvio, se junta con una oquedad en el pecho y el eco grave de los bronquios casi cerrados. Cierro los ojos y me tapo los oídos con las manos para escuchar el ritmo de mi respiración. Entonces siento la presencia casi olvidada del chillido del asma. ?Puta? pienso.
El inhalador no está en el armario, aún cuando no suelo moverlo de ahí. No me preocupo, después de todo el episodio no parece grave, el chillido no aumenta en profundidad. Tengo tiempo para encontrarlo y ahora hay que ver si la carne del fregadero sigue siendo comestible.
Sobre la mesa del comedor hay tres libros mal acomodados y el recibo del teléfono con fecha de vencimiento de hace tres días. Olvidé pagarlo, por supuesto. Las flores del jarrón están secas, marchitas y arrugadas. Fúnebres. Creo que eran margaritas, aunque no sé porqué habría margaritas en el jarrón de la mesa. Lo único distinto es el sobre amarillo y pardo del correo expreso. Lo veo por tercer día consecutivo entre los libros y reconsidero la idea de abrirlo para saber qué ha respondido María Luz a mi súplica de conocernos. Termino dejándolo para más tarde.
La carne se ve sana, sonrosada y sanguínea. Se ha descongelado por completo y los coágulos que había formado el frío se han convertido en pequeños yacimientos de sangre en los ángulos del hielo seco. Pero no hay coloración verdosa, viscosidades ni artrópodos carnívoros en vías de metamorfosis, y con eso es suficiente. Enciendo el piloto y pongo el sartén con aceite antes de salar la carne. Mientras la cocino me auto compadezco por tener este resfriado de mierda y no percibir ni lejanamente los aromas del guiso a ver si con eso se me despierta un poco el apetito.
Pienso en la mujer que escribe las cartas, esos papeles azafranados que desde hace tres años de dejan de llegar el segundo martes de cada mes, siempre a las diez de la mañana. Intento formar en mi mente, con los ojos cerrados, la imagen precisa de su rostro, pero no encuentro uno solo de sus rasgos en la memoria para comenzar.
Comienzo a hilar mis pensamientos contra la voluntad del cuerpo y la primera idea que me viene a la mente es la del paquete de carne que dejé anoche en el fregadero para descongelarlo. Veo la hora en el despertador: 02:30 p. m. Una imagen nítida se me dibuja entonces en el revés de los párpados, un paquete de carne verdosa, con una baba espesa y cubierta de pequeños gusanos blanquecinos. El asco me retuerce las tripas.
Lo primero que hago es toser tres veces. El dolor de la garganta se hace más obvio, se junta con una oquedad en el pecho y el eco grave de los bronquios casi cerrados. Cierro los ojos y me tapo los oídos con las manos para escuchar el ritmo de mi respiración. Entonces siento la presencia casi olvidada del chillido del asma. ?Puta? pienso.
El inhalador no está en el armario, aún cuando no suelo moverlo de ahí. No me preocupo, después de todo el episodio no parece grave, el chillido no aumenta en profundidad. Tengo tiempo para encontrarlo y ahora hay que ver si la carne del fregadero sigue siendo comestible.
Sobre la mesa del comedor hay tres libros mal acomodados y el recibo del teléfono con fecha de vencimiento de hace tres días. Olvidé pagarlo, por supuesto. Las flores del jarrón están secas, marchitas y arrugadas. Fúnebres. Creo que eran margaritas, aunque no sé porqué habría margaritas en el jarrón de la mesa. Lo único distinto es el sobre amarillo y pardo del correo expreso. Lo veo por tercer día consecutivo entre los libros y reconsidero la idea de abrirlo para saber qué ha respondido María Luz a mi súplica de conocernos. Termino dejándolo para más tarde.
La carne se ve sana, sonrosada y sanguínea. Se ha descongelado por completo y los coágulos que había formado el frío se han convertido en pequeños yacimientos de sangre en los ángulos del hielo seco. Pero no hay coloración verdosa, viscosidades ni artrópodos carnívoros en vías de metamorfosis, y con eso es suficiente. Enciendo el piloto y pongo el sartén con aceite antes de salar la carne. Mientras la cocino me auto compadezco por tener este resfriado de mierda y no percibir ni lejanamente los aromas del guiso a ver si con eso se me despierta un poco el apetito.
Pienso en la mujer que escribe las cartas, esos papeles azafranados que desde hace tres años de dejan de llegar el segundo martes de cada mes, siempre a las diez de la mañana. Intento formar en mi mente, con los ojos cerrados, la imagen precisa de su rostro, pero no encuentro uno solo de sus rasgos en la memoria para comenzar.
03 diciembre 2005
dos
Son cerca de las cuatro cuando Julia vuelve a pronunciar palabra. La bocina sigue a medio metro de mi oído, en el naufragio blanco de la almohada de junto, y sin embargo su voz es clara y sus palabras breves:
-Habríamos de ir a ver el mar.
-¿Ahora?- Pregunto por mero formulismo.
-Ayer. Ahora parece demasiado tarde.
-Son las cuatro de la mañana- digo.
-Me gusta el color del mar cuando la luna se va perdiendo- responde- Pero de todos modos el mar que quiero ver no existe.
-¿Quieres que vayamos en la mañana?
Pero Julia calla, porque sabe que esa oración que pareció pregunta lo es cada vez menos. Dos chasquidos y humo: Julia ha encendido un cigarrillo. Huelo el tabaco virgen que empieza a crepitar en el ánima blanca de papel arroz. Siento los dedos ávidos de Julia pasando el cuerpo cilíndrico entre sus cinco dedos. Inhala una bocanada profunda, el humo denso, terroso, atraviesa el vacío de la boca cerrada, acaricia la lengua con un picor ligero, calienta los pulmones y sale en una exhalación abrupta, disipándose entre el edredón y las sábanas limpias.
-Estás fumando.
-No- dice Julia- No me gusta fumar en el cuarto. El olor del humo se queda en el edredón y las sábanas.
-Pues yo me estoy fumando el primero del día- digo en voz muy baja para no despertar al gato.
-Tú ni siquiera fumas- me dice con esa voz de humo y madrugada.
Sonrío antes de responderle: No veo el inconveniente.
El farol de la esquina cubre las cosas de una luz rojiza y lúgubre que contrasta con la coloración azul marina de las nubes. La luna, por su parte, es una plenitud de blanco.
-Es un fraude- digo, pero no estoy seguro de estar diciéndoselo a Julia- Esta madrugada tiene demasiados colores.
-Te lo advertí- responde ? Cierra las ventanas de noche si no quieres más chascos como este.
Ahora el silencio se siente más cercano, más tangible. La madrugada avanza dando tumbos, como una hora torpe, indecisa. Ningún perro afuera husmeando, ningún muerto que yazga sin futuro. Una hora torpe.
-Julia- murmuro. Julia calla ?Hasta mañana.
-Espera- dice por fin la voz de Julia- Aquí estoy. Trataba de escuchar a los grillos.
-¿Los escuchas?
-No. Hoy no vienen, hay luna llena. Se me había olvidado.
-Julia- digo de nuevo, musitando.
-¿Sí?
Aspiro profundamente antes de hablar.
-¿Haremos el amor?
-Tal vez. Pero será de día, en una habitación enteramente blanca, con las ventanas abiertas y un espejo grande. Quiero vernos las caras.
No respondo. En el fondo esperaba que Julia entendiese que esa oración que pareció pregunta lo es cada vez menos.
-Hasta mañana- digo de nuevo, pero esta vez Julia es un eco.
-Habríamos de ir a ver el mar.
-¿Ahora?- Pregunto por mero formulismo.
-Ayer. Ahora parece demasiado tarde.
-Son las cuatro de la mañana- digo.
-Me gusta el color del mar cuando la luna se va perdiendo- responde- Pero de todos modos el mar que quiero ver no existe.
-¿Quieres que vayamos en la mañana?
Pero Julia calla, porque sabe que esa oración que pareció pregunta lo es cada vez menos. Dos chasquidos y humo: Julia ha encendido un cigarrillo. Huelo el tabaco virgen que empieza a crepitar en el ánima blanca de papel arroz. Siento los dedos ávidos de Julia pasando el cuerpo cilíndrico entre sus cinco dedos. Inhala una bocanada profunda, el humo denso, terroso, atraviesa el vacío de la boca cerrada, acaricia la lengua con un picor ligero, calienta los pulmones y sale en una exhalación abrupta, disipándose entre el edredón y las sábanas limpias.
-Estás fumando.
-No- dice Julia- No me gusta fumar en el cuarto. El olor del humo se queda en el edredón y las sábanas.
-Pues yo me estoy fumando el primero del día- digo en voz muy baja para no despertar al gato.
-Tú ni siquiera fumas- me dice con esa voz de humo y madrugada.
Sonrío antes de responderle: No veo el inconveniente.
El farol de la esquina cubre las cosas de una luz rojiza y lúgubre que contrasta con la coloración azul marina de las nubes. La luna, por su parte, es una plenitud de blanco.
-Es un fraude- digo, pero no estoy seguro de estar diciéndoselo a Julia- Esta madrugada tiene demasiados colores.
-Te lo advertí- responde ? Cierra las ventanas de noche si no quieres más chascos como este.
Ahora el silencio se siente más cercano, más tangible. La madrugada avanza dando tumbos, como una hora torpe, indecisa. Ningún perro afuera husmeando, ningún muerto que yazga sin futuro. Una hora torpe.
-Julia- murmuro. Julia calla ?Hasta mañana.
-Espera- dice por fin la voz de Julia- Aquí estoy. Trataba de escuchar a los grillos.
-¿Los escuchas?
-No. Hoy no vienen, hay luna llena. Se me había olvidado.
-Julia- digo de nuevo, musitando.
-¿Sí?
Aspiro profundamente antes de hablar.
-¿Haremos el amor?
-Tal vez. Pero será de día, en una habitación enteramente blanca, con las ventanas abiertas y un espejo grande. Quiero vernos las caras.
No respondo. En el fondo esperaba que Julia entendiese que esa oración que pareció pregunta lo es cada vez menos.
-Hasta mañana- digo de nuevo, pero esta vez Julia es un eco.
02 diciembre 2005
uno
El viernes, un viernes de preámbulos abiertos -el cielo en la ventana, nubes de lluvia en el anverso de la noche- me percaté que era Julia la voz en el teléfono, respondiendo a otra voz, que era mía.
-Yo no creo que estemos tan de acuerdo como dices- decía.
-Yo tampoco.
-Entonces estamos de acuerdo. Qué romántico.
-Cuidado. Recuerda que el romance es una fórmula riesgosa.
-Qué interesante.
Sin embargo la depuración esforzada en su tono de voz no fue suficiente para burlar mi oído. Era el mismo interesante que yo utilizo para desenfadar tantas trivialidades cotidianas, un recurso salpicado en cierto residuo de parodia.
-E incierto- completé.
-Siempre es buena una certeza, aunque sea la de la incertidumbre.
-Suenas a Heisenberg. Pero de todos modos?
-No creo que de todos.
-No discutamos: de algunos modos.
-Mejor, mucho mejor.
Acomodo el cuerpo lo mejor posible mientras pienso en lo distinta que es esta Julia de la Julia que se fue. No recuerdo que fuera tan ingeniosa antes de que le faltara infancia, cuando se trepaba en el álamo del patio sin que le importara rasparse la piel con la corteza, la misma piel que ahora es una sola cosa tensa, uniforme y vasta por la que los ojos y las manos resbalan y se caen como en un hueco de aliento entrecortado.
No. Antes las cosas no tenían un trasfondo, las palabras eran lo que decían y trasponerlas era apenas cosa de juego, una afición sin consecuencias. Eso era cuando Julia era Sandra, nada más. Ahora Julia dice todo dos veces, una con la voz y otra con la mirada, y uno tiene que entender las dos al mismo tiempo, si no quiere el agua helada de la risa de Julia por la espalda, esa risa que tampoco es aquella con la que se llenaba el cuerpo de lodo en cualquier charco de recuerdos posibles, la risa que no tenía nada de frío, pero que sí era líquida y vibrante, como estanque en donde caen montones de piedrecillas.
El silencio me avisa que Julia también comienza a ausentarse.
-Háblame- suplico- Háblame horas.
-¿Porqué?
-Porque no sabes el tiempo que he pasado imaginando tu voz en el desvelo de las tres y media, ni las súplicas mudas que hago a veces por un pedazo de palabra tuya, aunque sea sólo para dormir un poco. Sé que Julia sonríe en su habitación oscura, y sé que ha cerrado las persianas para no ver el cielo porque le tiene miedo a los fantasmas.
-No se me ocurre nada- dice.
-Yo no creo que estemos tan de acuerdo como dices- decía.
-Yo tampoco.
-Entonces estamos de acuerdo. Qué romántico.
-Cuidado. Recuerda que el romance es una fórmula riesgosa.
-Qué interesante.
Sin embargo la depuración esforzada en su tono de voz no fue suficiente para burlar mi oído. Era el mismo interesante que yo utilizo para desenfadar tantas trivialidades cotidianas, un recurso salpicado en cierto residuo de parodia.
-E incierto- completé.
-Siempre es buena una certeza, aunque sea la de la incertidumbre.
-Suenas a Heisenberg. Pero de todos modos?
-No creo que de todos.
-No discutamos: de algunos modos.
-Mejor, mucho mejor.
Acomodo el cuerpo lo mejor posible mientras pienso en lo distinta que es esta Julia de la Julia que se fue. No recuerdo que fuera tan ingeniosa antes de que le faltara infancia, cuando se trepaba en el álamo del patio sin que le importara rasparse la piel con la corteza, la misma piel que ahora es una sola cosa tensa, uniforme y vasta por la que los ojos y las manos resbalan y se caen como en un hueco de aliento entrecortado.
No. Antes las cosas no tenían un trasfondo, las palabras eran lo que decían y trasponerlas era apenas cosa de juego, una afición sin consecuencias. Eso era cuando Julia era Sandra, nada más. Ahora Julia dice todo dos veces, una con la voz y otra con la mirada, y uno tiene que entender las dos al mismo tiempo, si no quiere el agua helada de la risa de Julia por la espalda, esa risa que tampoco es aquella con la que se llenaba el cuerpo de lodo en cualquier charco de recuerdos posibles, la risa que no tenía nada de frío, pero que sí era líquida y vibrante, como estanque en donde caen montones de piedrecillas.
El silencio me avisa que Julia también comienza a ausentarse.
-Háblame- suplico- Háblame horas.
-¿Porqué?
-Porque no sabes el tiempo que he pasado imaginando tu voz en el desvelo de las tres y media, ni las súplicas mudas que hago a veces por un pedazo de palabra tuya, aunque sea sólo para dormir un poco. Sé que Julia sonríe en su habitación oscura, y sé que ha cerrado las persianas para no ver el cielo porque le tiene miedo a los fantasmas.
-No se me ocurre nada- dice.
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