05 diciembre 2005

miénteme

Hay mañanas -como la de hoy- en las que me despierto simplemente con la inquietud recorriéndome las fibras del cuerpo como pequeñas descargas eléctricas. Es un calambre juguetón que se siente de pronto en la espalda, luego en los brazos y después desaparece para volver a aparecer en la piel del rostro. Es el impulso de contar lo que sucede, lo que ya ha sucedido o lo que no ha de ocurrir jamás, pero que me gusta suponer que sí lo hizo.
Mi madre dice que fui un niño muy preguntón. En honor a la verdad, debo decir que no lo recuerdo. Las cosas que más recuerdo de mi infancia no son en realidad recuerdos míos, sino memorias de cosas que ella misma me ha contado a lo largo de nuestra coexistencia. Mi infancia, a diferencia de muchas otras infancias que conozco, es una bruma cenagosa en la que pocas fotografías son fáciles de ubicar en un contexto de nostalgias comprimidas. Para infortunio de aquellas personas que han llegado a quererme, esta es la raíz de la mitomanía que ha condenado la mitad de mis relaciones al fracaso y la otra mitad al sinsentido.
Aprendí a mentir muy joven, impulsado no por el instinto malsano de disfrazar verdades que me incomodaran, sino por una descomunal pobreza de espíritu que me impedía averiguar esas mismas verdades. Poco a poco fui aprendiendo a tejer historias para resarcir los huecos entre un retazo y otro de los eventos de mi vida y así me encontré un día con que la invención se me había vuelto una herramienta tan preciosa que me era casi imprescindible. Entonces empecé a escribir.
La escritura es un oficio de mentirosos. Quien escriba y opine lo contrario, está mintiendo, por lo tanto tiene potencial. También es, para desgracia de muchos, oficio de locos. Nadie en su sano juicio escribe algo digno de ser leído. Ninguna mente estéril puede producir frutos sabrosos. Las mentes desviadas son mucho más fértiles.

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