10 diciembre 2005
¿y qué?
No niego que esto, el sólo hecho de sentarme aquí, frente a este papel en blanco, sin más armas que este bolígrafo de tinta generosamente negra, teniendo tan cerca que puedo olerlo un tazón de café caliente cuyo exquisito aroma anticipa un sabor agradabilísimo y cometer el acto egoísta de desentenderme de cuantos problemas puedan estar aquejando en este instante simultáneo a tantos y tantos habitantes como tiene este sórdido y venido a menos planeta que nos tocó en suerte habitar sea en modo alguno distinto de la vanidad, esa vanidad inherente a los seres humanos que, como yo, han tenido la suerte de que un personaje perdido en las brumas del pasado se haya tomado un par de meses de su también sórdida y venida a menos existencia para enseñarnos a escribir y consecuentemente a leer, acto ese también, si no de una vanidad pura, si por lo menos de un conato de ella, puesto que la lectura, ese paréntesis en las vidas de cualquier manera sosegadas, esa introspección de los ojos a una ventana siempre abierta, ese fisgoneo inacabado de nuestras secuestradas infancias, no es sino la manera que tenemos los insignificantes seres vivos de consolar nuestros patéticos espíritus con el ficticio recorrido de vidas menos áridas.
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