El miércoles parece que los días no pretenden sino volverse peores. Despierto después del mediodía, arrullado por el ruido del aire acondicionado y en la modorra de la oscuridad casi total de la recámara. La garganta me duele más que ayer, a pesar de que antes de dormir me tomé dos cápsulas de antibiótico y un té.
Comienzo a hilar mis pensamientos contra la voluntad del cuerpo y la primera idea que me viene a la mente es la del paquete de carne que dejé anoche en el fregadero para descongelarlo. Veo la hora en el despertador: 02:30 p. m. Una imagen nítida se me dibuja entonces en el revés de los párpados, un paquete de carne verdosa, con una baba espesa y cubierta de pequeños gusanos blanquecinos. El asco me retuerce las tripas.
Lo primero que hago es toser tres veces. El dolor de la garganta se hace más obvio, se junta con una oquedad en el pecho y el eco grave de los bronquios casi cerrados. Cierro los ojos y me tapo los oídos con las manos para escuchar el ritmo de mi respiración. Entonces siento la presencia casi olvidada del chillido del asma. ?Puta? pienso.
El inhalador no está en el armario, aún cuando no suelo moverlo de ahí. No me preocupo, después de todo el episodio no parece grave, el chillido no aumenta en profundidad. Tengo tiempo para encontrarlo y ahora hay que ver si la carne del fregadero sigue siendo comestible.
Sobre la mesa del comedor hay tres libros mal acomodados y el recibo del teléfono con fecha de vencimiento de hace tres días. Olvidé pagarlo, por supuesto. Las flores del jarrón están secas, marchitas y arrugadas. Fúnebres. Creo que eran margaritas, aunque no sé porqué habría margaritas en el jarrón de la mesa. Lo único distinto es el sobre amarillo y pardo del correo expreso. Lo veo por tercer día consecutivo entre los libros y reconsidero la idea de abrirlo para saber qué ha respondido María Luz a mi súplica de conocernos. Termino dejándolo para más tarde.
La carne se ve sana, sonrosada y sanguínea. Se ha descongelado por completo y los coágulos que había formado el frío se han convertido en pequeños yacimientos de sangre en los ángulos del hielo seco. Pero no hay coloración verdosa, viscosidades ni artrópodos carnívoros en vías de metamorfosis, y con eso es suficiente. Enciendo el piloto y pongo el sartén con aceite antes de salar la carne. Mientras la cocino me auto compadezco por tener este resfriado de mierda y no percibir ni lejanamente los aromas del guiso a ver si con eso se me despierta un poco el apetito.
Pienso en la mujer que escribe las cartas, esos papeles azafranados que desde hace tres años de dejan de llegar el segundo martes de cada mes, siempre a las diez de la mañana. Intento formar en mi mente, con los ojos cerrados, la imagen precisa de su rostro, pero no encuentro uno solo de sus rasgos en la memoria para comenzar.
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