09 junio 2008

Julieta despierta.

La luna es una herida sangrante y blanca en el profundo y negro lienzo de la noche y los gatos pordioseros yacen abúlicos, tirados sin reparos entre latas y restos malolientes, por banquetas polvorientas, callejones de muerte y techos destejados.

En uno de estos callejones, situado sobre la acera de Carrington, está un pequeño apartamento de paredes viejas y roídas, cuya pintura amarillenta muestra rasgos de una humedad corrosiva y ampollas de salitre a todo lo alto de la construcción. La puerta de hierro negro tiene un dintel y seis barras que protegen un grueso cristal resquebrajado, cubierto por dentro con papel de aluminio. A su lado hay una ventana diminuta en la que puede verse la luz filtrada a través de unas cortinas que alguna vez fueron blancas.

Si se pasa la puerta principal se llega a una salita de estar, en la que se halla una mesa de café sobre la que un viejo teléfono de disco acumula capas de un polvo ligero. A su alrededor, dos taburetes forrados de cuero y un sillón para dos personas. En la pared frente a la puerta, una pintura al óleo que representa un mar embravecido de los peores abriles del pacífico. A la derecha, un vacío donde antes hubo un muro, y dentro una estufa y un mueble de dos cajones. Luego sigue el vano de un pasillo que termina en muro, y a lo largo, tres puertas. En la primera un baño sencillo, con sanitario, lavabo y una regadera separada de éstos por un cortinaje de plástico. En las paredes del baño, varias losas de mosaico lucen rotas y en la parte baja del lavabo se aprecia en la tubería el verdín del moho. La siguiente puerta da a un cuarto aún más pequeño, que había estado destinado como alacena en los mejores tiempos de la casa, y que ahora se encuentra lleno hasta el tope de periódicos amarillentos, de papel quebradizo, como viejos manuscritos de los sabios alquimistas, y en cuyos encabezados podía verse desde una fundación ferrocarrilera del siglo diecinueve hasta un golpe de estado de cualquier república de primates.

La última puerta, única en todo el apartamento que no está carcomida por tiempo, roedores y humedad, es de madera blanca, y su aspecto destaca a grandes gritos por su anacronía con el resto de la construcción. Franquearla vale encontrarse con una habitación amplia, en cuyo techo dos grandes tragaluces permiten la entrada de la lluvia de plata de la luna. En las paredes, infinidad de recortes de diarios se arremolinan unos sobre los otros; unos pegados con cinta adhesiva, otros clavados con tachuelas; aquellos pegados en mala forma con goma de mascar; éstos otros simplemente sostenidos entre papeles pegados meses antes. Cada muro, de los cuatro de la habitación, aparece ante los ojos que los miran como una gigantesca página del periódico de ayer, de hoy, de hace cien años. Los cuadros que alguna vez estuvieron colgados a un clavo en esos muros viejos, ahora yacen inclinados en el piso, recargados contra el muro que fue su hogar, tristes, cabizbajos. Una cama de sábanas grises, pequeña, de apariencia rústica, alberga un cuerpo dormido.

El bulto, esbelto, grácil, oscila al ritmo de su respiración, inhalando grandes alientos y sueños, exhalando dudas inquietas, profundos temores ocultos. Sobre la almohada se derraman largos cabellos negros, como chorros de tinta que el tiempo ha detenido en su camino al suelo.
Es alta madrugada, y los gatos de afuera se ponen inquietos. En la mente de la ocupante de la cama, desfilan imágenes grotescas, fotografías exactas de traumas que la psicología aún no se encarga de explicar, rostros ajenos, desfigurados por el miedo. Por fin, la largamente amenazante lluvia se decide a caer, a gotas bobas, sobre los tragaluces del techo, y entonces, simultánea con un trueno, un grito y un agudo maullido, Julieta despierta.


-Negra es la noche, grave el trueno, agudo el maullido del callejón y terrible el grito que escucho. Mi sueño ha sido el miedo y ahora tiembla mi piel, mi piel todavía dormida ¿Quién soy ahora? ¿Quién si no el cuerpo que duerme? Soy la noche, el grito o el maullido, tal vez, o quizá soy el trueno ¿Qué hago despierta en alta madrugada?

Cuando termina de decirlo, Julieta se da cuenta que está frente al espejo, y que mientras hablaba se puso de pie, dio tres pasos suaves, felinos y se detuvo frente a la superficie aluminada en la que su cuerpo, enfundado en ropas blancas, se refleja.


-¿Qué estoy diciendo?- Se pregunta en voz alta, confundida por las palabras que, segundos antes, han salido de su boca, pronunciadas por su voz.


-¿Qué estoy diciendo?- Dice sin voz la Julieta del espejo, al mismo tiempo que ella, pero su rostro no tan confundido.

Luego regresa a la cama y se sienta de lado en el colchón duro, en la parte que su cuerpo ha dejado tibia. Estira la mano hacia el buró y toma un vaso de cristal en el que hay una flor larga, amarilla y de pétalos largos. Con la otra mano, entre el índice y el cordial, toma la flor por el tallo y la saca del vaso. Poniendo la flor en la cama, del lado donde nadie ha dormido, se bebe el agua.
La lluvia comienza a gotear dentro de la habitación, en gotas pesadas que se aglomeran a lo largo del hierro del tragaluz, saturándolo de agua, que poco a poco gana terreno, hasta sobresalir por los bordes, donde los empaques y el cristal no se unen tan fuerte. La primera gota suicida viaja interminables metros, gritando con fruición por el perdón de sus pecados y va a estrellarse en la frente perlada de Julieta, que casi muere del susto al sentir el helado proyectil reventándose en su piel. Una segunda gota se pierde en la nada de las sábanas grises y una tercera cae sobre un recorte que habla de la muerte de un poeta.

Julieta vuelve a ponerse de pie y enciende la lámpara de aceite con el último cerillo de la caja. La burbuja rota de cristal de la lámpara exhala un humo blanquecino y luego comienza a chorrear una luz amarillenta sobre todas las cosas que se le acercan. Julieta la coloca en el centro del cuarto, temiendo un incendio con tanto papel alrededor. Se sienta frente a la lámpara y junta las manos sobre la débil llamita que danza a sus compases. Se frota las manos una contra otra, como en un invierno lejano, y se las lleva luego a las mejillas, que se sienten frías y suaves. Luego toma un lápiz del buró y arranca un pedazo de diario de la pared más cercana, exactamente sobre la cabecera de la cama. Coloca el papel al revés sobre la lámpara y lee a contraluz, con las letras invertidas: Diez mil muertos en Bagdad. Con el lápiz escribe sobre las letras de un aviso de ocasión: ¿Quién soy ahora?

Vuelve a ponerse en pie y recoge del muro otro recorte de periódico al que también escribe ¿Quién soy ahora? Sigue arrancando recortes de los muros, como quien arranca pétalos de una flor y escribiendo las mismas tres palabras, hasta que la punta del lápiz está tan gastada que no logra de ella más que un rechinido y un escalofrío al deslizarla sobre el papel. Camina hasta la cocina, llevando en la mano la lámpara de aceite. Mientras camina, contempla las sombras danzando al ritmo de la llama frenética, escucha a lo lejos los silbidos del viento y los relámpagos estentóreos de la tormenta. En la cocina, abre el primer cajón y busca el cuchillo largo y plateado. Encontrada la presa, regresa al cuarto.

-¿Cuándo me volví loca?- Pregunta para nadie cuando vuelve a sentarse, recargando la espalda en el colchón.

-Yo no estoy loca- Dice en su mutismo la Julieta del espejo, y empieza con el cuchillo a sacar punta al lápiz.

Cuando ambas terminan, Julieta va al muro de la puerta y arranca otro recorte. Comienza a escribir en él: Veintiséis de Julio de 1819. México. Los traicionaron, los mataron por la espalda, les dieron un kilo de plomo cuando les habían prometido toneladas de maíz. Los volvieron a matar después de haberlos matado de hambre, de desesperanza.

El papel se queda sin espacio y recoge otro de la fuente inagotable del muro, que parece retoñar papeles cada vez que lo desfolian. Julieta escribe de espaldas a la lámpara, sin ver el trazo de la letra: Dieciocho de Diciembre de 1941. Alemania. Están todos muertos, no tuvieron piedad. Los mataron como a animales por llevar una estrella en el hombro y un brillo en la mirada. Los asesinos tienen la gloria.

Vuelve a quedarse sin papel. Mira los tragaluces: La noche está al terminar, la lluvia se ha detenido. El aceite de la lámpara comienza, también, a agotarse. Toma el lápiz y cierra los ojos. En su mente desfilan imágenes de todos los que han muerto y escucha tantas y tantas voces implorando por misericordia. Se encuentra con miradas de ancianos de Etiopía, muertos por balas que querían sus tierras, con mujeres de Polonia, muertas por fuego que deseaba borrarlas de la tierra, de niños de México, muertos por machetes que querían dejarlos sin voz, y todas la miran, preguntándole ¿Quién eres ahora?

Recuerda la última vez que se miró las manos antes de despertar de la pesadilla y recuerda haberlas visto llenas de una sangre pegajosa y negruzca, y recuerda sus mismos dedos sangrantes golpeando las teclas de la máquina de escribir, poniendo palabras eufemísticas que justificaran las balas, el fuego, los machetes, recuerda justificar las risas y el cinismo de quienes disparaban las balas, encendían el fuego, empuñaban los machetes. Recuerda ser uno de ellos. Recuerda que su alma no tiene paz porque no ha hecho nunca nada para vivir, ni ha hecho nunca nada para morir. Recuerda los cincuenta dólares al día que le pagan por no hacer nada al respecto. Mira el espejo y se encuentra a la Julieta del espejo, que dice sin voz: ¿Quién eres ahora? Y entonces se da cuenta de quién es, y se da cuenta también de que ella, a diferencia de la Julieta del espejo, no lleva el cuchillo en la mano. Pero es demasiado tarde, porque el filo ya le está destrozando el corazón, y el dolor es tan fuerte, tan cegadoramente insoportable, que en medio de un trueno, un grito y un agudo maullido, Julieta despierta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta como escrives eres genial en lo que te gusta....

Char dijo...

Interesante, explora uno de mis grandes miedos, soñar que despiertas pero sigues dormido y sigues soñando.