14 junio 2008

Versículo primero.


-¡El fin está cerca, hombres!: ¡arrepentíos! Lenguas de fuego han de corroernos los cuerpos, mares de sangre azotarán la tierra, el viento arrasará hasta el último cimiento de los edificios más altos. ¡Arrepentíos!

El anunciador profesional del fin del mundo terminó la arenga de las once cuarenta y cinco, se sacudió el polvo del viejo abrigo café y fue caminando hasta el bebedero del parque de las armas. Era una mañana clara y de una luz meridional, a cuya fuerza se rendían en concierto árboles, calles, estatuas y palomas. Del poniente soplaba un aire fresco que mecía muy levemente, en un vaivén casi simétrico, los flamboyanes aledaños.

El agua del bebedero, fresca hasta la frontera de lo frío, le hizo pensar sin remedio que aquel era el último marzo perfecto de los pocos años que le quedaban por vivir. Era viejo. No tan cronológicamente viejo como decrépito. Desgastado. Treintaidós años fumándose con disciplina religiosa dos cajetillas de cigarros bravos, bebiendo media botella, nunca más, de ron de caña, comiendo una vez y media al día, siempre frío y con manteca, le habían regalado esos diez, quizá quince años de más. Qué fresca estaba el agua, dios mío, qué marzo tan marzo.

En el bolsillo izquierdo del abrigo sobrevivía la mitad de un bolillo desmenuzado, cuyo migajón blanquecino conservaba una extraña suavidad. El anunciador profesional del fin del mundo se desvistió el letrero de trabajo, se sentó en la banca de hierro que miraba a la fuente y con una lenta parsimonia comenzó a arrojarles migajas a los palomos. En un momento la silueta triste del hombre se rodeó de docenas de pequeñas sombras aladas, a las que el sol imprimía unos azules laminados y unos marrones líquidos. Picoteaban sin mucho entusiasmo, pero con un ritmo constante que hacía necesario evocar un mecanismo de relojería. Leves gorjeos, agitar de las alas, quizá algún cucurruteo desperdigado, llegaban a los oídos y semejaban una conversación de mercado con palomos sustituyendo a las marchantes matutinas.

El reloj de palacio dio las doce cuando las últimas migajas desaparecían en la banqueta y la mayoría de los palomos se alejaba planeando hacia las torres de la catedral. Alguno, optimista de esos que nunca faltan, se quedaba por ahí, esperando que la generosidad del hombre diera para más que medio bolillo. Pero la esperanza de un palomo no es moneda que dure. En menos de tres minutos el anunciador profesional del fin del mundo estaba solo. Dio con la vista un giro panicular, escrutando con una atención de microbiólogo los pequeños órdenes del ritual urbano del mediodía. En las cuatro intersecciones que rodeaban el parque se hallaban detenidos cientos de coches, esperando la luz verde de los semáforos. Los cuatro letreros del cruce peatonal estaban encendidos, concediéndole el paso a las muchas docenas de peatones que aprovechaban para cruzar, unos con calma y otros con una prisa más que evidente, la gran cebra amarilla sobre el asfalto.

Eran las doce con ocho minutos. El anunciador profesional del fin del mundo no pudo evitar lamentarse un poco de que faltaran todavía siete minutos para la arenga de las doce y cuarto y de tener que desaprovechar aquella espontánea estampida de oyentes. Sin embargo el trabajo era el trabajo y el descanso el descanso, así que cerró los ojos y buscando un silencio interno cada vez menos sencillo, esperó.

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