18 junio 2008

Versículo segundo.

-¡Las señales ya están aquí! ¿Acaso no las veis, hombres ciegos? ¿Esperan que los gigantes de fuego se levanten y devoren con furia a vuestros hijos? ¡Han llegado las plagas! ¿No las veis? El hombre mata al hombre, el padre mata al hijo y el hijo al padre, el ejército de dios se ha rebelado, los ángeles levantan la espada hacia el maestro. ¡Abrid los ojos, hombres!

Así, con el letrero puesto y el megáfono encendido, el anunciador del fin del mundo se sentía realmente el anunciador profesional del fin del mundo. Así, con las herramientas que manda la ortodoxia siempre a la orden, con la imagen que el estereotipo exige y la sociedad a la que se sirve espera, el anunciador profesional del fin del mundo sabía que no estaba usurpando las funciones de otro, sino cumpliendo a carta cabal con la suya. Un hombre productivo. Un trabajador útil. Un servidor público. Sus palabras llegaban sin barrera a los oídos de los que se agrupaban a conocer la nueva del fin del mundo y los seguían poniendo al tanto del camino para la salvación hasta unos sesenta metros más allá, cuando por la naturaleza de sus propias obligaciones, el auditorio no tenía tiempo para escuchar el mensaje completo. El letrero le permitía acercar el mensaje a los de oído débil pero vista aguda, que en la ciudad no eran pocos.

Al frente se leía: El final está cerca.

Al reverso: El principio también.

La congregación era, por decir lo menos, variopinta. Conjuntaba desde la madura mujer clasemediera caminando de regreso a casa, la joven y evidentemente humilde mestiza con el riguroso niño en brazos, al oficinista aburrido y sin muchas ganas de llegar a un apartamento solitario, los escolares sin más interés que el de ver si en la confusión de la muchedumbre alcanzaban a sonsacarse unas monedas para conquistar el terreno del vendedor de manzanas acarameladas y, siempre en primera fila, los viles curiosos.

El anunciador profesional del fin del mundo, impecable en su abrigo pardo, el chaleco de brocado, la camisa de cuello duro, los pantalones de tubo recto, modulaba la voz para ir del discurso seráfico a la reprimenda luciferina, de la caricia a la bofetada, de la dulce recomendación a la descarnada amenaza. Y todo ello sin que se desarreglara un solo cabello de la larga melena blanca. Sudaba un poco, eso sí. Pero aquel era uno de los más elementales gajes del oficio. No era cosa lógica el soltar largar peroratas sobre las llamas de todos los apocalipsis posibles sin derramar una gota de sudor. Profesionalismos aparte, también la experiencia contaba en aquello de agregar a la larga lista de verdades el tinte histriónico sin el cuál el verdadero mensaje jamás hubiera llegado al auditorio: Aterrorícense, pero de inmediato.

No. Tampoco era cosa de sembrar el miedo para cosechar el lucro. Al contrario, el anunciador profesional del fin del mundo se sentía más que ufano de poder presumir que jamás en su sombrero había entrado una moneda ajena. Había aceptado, sí, alguna comida ocasional, incluso tal vez la cordial invitación de una bebida. Pero esos gentiles donativos los había visto más como una convención meramente social que como una transacción mercantil. No. Los servicios del anunciador profesional del fin del mundo eran –lo habían sido durante diez años- totalmente gratuitos. Lo del pánico, desgraciadamente, era una calamidad necesaria. Los años de servicio público le habían enseñado al anunciador profesional del fin del mundo, sin lugar a la más pequeña de las dudas, que jamás humano alguno se había obligado a disciplinarse sin que mediara un terror genuino entre causa y consecuencia.

2 comentarios:

Char dijo...

Me gusta el título de anunciador profesional del fin del mundo, ¿dónde puedo estudiar esa carrera? comienzo a pensar que la sociología siempre no es lo mío, jajaja ¿porqué será necesario meter miedo pa' que le hagan caso a uno? ¿será que no podemos entender por las buenas?

monitor dijo...

En la UDFC, Universidad de la desesperanza y la fe ciega, se oferta. Pero no creo que hables en serio, para mí que la sociología sí es lo tuyo. Al menos cuando hablas de tu profesión pareces muy feliz.

Y me da mucho gusto.